Esta situación, evidentemente, se produjo por dos motivos. Primero, porque el Gobierno —o más bien los partidos de izquierdas que integraban el Frente Popular— no quería entregar su importante cuota de poder a los militares, incluso a los de su propio bando, ya que el estado de alarma permitía ejercer el poder al Gobierno con igual o más autoridad que el que habría tenido por medio del estado de guerra. Ningún régimen político puede funcionar legítimamente si la oposición rompe las reglas del juego y, menos aún, si el que las rompe es el propio Gobierno desde el poder.
La dictadura de los partidos políticos de izquierdas, únicos y verdaderos dueños de la situación en 1936, llevó al auge de idearios contrarios a los regímenes que, bajo la apariencia formal de democracia, se habían convertido en dictaduras partitocráticas al servicio de las directrices del amigo de Moscú. Así, la minúscula Falange lanzaba un mensaje antidemocrático, pero que en realidad sólo era contrario a la dictadura de los partidos que se habían posesionado del Parlamento español y, con él, de la República. Decían los fascistas españoles:
[...] todos nacemos en una familia, vivimos en un municipio, trabajamos en un oficio o profesión. Pero nadie vive en un partido político. El partido político es una cosa artificial que nos une a gentes de otros municipios y de otros oficios con los que no tenemos nada en común, y nos separa de nuestros convecinos y de nuestros compañeros de trabajo, que es con quienes de veras convivimos.