Rumania, 1880 ࢤ 1967
En la puerta de la eternidad, al acecho, como una gata, olfateándote, estuve escondida durante siglos. En los negros arcoiris de las noches te esperé. Tu surgir de la nada se realizó muy lentamente. Incorporaste los hombros, te apoyaste en los codos y comprobaste que no era posible sostenerte en la cintura.
Intentaste girar lentamente sobre las caderas pero el esfuerzo grande te hizo caer. Y rodaste sobre las piedras como la serpiente herida. Pero a pesar de caer una y otra vez, tu fe no te abandonó.
No podré olvidar nunca la lucha que sostuviste contigo
ni la vasta llanura tendida entre círculos de horizontes.
En medio de ella estaba el hombre atado
luchando en la gran soledad, cuerpo a cuerpo con su sombra.
El mismo silencio contenía su aliento esperando la decisión de la lucha entre la tierra y tu esfuerzo. Un solo segundo, un instante en medio de la eternidad, decidiría si el sonido sería claro o rajado. La victoria, si la suerte no la roba y la oculta, depende por completo de un fragmento de segundo. Pero vedlo, caído en la batalla se levanta de nuevo como si luchase pecho a pecho contra el cielo. Se le revuelve la bilis en lo hondo de las entrañas y con renovadas fuerzas rompe las cadenas, se pliega y protegiéndose el pecho y los riñones con la mano cae vencido de nuevo con las rodillas abiertas. Así se asciende y tal es el precio que se paga con penas, sufrimientos y glorias humanamente.
Versión: Félix Pita Rodríguez
¿Por qué estar triste? Si es bello el tardío otoño,
cada balcón es una nupcial cesta de flores
y la ventana se me llena
de la hiedra enredada con venas de glicina
y en hilos las derrama y me las deja
cuando se queda el sol a hospedarse en mi casa.
Una frescura nueva se sonríe y renace, frescura de bautismo, de boda y castidad.
¿Por qué estar triste? Paz cariñosa me lleva como una barca sobre la silenciosa luz. Hasta en los libros una sonrisa me acaricia. Vidas nuevas palpitan fuerte en cansados huesos. Veo descender hojas y hojas, lentamente, herrumbrosas de escarcha, plateadas por la luna.
Oigo aún el arrullo que hace un amor lloroso que está entre las palomas de pie sobre mi techo.
Por la noche cosecho centelleantes luceros con una inmensa cola de pavorreal abierta. Duerme la soledad acostada a mi lado. Y a veces me pregunta, despierta por el sueño: —¿Aún estás aquí encerrado conmigo?— Yo soy audaz con ella, que no siente vergüenza y huye del mundo para esconderse en mi casa.
¿Por qué estar triste? ¿Acaso no doy forma mejor, con quejas de violín, al jarro de la tierra? ¿Y la casa no está sobre Trotus erguida, entre bosques? ¿Por qué estar triste? Y sin embargo...
Versión: Francisco de Oraá
Construida con estacas en la mitad del llano,
recibe una ambulancia a los heridos,
que llevan en camilla como un montón de trapos
empapados de sangre oscura, y retorcidos.
Son dos mil entre otras multitudes de hermanos
y en pleno campo el tórrido calor es un castigo.
Rotos, acribillados a balazos, deformes,
sin mentón, sin mandíbula, sin hombros, se lamentan.
Uno cerca del otro están contra la tierra, y así, como al azar, los apartan tres médicos. Los que no tienen brazo pueden quedarse aún. Se llevan sólo a aquellos mutilados a medias.
En cubetas, del río que está hirviendo, les traen un agua de lejía: las bocas tienen sed.
Antes de ser llevados hacia los hospitales, las lentas agonías les esperan.
Una nube de moscas, cubriendo a los heridos, imposibilitados de poder defenderse, se los va devorando trozo a trozo y les chupa el absceso de los ojos hinchados.
A lo lejos los cuervos ya saben la noticia y sobre el campamento descienden en bandadas. Helos ya encarnizándose en lucha con los ciegos, arrancando sus picos los vendajes sangrantes.
Versión; Rafael Alberti y María Teresa León