Chile, 1904 ࢤ 1973
Una mañana de un mes frío,
de un mes agonizante, manchado por el lodo y por el humo, un mes sin rodillas, un triste mes de sitio y desventura, cuando a través de los cristales mojados de mi casa se oían los chacales africanos
aullar con los rifles y los dientes llenos de sangre, entonces, cuando no teníamos más esperanza que un sueño de pólvora, cuando ya creíamos
que el mundo estaba lleno sólo de monstruos devoradores y de furias entonces, quebrando la escarcha del mes de más frío de Madrid, en la
niebla del alba
he visto con estos ojos que tengo, con este corazón que mira, he visto llegar a los claros, a los dominadores combatientes de la delgada y dura y madura y ardiente brigada de piedra.
Era el acongojado tiempo en que las mujeres llevaban una ausencia como un carbón terrible, y la muerte española, más ácida y aguda que otras muertes, llenaba los campos hasta entonces honrados por el trigo.
Por las calles la sangre rota del hombre se juntaba con el agua que sale del corazón destruido de las casas: los huesos de los niños deshechos, el desgarrador enlutado silencio de las madres, los ojos cerrados para siempre de los indefensos,
eran como la tristeza y la pérdida, eran como un jardín escupido, eran la fe y la flor asesinadas para siempre.
Camaradas, entonces os he visto,
y mis ojos están, hasta ahora llenos de orgullo
porque os vi a través de la mañana de niebla llegar a la frente pura
de Castilla silenciosos y firmes como campanas antes del alba,
llenos de solemnidad y de ojos azules venir de lejos y lejos, venir de vuestros rincones, de vuestras patrias perdidas, de vuestros sueños
llenos de dulzura quemada y de fusiles a defender la ciudad española en que la libertad acorralada
pudo caer y morir mordida por las bestias.
Hermanos, que desde ahora
vuestra pureza y vuestra fuerza, vuestra historia solemne
sea conocida del niño y del varón, de la mujer y del viejo,
llegue a todos los seres sin esperanza, baje a las minas corroídas por
el aire sulfúrico, suba a las escaleras inhumanas del esclavo,
que todas las estrellas, que todas las espigas de Castilla y del mundo escriban vuestro nombre y vuestra áspera lucha
y vuestra victoria fuerte y terrestre como una encina roja.
Porque habéis hecho renacer con vuestro sacrificio
la fe perdida, el alma ausente, la confianza en la tierra,
y por vuestra abundancia, por vuestra nobleza, por vuestros muertos,
como por un valle de duras rocas de sangre
pasa un inmenso río con palomas de acero y de esperanza.
Me has dado la fraternidad hacia el que no conozco.
Me has agregado la fuerza de todos los que viven.
Me has vuelto a dar la patria como en un nacimiento.
Me has dado la libertad que no tiene el solitario.
Me enseñaste a encender la bondad, como el fuego.
Me diste la rectitud que necesita el árbol.
Me enseñaste a ver la unidad y la diferencia de los hombres.
Me mostraste cómo el dolor de un ser ha muerto en la victoria de todos.
Me enseñaste a dormir en las camas duras de mis hermanos.
Me hiciste construir sobre la realidad como sobre una roca.
Me hiciste adversario del malvado y muro del frenético.
Me has hecho ver la claridad del mundo y la posibilidad de la alegría.
Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo.
Si un silencio se pide despidiendo a los nuestros que vuelven a la tierra, voy a pedir un minuto sonoro, por una vez toda la voz de América, sólo un minuto de profundo canto pido en honor de la Sierra Maestra. Olvidemos los hombres por ahora: honremos entre tantas esta tierra que guardó en su montaña misteriosa
la chispa que ardería en la pradera. Yo celebro las bruscas enramadas, el dormitorio duro de las piedras, la noche de rumores indecisos con la palpitación de las estrellas, el silencio desnudo de los montes, el enigma de un pueblo sin banderas: hasta que todo comenzó a latir y todo se encendió como una hoguera. Bajaron invencibles los barbudos a establecer la paz sobre la tierra y ahora todo es claro pero entonces todo era oscuro en la Sierra Maestra: por eso pido este minuto unánime para cantar esta Canción de Gesta y yo comienzo con estas palabras para que se repitan en América «Abrid los ojos, pueblos ofendidos, en todas partes hay Sierra Maestra».
Yo escribí sobre el tiempo y sobre el agua describí el luto y su metal morado, yo escribí sobre el cielo y la manzana, ahora escribo sobre Stalingrado.
Ya la novia guardó con su pañuelo el rayo de mi amor enamorado, ahora mi corazón está en el suelo,
en el humo y la luz de Stalingrado.
Yo toqué con mis manos la camisa del crepúsculo azul y derrotado: ahora toco el alba de la vida
naciendo con el sol de Stalingrado.
Yo sé que el viejo joven transitorio de pluma, como un cisne encuadernado, desencuaderna su dolor notorio
por mi grito de amor a Stalingrado.
Yo pongo el alma mía donde quiero. Y no me nutro de papel cansado, adobado de tinta y de tintero.
Nací para cantar a Stalingrado.
Mi voz estuvo con tus grandes muertos contra tus propios muros machacados, mi voz sonó como campana y viento mirándote morir, Stalingrado.
Ahora americanos combatientes blancos y oscuros como los granados, matan en el desierto a la serpiente. Ya no estás sola, Stalingrado.
Francia vuelve a las viejas barricadas con pabellón de furia enarbolado sobre las lágrimas recién secadas.
Ya no estás sola, Stalingrado.
Y los grandes leones de Inglaterra volando sobre el mar huracanado clavan las garras en la parda tierra. Ya no estás sola, Stalingrado.
Hoy bajo tus montañas de escarmiento no sólo están los tuyos enterrados: temblando está la carne de los muertos que tocaron tu frente, Stalingrado.
Desechas van las invasoras manos, triturados los ojos del soldado, están llenos de sangre los zapatos
que pisaron tu puerta, Stalingrado.
Tu acero azul de orgullo construido, tu pelo de planetas coronados, tu baluarte de panes divididos,
tu frontera sombría, Stalingrado.
Las águilas ardientes de tus piedras, los metales por tu alma amamantados, los adioses de lágrimas inmensas
y las olas de amor, Stalingrado.
Los huesos de asesinos malheridos, los invasores párpados cerrados, y los conquistadores fugitivos
detrás de tu centella, Stalingrado.
Los que humillaron la curva del Arco y las aguas del Sena han taladrado
con el consentimiento del esclavo, se detuvieron en Stalingrado.
Los que Praga la Bella sobre lágrimas, sobre lo enmudecido y traicionado; pasaron pisoteando sus heridas, murieron en Stalingrado.
Los que en la gruta griega han escupido, la estalactita de cristal truncado y su clásico azul enrarecido,
ahora dónde están, Stalingrado?
Los que España quemaron y rompieron dejando el corazón encadenado de esa madre de encinos y guerreros,
se pudren a tus pies, Stalingrado.
Los que en Holanda, tulipanes y agua salpicaron de lodo ensangrentado y esparcieron el látigo y la espada,
ahora duermen en Stalingrado.
Los que en la noche blanca de Noruega con un aullido de chacal soltado quemaron esa helada primavera,
enmudecieron en Stalingrado.
Honor a ti por lo que el aire trae, lo que se ha de cantar y lo cantado, honor para tus madres y tus hijos y tus nietos, Stalingrado.
Honor al combatiente de la bruma, honor al Comisario y al soldado, honor al cielo detrás de tu luna,
honor al sol de Stalingrado.
Tu Patria de martillos y laureles, la sangre sobre tu esplendor nevado, la mirada de Stalin a la nieve
tejida con tu sangre, Stalingrado.
Las condecoraciones que tus muertos han puesto sobre el pecho traspasado de la tierra, y el estremecimiento
de la muerte y la vida, Stalingrado.
La sal profunda que de nuevo traes al corazón del hombre acongojado con la rama de rojos capitanes
salidos de tu sangre, Stalingrado.
La esperanza que rompe en los jardines como la flor del árbol esperado, la página grabada de fusiles,
las letras de la luz, Stalingrado.
La torre que concibes en la altura, los altares de piedra ensangrentados, los defensores de tu edad madura,
los hijos de tu piel, Stalingrado.
Guárdame un trozo de violenta espuma,
guárdame un rifle, guárdame un arado,
y que lo pongan en mi sepultura
con una espiga roja de tu estado,
para que sepan, si hay alguna duda,
que he muerto amándote y que me has amado,
y si no he combatido en tu cintura
dejo en tu honor esta granada oscura,
este canto de amor a Stalingrado.
Américas purísimas, tierras que los océanos guardaron
intactas y purpúreas,
siglos de colmenares silenciosos,
pirámides, vasijas,
ríos de ensangrentadas mariposas,
volcanes amarillos,
y razas de silencio,
formadoras de cántaros,
labradoras de piedras.
Y hoy, Paraguay, turquesa fluvial, rosa enterrada, te convertiste en cárcel. Perú, pecho del mundo, corona de las águilas,
¿existes?
Venezuela, Colombia no se oyen vuestras bocas felices. ¿Dónde ha partido el coro de plata matutina? Sólo los pájaros de antigua vestidura, sólo las cataratas mantienen su diadema. La cárcel ha extendido sus barrotes. En el húmedo reino del fuego y la esmeralda, entre
los ríos paternales, cada día
sube un mandón y con su sable corta hipoteca y remata tu tesoro. Se abre la cacería del hermano.
Suenan tiros perdidos en los puertos.
Llegan de Pennsylvania
los expertos,
los nuevos
conquistadores,
mientras tanto
nuestra sangre
alimenta
las pútridas
plantaciones o minas subterráneas,
los dólares resbalan
y
nuestras locas muchachas
se descaderan aprendiendo el baile
de los orangutanes.
Américas purísimas,
sagrados territorios,
¡qué tristeza!
muere un Machado y un Batista nace.
Permanece un Trujillo.
Tanto espacio
de libertad silvestre,
Américas,
tanta
pureza, agua de océano,
pampas de soledad, vertiginosa geografía
para que se propaguen los minúsculos
negociantes de sangre.
¿Qué pasa?
¿Cómo puede
continuar el silencio
entrecortado
por sanguinarios loros
encaramados en las enramadas
de la codicia panamericana?
Américas heridas
por la más ancha espuma,
por los felices mares
olorosos
a la pimienta de los archipiélagos,
Américas
oscuras,
inclinada
hacia nosotros surge la estrella de los pueblos, nacen héroes, se cubren de victoria otros caminos, existen otra vez viejas naciones, en la luz más radiante se traspasa el otoño, el viento se estremece con las nuevas banderas. Que tu voz y tus hechos, América, se desprendan de tu cintura verde, termine
tu amor encarcelado, restaures el decoro que te dio nacimiento y eleves tus espigas sosteniendo con otros pueblos la irresistible aurora.