Cuba, 1894 ࢤ 1966
¡El Turquino
y el Cauto...!
¡Los músculos de la eternidad nos engendraron...!
¡Nos engendró la fuerza de lo más hondo y lo más alto...!
La montaña nos dio su corazón tremendo:
¡brava raíz de excelsitud y de infinito...!
¡No tenemos más sangre que la sangre encendida
que es llama en las arterias, siempre en llamas, del río...!
Mientras los otros duermen...
¡nosotros degollamos el sueño con los cuchillos de la madrugada. ¡Y salimos al claro de la muerte...! ¡Siempre saldremos a los claros de la muerte sin que volvamos, hacia atrás, la cara...!
¿Para qué somos hijos de la Sierra Maestra y del Cauto...?
¡Tenemos que morir, antes que nadie; debemos de morir, antes que nadie...! ¡Siempre en lo más hondo...! ¡Siempre en lo más alto...!
¡Si habláis de la vergüenza; si queréis señalar las altas cumbres del decoro... sobre llamas y túmulos y banderas estremecidas tenéis que alzar la voz y dar el nombre puro y hondo! ¡Tenéis que dar la excelsitud de un grito:
¡EL GENERAL ANTONIO!
Para que escuche el monte, y la piedra, y la nube, y los oídos claros, y los oídos obscuros y sordos:
¡EL GENERAL ANTONIO!
Con Mariana y con Marcos,
el Capitán Rondón tuvo armas, y dinero, y caballos, y todo.
¡Se alzaban las primeras amapolas sangrientas de la guerra
entre los rudos filos del resplandor heroico!
El Capitán Rondón dijo después a Marcos:
¿Y cuál de los muchachos me vas a dar ahora...?
Guardó silencio el padre. Un silencio de padre, fuerte y doloroso.
Pero tres de los hijos respondieron por Marcos:
José, Justo y Antonio.
¡El último,
más fuerte y más pronto! ¡El último,
más pronto que los otros! Cuando habléis de la Patria,
del dolor y el denuedo y el largo y cruento batallar sin reposo; y en mil batallas veintisiete heridas cual veintisiete surcos; de las marchas con hambre y del camino áspero y torvo; de la gloria en la herida y la gloria en la sangre, ¡tenéis que hablar del General Antonio!
Con dos balas, se acaba la guerra: dijo Cánovas. ¡Tal vez con una sola para el guerrero epónimo!
Pero aún no la tenían los fusiles de España
y el Pacto del Zanjón no fue Paz, sino tregua y encono.
La bandera —sudario, que alguien dijo, bordado en Camagüey por manos
de mujeres—, ¡la izó en Mantua el machete del General Antonio!
«¡Esto va bien!» exclama, cuando se siente herido en Punta Brava. ¡Es la muerte! Él lo sabe y sonríe victorioso. ¡Ya ni la muerte misma podrá vencerlo! ¡Nada podrá vencer al General Antonio!
Cuando habléis de la Patria,
si queréis señalar las altas cumbres del decoro
en la cumbre del hombre... buscad entre latidos de montaña,
sobre raíz de trueno y palpitar de troncos,
la presencia profunda que nos cerca y nos manda:
¡EL GENERAL ANTONIO!
Era joven y fuerte. Y yo sé que tenía la obsesión de una estrella que fulgía en la sombra de un cielo horripilante. Dicen que estaba loco, porque sólo sabía miraría, y exclamar: ¡Adelante...! ¡Adelante...!
En la mazmorra fúnebre donde fue sepultado en una noche horrenda, y allí martirizado por la guardia feroz y repugnante, se levantó del suelo ensangrentado para exclamar tan sólo: ¡Adelante...! ¡Adelante...!
Perseguido en la tierra y en el mar perseguido, él, que sólo quería que en un cielo encendido irradiara su estrella deslumbrante sólo exclamó al sentirse, ya mortalmente herido: ¡Adelante...! ¡Adelante...!
Aunque nada en las sombras se despierte sobre la llama inerte, siempre se escuchará su clamor delirante sobre los propios hierros de la muerte: ¡Adelante...! ¡Adelante!
Julio, 1953
Deja que los muertos entierren a sus muertos
Es Santiago de Cuba! No os asombréis de nada!
Por allí anda la madre de los héroes! Por allí anda Mariana! Estaréis ciegos
si no veis ni sentís su firme y profunda mirada...! Estaréis sordos si no escucháis sus pasos; si no oís su tremenda palabra!
«¡Fuera. Fuera de aquí! ¡No aguanto lágrimas!»
Así exclamó aquel día, junto al cuerpo de Antonio —¡de Antonio, nada menos, que sangraba herido mortalmente!— cuando todas
las mujeres allí gemían y lloraban...!
«¡Fuera. Fuera de aquí! ¡No aguanto lágrimas!».
Es Santiago de Cuba! No os asombréis de nada!
Allí las madres brillan como estrellas heridas y enlutadas. Recogieron el cuerpo de sus hijos derribados por balas mercenarias, y, después, en la llama del entierro, iban cantando el himno de la Patria.
También lo iba cantando, junto a ellas, el corazón, sin sueño, de Mariana...!
«¡Fuera. Fuera de aquí! ¡No aguanto lágrimas!».
Hay muertos que, aunque muertos, no están en sus entierros; hay muertos que no caben en las tumbas cerradas y las rompen, y salen, con los cuchillos de sus huesos, para seguir guerreando en la batalla...!
Únicamente entierran los muertos a sus muertos! Pero jamás los entierra la Patria! La Patria viva, eterna,
no entierra nunca a sus propias entrañas...!
Es Santiago de Cuba! No os asombréis de nada!
Los ojos de las madres están secos como ríos sin agua!
Están secos los ojos de todas las mujeres! Son fuentes por la cólera agostadas que están oyendo el grito heroico de Mariana:
«¡Fuera. Fuera de aquí! ¡No aguanto lágrimas!».
¡Venid! ¡Venid, clarines! ¡Venid, ¡Venid, campanas!
¡Venid, lirios del fuego, a saludar las rosas de vuestras propias llamas!
Agosto, 1957
Las azadas rendidas,
doblegadas bajo el castigo de un costra negra y milenaria,
despertarán golpeadas por el rencor que sube de los troncos enloquecidos
para levantarse sobre la línea cuajada de las pavuras.
Después, la chispa fiera encenderá los surcos, y habrá una clara risa de simientes en los senos radiantes, alimentados en el torbellino de la sangre con abono de vísceras castigadas,
con abono de vísceras recolectadas delante de un enarbolamiento de alaridos.
Las azadas serán antorchas...!
Y regresarán arrastrando su filo rudo por la tierra, sobre cuya piel resonarán los pasos de una luz asfixiada que se agarró al corazón conturbado y roto de la vida
para oscurecer el resplandor de los latidos insurrectos anudándolos a la muerte.
Las azadas serán antorchas...! Las azadas serán antorchas...!
Y las criptas sedientas, en donde estaban encarcelados los caminos maravillosos y cuyas fauces abrió la claridad tenebrosa de los días bastardos,
aventarán al polvo brillante de los cielos las ruinas de las auroras destruidas
y los escombros de las primaveras mutiladas.
En las rompientes aturdidas donde las nubes guerrean y cantan;
en los regazos tibios y transparentes donde duermen las rosas;
en la residencia desolada de los gusanos
y en los rincones ásperos de las tormentas aguerridas;
en la marejada fúnebre cosida de naufragios
y en el desfiladero enronquecido de las osamentas;
cerca de la luz,
y sobre la luz;
cerca de la sombra,
y sobre la sombra,
en dondequiera que se estremezcan los renuevos del alba fragante; en dondequiera que se rompan y se hundan los himnos decrépitos, se escuchará el canto, joven y potente,
firme y redentor de las antorchas.
El color de la tierra será un color de azadas...! El olor de la tierra será un olor de azadas...! El pulso de la tierra será un pulso de azadas...!
Entonces,
los niños, serán niños; los hombres, serán hombres.
El niño negro y el niño blanco saltarán sobre la alegría de los caminos resucitados
y hundirán sus manos en los manantiales animados de estrellas, mientras corren entre los lirios del canto redimido.
Podrán reír...! Podrán cantar...! Podrán vivir...!
Dios no estará en el cielo...! Dios no estará en la tierra...! Dios no estará en el mar...! Dios habrá muerto...!
Frente a la montaña entenebrada donde rompió sus nervios el relámpago rojo; sobre los tremendos muros donde un coro de sangres guerreó con los sepulcros;
encima de las nubes corpulentas que nutren la cólera del trueno, se alzará la presencia del hombre como la presencia de la vida y de la luz.
Sus brazos romperán las madrigueras encapotadas del crimen, y las entrañas de la noche pasarán por el filo de los caminos vengadores. La sangre de Dios ya estará pudriéndose en las cavernas atormentadas, en el pozo de espanto de donde lo sacaron los dedos de la sombra...!
Dios, verdugo de auroras, crespón de simas, cáliz de tinieblas,
no será en las vertientes deslumbradas del día que renazca... ni siquiera las cuatro letras de su nombre...!
Hijo mío:
en el fragor de esta caída de banderas;
en el asalto erguido que en las cumbres heridas construye trágicos festines;
en el alud de llamas que corre aplastando cordilleras sañudas; en los horrendos túmulos que abandona la noche despedazada, se harán carbones fríos los huesos vacilantes del mundo
y sucumbirán las llagas que conduce la carne de tus hermanos oprimidos...!
Hijo mío:
Sé tú de los primeros en echar a guerrear las quemaduras de tu frente,
en echar a guerrear tu pecho para que la tierra se levante;
sé tú de los primeros en afilar la boca para derribar las espesuras intactas
de la sombra; en socavar el corazón de las tinieblas, en romper las vértebras sacralizadas del horror y en golpear, con tus brazos, el duro silencio del monte; sé tú de los primeros en precipitar la sangre de Dios al laberinto de la». tumbas;
sé tú de los primeros en morir para que nazca el hombre...!