Hungría, 1904 ࢤ 1976
Al paisaje completo
lo apagó el color asesino.
Hasta la blanca nieve,
en la noche tan negra, gris se hizo.
El vasto, el extenso paisaje quitó su color a los cuervos. Aun la amante de Ostrava ojos tenía negros.
Negros son los mineros. Arma negra los hiere. Negro es el fuego de la piedra sacado de la tierra negra.
Y negra es la bandera
que en la mina flamea otra vez.
Sólo la sangre,
la sangre por las minas derramada, la sangre de los hombres, roja es.
Existe esa sabiduría: arrodillarse ante el concilio, reconocer ante los cardenales la herejía, el extravío, las faltas.
Mejor arrodillarse que caer en la hoguera, mejor esconder la verdad dentro de sí como en un cofre,
y luego decir otra vez: pero se mueve.
¿No es cierto, compañero Galileo, que existe sabiduría?
Pero más inteligente que tal sabio es el niño, ese del cuento, imprudentemente valiente, el niño que gritó alto, por dios, bien alto, que el rey está desnudo, totalmente desnudo.
Junto a su idea, recta cual la Avenida Nevski, piensas en el Smolni,
en la corona de alquitrán que hizo arder a la historia por tantos lados.
No acertó Carlos Marx:
el fantasma recorre,
recorre continentes
y marcha calzado y descalzo
con el paso de siete leguas de sus proyectos.
¿En qué confían ellos? ¿En que ya así no hay gente? Pasará el tiempo
y los nuestros aprenderán que 2 + 2 = 4. Mas ellos son testarudos; vela de cera.
Que hagan lo que hagan
de las cenizas de los ceniceros
después de las reuniones de señores,
de las cenizas de Port Said, señores, de las Pompeyas.
—Bueno, ¿y qué?— se preguntan
sus ojos penetrantes.
Murió. Y no resucitó. Pero mira al planeta: hay la idea, hay el objetivo, hay la ley, sí, la ley. Y esa ley es así.
Versiones:Vera Hoffmann y Roberto Fernández Retamar