República Checa, 1900 ࢤ 1924

Las fábricas y calles quedaron silenciosas, las estrellas se durmieron junto a la luna, y en toda la ciudad, a esa hora avanzada, solamente una casa no ha cerrado los ojos, ojos de fuego que gritan a las tinieblas

que tras ellos, entre máquinas y palancas, calderas y barras de hierro, diez obreros mezclaron con el hierro sus músculos para que luz se vuelvan sus manos y sus ojos.

«Antonio, fogonero de la central eléctrica, alimenta las calderas!».

Antonio, hoy, como hace veinticinco años, con pala de hierro abre el horno, llamas rojas de él vuelan y silban, una forja ardiente y un joven.

Antonio, con sus manos que el fuego ha endurecido

echa una paletada de carbón,

y como que la luz sólo nace del hombre,

siempre tras el carbón arroja un trozo de sus ojos,

y aquellos claros ojos azules, como flores,

en torrentes de cables por la ciudad navegan:

en tabernas, teatros, de preferencia sobre la mesa del hogar,

se encienden en alegres luces.

«Compañeros obreros de la central eléctrica:

rara mujer la mía.

Cada vez que la miro yo a los ojos,

llora y dice que estoy maldito,

que yo tengo otros ojos, diferentes a los de hace unos años.

Dice que cuando ella fue conmigo al altar,

eran como dos bellas hogazas de pan, grandes:

y ahora, como en un plato vacío,

me quedan de ellos sólo dos migajas en la cara».

Ríen los compañeros, Antonio ríe también, y en medio de la noche de eléctricas estrellas, recuerdan por un instante a sus mujeres: ellas, que con frecuencia pensaron puerilmente que el hombre vino al mundo para pertenecerles.

Y Antonio, otra vez, como hace veinticinco años,

sólo que ahora la pala es más pesada, abre el horno.

Difícil es comprender siempre a la mujer,

tiene ella otra razón: no obstante, verdadera.

Antonio, aun ignorándolo —mas debe hacerlo—, vierte

flor de ojos en pedazos de carbón,

pues siempre el hombre, con los ojos bien abiertos,

quiere ponerse en marcha sobre la tierra, y tenerla ante sí,

y como el sol y la luna desde ambas partes del planeta,

con rayos de amor y cosecha, irrumpir en sus puertas.

En ese instante, Antonio, calloso fogonero, conoció aquellos veinticinco años de horno y de pala, en los que el cuchillo de llamas le cortara los ojos, y comprendiendo que con eso tiene el hombre suficiente para morir

como hombre, gritó en la vastedad de la noche a todo el mundo:

«¡Compañeros obreros de la central eléctrica: estoy ciego —no veo!».

Se agolparon los compañeros, todos llenos de susto. Con dos noches a casa lo llevaron.

En el umbral de una de las noches, una mujer y un niño gimen; en el umbral de la otra noche, cielos abiertos.

«Antonio, mi único hombre, ¿por qué regresas así a mí, a estas horas? ¿Por qué te enamoraste de esa maldita muchacha, de esa amante de hierro, con fuego y pala?

¿Por qué en este mundo, el hombre

tiene siempre dos amores,

por qué a uno lo mata,

por qué muere del otro?».

El ciego no oye: cae en las tinieblas,

y las tinieblas lo abrazan y lo envuelven.

El corazón herido ya abandona su pecho

en busca de otras curas en el mundo,

pero sobre la negra ceguera cuelga una alegre lámpara.

No es una alegre lámpara —son los ojos de alguien,

son tus ojos, que a todo el mundo se entregaron

para que vieran más claramente, y no murieran nunca.

Eso eres, fogonero, sobreviviente de tu cuerpo martirizado por cacharros;

que a ti mismo te miras, aun cuando yaces ciego.

El obrero es mortal, pero vive el trabajo. Antonio muere, el bombillo canta:

Mujer mía —mujer mía, ¡no llores!

Versión: Sergio Valdés y Roberto Fernández Retamar

El más ancho mar son los ojos del hombre, llevan consigo el mundo entero, el mundo entero en mil barcos por su superficie navega: estrellas, flores, pájaros, ciudades, fábricas, hombres, todo lo que ha sido, todo lo que es, todo lo que vendrá.

He visto cosas felices y amenas que por ser aéreas nunca naufragaron. He visto estrellas y flores, he visto pájaros que antes del invierno volaban a los países del Sur, eran los barcos de ligeras cargas, de esbelto flanco de cisne, que en los ojos se echan felizmente a navegar y felizmente los atraviesan

navegando, también eras tú, amada de blanco velamen, que llegaste, y partiste: te vi y ya no te veré.

Pero también conozco cosas pesadas y muy pesadas que en vano zarparon rumbo al paraíso, conozco hospitales y suburbios, gentes a quienes dios no consuela conozco barcos de plomo que siempre naufragan. Conozco al marinero que no sonríe, resto de naufragios, prisiones y galeras que con el peso de sus cargas se resquebrajaron a mitad del camino, y en los ojos tomamos puerto, para irnos a pique en ellos.

El más profundo mar son los ojos del hombre, en su día llegarán hasta el corazón.

Lo que en los ojos naufraga, se hundirá hasta el corazón, en el corazón crecerá y al corazón dominará, para anclarse en él profundamente en una belleza distinta y terrible, que de todas las bellezas del mundo es la más intensa, porque no acaricia, sino que carga todos los tímidos sentidos con balas de fuego y acero.

Versión: Desiderio Navarro

En la costa de la isla de Krk, toda de roca, busqué seis tristes días el mar que en ella choca, pero no lo encontré, sólo vi un ave errante volando todo el día como un ala ondulante, posarse ya de noche en la luna y cansada caer entre las piedras con su canción plateada, y ella me persuadía, entre las caracolas, de que es el ave misma el mar de azules olas, que basta, como un prado, el mundo recorrer y que para ver basta embriagarse de ver.

Se abrían las ventanas del hotel a la fría costa y tras cada una, una muchacha había, y cada una de ellas que en la noche soñó creó su mar para ahogarlo en sus ojos que no ven desde su vidriosa bóveda astral en ruinas pan en el mundo, sino frascos de medicinas. Vi aquellos secos ojos, aquellos mares vi y, no obstante, yo extraño, ciego permanecí. No bastan las espumas ni el oleaje del sueño, quise saber más, quise conocer con empeño el mar real que choca contra costas y peñas de Dalmacia, conmigo y sin mí, entre las breñas.

En la costa de la isla de Krk, toda de roca, busqué seis tristes días el mar que en ella choca, pero no lo encontré —el mundo es pudoroso y con sus manos blandas hurtará el cuerpo airoso en telones y féretros floreados, pero allá, en sitios más terrenos, él resucitará.

Sólo al séptimo día, cuando en la aldea oí

la campana, borracho de mis ojos salí

como obrero en domingo, no huésped del balneario,

vague por ella alegre, jovial y solitario.

Y por eso de noche en la taberna del puerto

vi el mar en torno mío, el mar real, el cierto,

cuando en mesas de roble vi los rostros austeros

de ustedes, marineros, pescadores, barqueros,

hermanos de nudosos puños, que en harapientas

ropas la tierra cargan, y buen tiempo, y tormentas,

los obreros eternos, por el sol abrasados,

¡que el mar aquí construyen y de él están formados!

Ronco aristón, mi pájaro más querido, da ardientes notas, bailan los mares con cinco continentes, yo asumí todo baile y soy el más dichoso, como el árbol de frutos yo de callos reboso, soy pescador, barquero, soy obrero portuario, en mil barcos navego, navegaré a diario, no con unas, con miles de manos me apodero del mar, con esas miles construyo el mar entero.

Ronco aristón, el mundo sólo son los que alientan por él, los que de él viven, lo nutren, lo sustentan; mar: nosotros, obreros del mundo por igual, la realidad, la única, ¡la realidad más real!

Versión:Vera Pravdova y David Chericián

Asalto al cielo - Antología poética
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