Haití, 1942 ࢤ 1965
II
Ya no es necesario atar al hombre para matarlo. Basta con apretar un botón y se disuelve como montaña de sal bajo la lluvia. Ni es necesario argüir que despreciaba al amo. Basta con proclamar —ceñuda la frente— que comprometía la existencia de veinte siglos. Veinte siglos,
dos mil años de combatida pureza,
dos mil años de sonrisas clandestinas,
dos mil años de hartura para los príncipes.
Ya no es necesario atar al hombre para matarlo.
La noche,
los rincones,
no,
nada de eso sirve ya.
Plazoletas y anchas calles se prestan bulliciosas.
No cuenta el asesino con los pacientes,
no cuenta el príncipe con los sumisos.
Todos han olvidado que el hombre es aún capaz de cólera.
Las llamas se extinguen sin haber consumido el odio.
El día irredento ha postergado la resurrección del hombre.
Y los otros,
aquellos que presencian la matanza sentenciando: «Locos, habéis tocado a las puertas de la muerte y ella se quedó en vosotros!». ésos
sólo saben predecir la muerte.
No han aprendido a cobijar la tierra en el corazón
ni a ganar la patria para el hombre.
Y el sumiso, qué hace? Dónde deposita su silencio?
En qué lugar del corazón teje la venganza?
Nadie lo sabe.
Todos le han olvidado.
Se ha dictaminado que su morada sea la sombra,
que el pan deshabitado sea su alimento,
que el pico le prepare el lecho
y la pala le cubra el corazón.
Qué es del hombre combatido?
Nadie lo recuerda.
Lo visten de trapos.
Lo arrojaron en la parte trasera de la casa y allí
con los residuos un guiñapo se amontona. Las llamas se extinguen.
Se arrinconan los hombres en una sola sombra,
en un solo silencio,
en un solo vocablo,
en un llanto solo,
y cuando todo sea uno,
uno el llanto y el vocablo uno,
no habrá paz sobre la tierra.
No habrá paz!
Y aquellos que dictaminaron el destino del hombre, los que jamás contaron con los sumisos, amasarán con sangre su propia podredumbre. No habrá paz!
Llanto para quebrar el llanto, muerte para matar la muerte!
VI
Que los hambrientos comprendan que la vida les pertenece. Que el callado plañidor de las calles, edifique con lo que nunca sus manos han tocado. Que el viento socave el armazón del llanto.
Es preciso que el silencio deje de secundar nuestra voz. Que las sombras depongan su hostil armadura ante la vida.
Precisamos de hombres tristes para hablar del hombre, de mendigos trotamundos para combatir la bota.
Que los hombres de la tierra derriben los templos, lancen corazones derribados a los dioses que predican la muerte.
Pródiga la muerte que mata al que fecunda.
Pródigo el cañaveral que se alza devorándonos.
Pródiga la fiebre que nos consume,
a pesar de las raíces y de las hojas amargas.
Se han congregado los plañideros para abordar el día.
Cuál será el lugar que sus brazos ofrezcan,
cuál el camino que a recorrer invitan?
Qué preciado tesoro inventar con sus mentes afiebradas
para que yo,
sencillo mediador de palabras,
adivine un silencio más largo que toda la sordera del mundo?
Tengo miedo.
Tanto y tanto golpeado.
Tanto y tanto caído.
Muchos creyeron en la posibilidad de la muerte. Otros en la posibilidad del arribo. Milenarias voces fatigadas levantaban un clamor. Toda la genealogía de la tristeza combatía por la pureza. Muchos antes de nosotros empujaron la barca, otros después de nosotros continuarán empujándola.
No hemos sido los primeros,
no seremos los últimos ciertamente,
pero somos lo que del hombre no ha cesado de ser.
Los niños apretujaban su inabordable tristeza.
Sus rostros domeñaban los corceles,
mas la máquina arremetía.
Cómo reconquistar la vida para el hombre?
En qué lugar del corazón dar forma a la venganza?
En qué rincón deshabitado recomponer la alegría?
Toda la prole de los callejones, toda la gente de la periferia,
toda la adolescencia de la tierra concurría al encuentro con la vida, y un olor a pureza machacada abundaba en el viento.
No ha habido tregua,
toda la prole acarició la sangre en los rostros amigos que apetecían la vida.
Crecieron de pronto los niños de la patria.
Sus miradas se han hecho inexpresivas, parecen continuamente azorados o ciegos. Han comenzado a ver y a oír y a sentir, ya saben que hay abundancia de dones,
que hay estrellas a la altura de sus cabecitas para guiar al hombre, que hay techos de dureza, manos, hombres y mujeres y aun niños de dureza.
Han crecido ya los últimos testigos de estos días
y la tierra tarda en prodigarse.
Las niñas también han crecido.
El sexo las acosa con fiebres,
sus vientres acumularon ventarrones.
Ahora hay collares en sus cuellos
y en sus ojos noche,
temblores en sus senos y en sus ovarios muerte.
Volvió el hombre a su morada
con la antigua sensación de muerte en los labios.
Nada ha permanecido tanto como el llanto.
Hemos sido testigos del esfuerzo de unos brazos,
del hombre que mordiera el pavimento gritando la palabra redentora.