Italia, 1908 ࢤ 1950
Con las cañas ha desaparecido también la sombra. Ya el sol, al sesgo,
atraviesa las arcadas y se descarga por agujeros
que serán ventanas. Trabajan algo los albañiles,
mientras dura la mañana. Cada tanto se lamentan
de cuando aquí rumoreaban todavía las cañas
y un caminante acalorado podía echarse en la hierba.
Los muchachos comienzan a llegar con el sol alto. No temen al calor. Los pilares aislados en el cielo son un campo de juego mejor que los árboles o la calle de siempre. Los ladrillos descubiertos se llenan de azul, para cuando las bóvedas
estén cerradas, y para los muchachos es una alegría verse desde el fondo sobre la cabeza los recuadros de cielo. Lástima el sereno, porque un chaparrón de agua allí arriba desde aquellos agujeros gustaría a los muchachos. Sería como lavar la casa.
Ciertamente esta noche —de poder venir— era mejor: el rocío bañaba los ladrillos y, tendidos entre los muros, se veían las estrellas. Quizá podían encender un buen fuego y alguno atacarlos y agarrarse a pedradas. Una piedra de noche es capaz de matar sin un ruido. Además están las culebras que bajan por los muros y que caen como una piedra, sólo que más blandas.
Lo que ocurra de noche allí adentro, sólo lo sabe el viejo
que de mañana se ve descender por las colinas.
Deja brasas de fuego allí dentro y tiene la barba chamuscada
por la llama y ya ha tomado tanta agua, que, como el terreno,
no podría cambiar de color. Hace reír a todos
porque dice que los otros se hacen la casa
con sudor y el duerme allí sin sudar. Pero un viejo
no debería quedarse a noche descubierta.
Se comprende una pareja en un prado: están el hombre y la mujer que se tienen apretados, y después vuelven a casa.
Pero aquel viejo no tiene ya una casa y se mueve con fatiga. Ciertamente algo le sucede allí dentro, porque todavía de mañana murmura para sí.
Al rato los albañiles se echan a la sombra.
Es el momento, en que el sol ha abordado cada cosa y un ladrillo al tocarlo te quema las manos.
Se ha visto ya una culebra sumergirse huyendo
en la charca de cal: es el momento en que el calor
hace enloquecer hasta a las bestias. Se bebe una vez
y se ven las otras colinas todo alrededor, quemadas,
tremolar en el sol. Sólo un tonto
seguiría trabajando y en efecto ese viejo
a esta hora atraviesa las viñas, robando los melones,
También están los muchachos sobre los puentes, subiendo y bajando.
Cierta vez una piedra terminó sobre el cráneo
del patrón y todos detuvieron el trabajo
para llevarlo al torrente y lavarle la cara.
Los trabajos comienzan al alba. Pero nosotros comenzamos poco antes del alba a encontrarnos nosotros mismos en la gente que anda por la calle. Cada uno recuerda que está solo y tiene sueño, al descubrir a los pocos que pasan —cada uno desvaría para sí, sabe bien que en el alba tendrá que abrir los ojos.
Cuando llega la mañana nos encuentra asombrados contemplando el trabajo que ahora comienza. Pero ya no estamos solos y ya nadie tiene sueño y pensamos con calma las ideas del día hasta dar en sonrisas. En el sol que regresa ya estamos convencidos. A veces una idea menos clara —una mueca— nos toma de improviso y volvemos a mirar como antes del sol.
La ciudad clara asiste a trabajos y muecas;
Nada puede alterar la mañana. Todo puede
suceder y nos basta con alzar la cabeza
del trabajo y mirar. Muchachos escapados
que no hacen nada aún caminan por la calle
y hasta hay uno que corre. Las hojas echan sombras
sobre la calle y sólo falta la hierba,
entre las casas que asisten inmóviles. Algunos
en la orilla del río se desnudan al sol.
La ciudad nos permite levantar la cabeza
para pensar en esto, bien sabe que después la inclinamos.
Aquel muchacho desaparecido de mañana, no vuelve. Ha dejado la pala, todavía fría, en el gancho —era el alba— ninguno ha querido seguirlo: se ha arrojado sobre ciertas colinas. Un muchacho de la edad que comienza a desatar maldiciones, no sabe de discursos. Ninguno ha querido seguirlo. Era un alba quemada de febrero, cada tronco color de sangre agrumada. Ninguno sentía en el aire la tibieza futura.
La mañana ha pasado y la fábrica libera a mujeres y obreros. En el bello sol, alguno —retoma el trabajo en media hora— se tiende a comer, hambriento. Pero hay una dulce humedad que muerde la sangre y da estremecimientos verdes a la tierra. Se fuma y se ve que el cielo está sereno, y a lo lejos las colinas son violáceas. Valdría la pena quedarse mucho tiempo por tierra en el sol. Mientras tanto se come. ¿Quién sabe si ha comido aquel muchacho testarudo? Un seco obrero dice que, está bien, el lomo se rompe trabajando, pero comer se come. Y se fuma también. El hombre es como una bestia, no querría hacer nada. Son las bestias quienes sienten el tiempo, y el muchacho lo ha sentido desde el alba. Y hasta hay perros que terminan putrefactos en un foso: la tierra toma todo. ¿Quién sabe si el muchacho no termina dentro de un foso, hambriento? Ha escapado en el alba sin hacer discursos, con cuatro maldiciones, la nariz alta en el aire.
En eso piensan todos esperando el trabajo, como un rebaño desganado.
Me ha llevado a oír su banda. Se sienta en una esquina
y empuña el clarín. Comienza un tumulto infernal.
Fuera, un viento furioso y los golpes, entre los relámpagos,
de la lluvia hacen que la luz se vaya,
cada cinco minutos. En la sombra, las caras
miran dentro asustadas, al tocar de memoria
un bailable. Enérgico, el pobre amigo
los dirige a todos, desde el fondo. Y el clarín se tuerce, rompe el barullo sonoro, se eleva, se desahoga como un alma sola, en un seco silencio.
Estos pobres latones son magullados a menudo: campesinas las manos que aprietan las teclas, y las frentes, tozudas, apenas miran la tierra. Miserable sangre cansada, extenuada por las muchas fatigas, se siente mugir en las noches y el amigo los guía con fatiga, él que tiene manos duras como para alzar una maza, llevar una garlopa, arrancarse la vida.
Tuvo en un tiempo compañeros y sólo tiene treinta años.
Fue de aquellos de después de la guerra, crecidos en el hambre.
Vino también él a Turín, buscándose la vida,
y encontró la injusticia. Aprendió a trabajar
en las fábricas sin una sonrisa. Aprendió a medir
sobre la propia fatiga el hambre de los otros,
y encontró por todas partes injusticia. Intentó darse paz
caminando, soñoliento, las calles infinitas
en la noche, pero vio solamente millares de faroles
lucidísimos, sobre la iniquidad: mujeres roncas, ebrios,
vacilantes fantoches perdidos. Había llegado a Turín
un invierno, entre relámpagos de fábricas y escorias de humo;
y sabía qué era el trabajo. Aceptaba el trabajo
como un duro destino del hombre. Pero que todos los hombres
lo aceptasen y en el mundo habría justicia.
Pero se hizo compañeros. Aguantaba las largas palabras
y debía escuchar, esperando el final.
Se hizo compañeros. Cada casa tenía familias.
La ciudad estaba toda cercada por ellos. Y el rostro del mundo
estaba todo cubierto por ellos. Sentían dentro suyo
tanta desesperación como para vencer al mundo.
Suena seco esta noche, a pesar de la banda
que se ha instruido uno a uno. No piensa en el barullo
de la lluvia y en la luz. El rostro severo
mira atento un dolor, mordiendo el clarín.
Esos ojos los he visto una noche, en que solos,
con el hermano, diez años más triste que él
velábamos a una luz deficiente. El hermano estudiaba
sobre un inútil torno construido por él.
Y mi pobre amigo acusaba al destino
que los tiene clavados a la garlopa y a la maza
para nutrir dos viejos, no solicitados.
De repente gritó
que no era el destino si el mundo sufría,
si la luz del sol arrancaba blasfemias:
era el hombre, culpable. Al menos poder irse,
hacer el hambre libre, decir que no
a una vida que usa amor y piedad,
la familia, el pedacito de tierra, para atarnos las manos.
A Massimo
El hombre quieto tiene delante colinas en la sombra.
Mientras estas colinas sean de tierra,
los campesinos deberán zaparlas. Las mira y no ve,
como quien aprieta los ojos en prisión bien despierto.
El hombre quieto —que ha estado en prisión— mañana retoma
el trabajo con algunos compañeros. Esta noche está solo.
Las colinas le parecen de lluvia: es el olor remoto que a veces llegaba a prisión en el viento. Alguna vez llovía en la ciudad: abrirse paso con aliento y con sangre hasta la calle libre. La prisión tomaba la lluvia, en prisión la vida no terminaba, a veces se filtraba hasta el sol: los compañeros esperaban y el futuro esperaba.
Ahora está solo. El olor inaudito de tierra
le parece salido de su mismo cuerpo, y recuerdos remotos
—él conoce la tierra— lo constriñen al suelo,
a ese suelo real. No sirve de nada pensar
que los campesinos clavan la zapa en la tierra
como sobre un enemigo y que se odian a muerte
como tantos enemigos. Tienen también una alegría
los campesinos: ese pedazo de tierra roturado.
¿Qué importan los demás? Mañana en el sol
las colinas estarán tendidas, cada uno la suya.
Los compañeros no viven en las colinas nacieron en la ciudad donde en lugar de la hierba hay rieles. A veces lo olvida también él. Pero el olor de tierra que llega a la ciudad no sabe ya de campesinos. Es una larga caricia que hace cerrar los ojos y recordar los compañeros en prisión, en la larga prisión que espera.
Versiones: Rodolfo Alonso