Rumania, 1850 ࢤ 1889

Sentados en los bancos de la oscura taberna, donde la luz traspasa los sucios vidrios pálidos, junto a las mesas largas en que adusto se apoya, con su rostro sombrío, el rebaño de nómadas: los hijos de los pobres, la plebe proletaria.

¡Ah! —dijo uno—, ¿dijisteis que el hombre es una luz en este mundo amargo tan lleno de tormento? Ni una chispa hay en él inocente y fecunda, vil y sucia es su luz como el globo de fango, sobre el que reina el hombre de manera absoluta.

Decidme, ¿qué es justicia? Los poderosos viven circundando de leyes su amor y su fortuna; los bienes que robaron les sirven para eso y para conspirar contra aquellos que sufren uncidos al trabajo para toda la vida.

Los unos, placenteros, pasarán la existencia, deslizando sus días, sus horas sonrientes. En verano, las fiestas —el ámbar de los vinos, el frescor de las frondas y los Alpes helados—, la noche haciendo día hasta dormirse al alba. La virtud para ellos ya no existe. Predican porque les son precisos los brazos vigorosos, para empujar con fuerza los carros del Estado y combatir por ellos en la guerra encendida. Así, mientras morimos, ellos pueden ser grandes.

Las flotas poderosas y los grandes ejércitos, las coronas que ponen los reyes en su frente, y todos los millones de riqueza lujosa que amontonan los ricos oprimiendo a los pobres, salen de los sudores del pobre pueblo esclavo.

Religión, esa frase por ellos inventada,

para que con más fuerza se inclinen ante el yugo,

porque si al corazón faltase la esperanza

de ser recompensados después de la miseria,

¿podríais soportarlo como bestias de carga?

Con sombras irreales os velan vuestra vista, haciendo que creáis que habrá una recompensa... ¡No!, la muerte concluye la vida y el placer, y aquel que en este mundo sólo ha sufrido penas nada encuentra, los muertos no son más que los muertos.

Mentiras, frases, eso sostienen los Estados no buscan ofrecernos un orden natural; por defender sus bienes, su bienestar, su gloria, han armado tu brazo para que te golpees y luches contra ti mientras ellos te empujan.

¿Por qué seréis esclavos de la riqueza espuria, vosotros, que vivís apenas del trabajo? ¿Por qué para vosotros la enfermedad, la muerte, mientras ellos, espléndidos, en su opulencia hueca se pasean felices sin tiempo de morir?

¿Por qué olvidáis que sois el número y la fuerza? Fácilmente podríais repartiros la tierra. No construyáis más muros que guarden sus tesoros, ni otros muros en donde encierren vuestro grito si un día reclamáis el derecho a la vida.

Las leyes los protegen, los placeres son suyos y sorben de la tierra los jugos más sabrosos; voluptuosidad llaman a sus fiestas ruidosas, atrayendo hacía ellas las más bellas muchachas que dejan su hermosura entre seniles brazos.

Y si nos preguntásemos, ¿entonces, qué nos queda? El trabajo, que a ellos aumenta sus placeres, la esclavitud por vida, el llanto y el pan negro, niños envilecidos, vergüenzas y miseria... ¡Ellos, todo, tú, nada; ellos, cielo, tú, horror!

Leyes no necesitan —la virtud vive sólo donde está la riqueza—, la ley es para ti, es a ti a quien la imponen, a quien echan la pena cuando alargas la mano hacia el bien tentador, pues no han de perdonarte aunque mueras de hambre. ¡Aplastad este orden tan cruel como injusto, que entre ricos y pobres el mundo ha dividido! Pues después de la muerte no existe recompensa, haced que en este mundo os den la parte justa. ¡Igualdad para todos y vivid como hermanos!

Romped la estatua antigua de la Venus desnuda, quemad todos los lienzos con sus cuerpos de nieve; ellos traen al espíritu la perniciosa idea de la perfección viva del hombre, mientras caen en la trama del vicio las hijas de los pobres.

Destruid lo que excite su corazón enfermo, destruid los palacios, templos que esconden crímenes, echad al fuego estatuas de todos los tíranos y que la lava corra royendo los escombros hasta borrar la huella de los que los imiten.

Destruid lo que enseña vanidad y fortuna, oh, despojad la vida de su pétreo vestido, del oro, de la púrpura, del horror, de las lágrimas; que sea sólo un sueño, que sólo un sueño quede, que sin pasión resbale hacia el tiempo infinito.

Alzad con los escombros pirámides gigantes, como un memento mori en lo alto de la historia; así ha de ser el arte que se abrirá a tu alma ante la eternidad, y no un cuerpo desnudo con aire de venderse bajo los ojos viles.

¡Oh, traed el diluvio, ya esperasteis bastante, y veréis cómo el bien por el bien traerá el alba! El puesto de la hiena lo ocupó el charlatán, la crueldad antigua, el dulzón envidioso; han cambiado las formas, pero siguen los males.

Mas cuando regreséis a las edades de oro, a los mitos azules que murmurando ofrecen alegrías iguales por igual compartidas, aunque la muerte llegue extinguiendo la lámpara, os parecerá un ángel de abundantes cabellos.

Entonces será fácil morir sin amargura, vivirán vuestros hijos el mundo deseado, no gemirán campanas ni llorarán sus bronces por aquel que cumplió su destino total; nadie lo llorará, porque vivió su vida.

Y las enfermedades que la miseria incuba en los pobres mortales desaparecerán, germinando en el mundo lo que está destinado, apurando la copa hasta el fin, si lo quiere, muriendo al no encontrar razón para vivir.

Por la orilla del Sena, en faetón de gala, pasa el César hundido, pálido en sus pasiones; el sordo rumor bronco de cientos de carruajes, golpeando el granito, no enturbia sus ideas; el pueblo, enmudecido, le abre paso, humillado.

Su sonrisa profunda, callada, inteligente, su mirada que lee el fondo de las almas, su mano conductora del destino del mundo, saludan al tropel de harapos que lo mira. Su grandeza está unida secretamente a ellos.

Engreído en su altura, orgullo solitario y privado de amor, que es principio del mal, conduce con dos riendas: injusticia y mentira. A través de los siglos la histeria va pasando, y siempre el mismo cuento del martillo y el yunque.

Y él —vértice orgulloso de todos los que oprime— saluda, mientras pasa, a su defensor mudo. Si en el mundo faltase vuestra humilde presencia, ese origen oscuro que hace radiar su gloria, en medio de derrumbes el César se hundiría.

Con vuestras sombras mudas que no creen en nada, con vuestra risa fría, desnuda de piedad, con vuestro buen sentido de justicia y de bien, con vuestra poderosa y terrible presencia, curva bajo su yugo a aquellos que lo odiaron.

París en oleajes de tempestad se enciende y torres como antorchas arden en pleno viento; a través de las llamas, flotan en torbellino los aullidos, entrando en ese mar caliente. El siglo es un cadáver, París sólo es su tumba.

En las calles sangrando de llamas cegadoras, sobre las barricadas de losas de granito, la plebe proletaria, mueve sus batallones, con las armas brillantes, al aire el gorro frigio, y doblan las campanas con su sonido ronco.

Blancas como de mármol, y como él impasibles, cruzan el aire rojo las mujeres en armas, los endrinos cabellos sueltos sobre los hombros, cubriéndoles los senos, y en los ojos profundos

la miseria y la rabia que arden desesperadas.

¡Oh, combates velados por tus ricos cabellos, —qué valiente que es hoy esa niña perdida—, pues la bandera roja, su sombra justiciera, santifica tus horas de fango y de pecado! ¡No eres tú la culpable, sí los que te vendieron!

Tranquilo el mar relumbra y por sus placas grises desliza sucesivas láminas de cristal, que corren hacia el mundo; del bosque misterioso surge la luna llena de los campos de arar, inundándolo todo con sus ojos triunfales.

Sobre las ondas quietas, mecidos, acunados, flotan viejos veleros, esqueletos desnudos, sombras lentas que miran inflar su arboladura mientras la luna pasa como un halo de fuego y amarilla mantiene su imagen como un blanco.

En las costas batidas por el furor del mar, el César vela siempre cerca del tronco curvo del sauce desmayado, que a los aires del agua, en círculos radiantes se inclina bajo el soplo del céfiro nocturno y resuena en cadencia.

Y piensa que a través de la noche estrellada marcha sobre las aguas y la cima del bosque, con su gran barba blanca —en la frente sombría la corona de paja pendiéndole marchita—, el viejo Rey Lear.

Estupefacto mira el César a las nubes, y en sus pliegues temblando las estrellas le muestran todo el sentido oculto de su vida brillante, abriéndole los ojos... El eco de los pueblos se parece a las voces de amargura del mundo:

En cada hombre vivo un mundo hace su ensayo, el viejo Demiurgo se esfuerza vanamente; en todo ser el mundo repite la pregunta: ¿Adónde va la flor, dime, de dónde vienen sus oscuros deseos sembrados en la nada?

El sentido del mundo, sus ansias y su gloria, el alma de los vivos —surtidor arriesgado cual árbol floreciente— los esconde en su centro

en cada flor levanta su savia toda entera, pero antes de dar fruto casi todas perecen.

Así el humano fruto se hiela en su camino, el uno es un esclavo, emperador el otro, cubriendo con engaños su pobre, triste vida, y exhibiendo ante el sol su miserable imagen —imagen— pues los dos tienen igual destino. Bajo distintos hábitos van los mismos deseos, y la humanidad es tan sólo un mismo hombre, bajo distintas formas aparece la vida, con su cruel misterio, que a nadie se revela, fundada de infinitos deseos sobre un átomo.

Si sabes que este sueño con la muerte se acaba, que detrás de nosotros todas las cosas quedan, hagamos lo que hagamos, entonces te fatiga el perseguir estéril... y una idea te asalta: «Que el sueño de la muerte es la vida del mundo».

Versión: María Teresa León y Rafael Alberti

Asalto al cielo - Antología poética
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