Portugal, 1850 ࢤ 1923

Rota su túnica a pedazos la Patria agonizando está. Mocedad, dale tus abrazos, bésala y álzala en tus brazos, ¡no morirá!

Con siete lanzas los traidores la traspasaron, vedla allá... Mocedad, unge sus dolores háblale y cúbrela de flores, ¡no morirá!

Turba de esclavos libertina, no oyen los gritos que ella da... ¡Oh, mocedad, loca heroína! ¡Besa su espada diamantina!, ¡no morirá!

Ya desfallece, tiembla, llora, vacila, cae... ha muerto ya... ¡No, Mocedad renovadora!, ¡dale tu sangre ebria de aurora!,

¡no morirá! Tus propias venas atropella, dale tu sangre: ¡es hora ya! ¡Oh, Mocedad heroica y bella! ¡Muere cantando!... ¡Muere!... ¡Y ella revivirá!

8 de diciembre de 1890

A Fialho d'Almeida

Yace el rey impedido y moribundo en el castillo lóbrego y silente; turba el grave mutismo el mar profundo... La reina llora inconsolablemente...

—Papagayo real, ¿qué hay por la plaza? —El príncipe Simón que va de caza.

Los bronces doblan por el rey que ha muerto... ¡Muerte tremenda, pavoroso horror! Lloran las almas, en un gesto yerto, lágrimas de amargura y de dolor...

—Papagayo real, ¿qué hay por la plaza? —Es el rey don Simón que va de caza.

El extranjero audaz escupe afrentas en el sagrado de las patrias ruinas... Se crispan unas manos violentas, llenan los pechos furias leoninas...

—Papagayo real, ¿qué hay por la plaza? —Es el rey don Simón que va de caza.

¡Muerta la libertad, la patria muerta! ¡Noche sin luz en páramos desiertos! ¡El extranjero ríe a nuestra puerta! ¡La infamia guarda el polvo de los muertos!

—Papagayo real... ¿qué hay por la plaza? —Es el rey don Simón que va de caza.

¡Tiros!... La lucha y el clamor no cesa... Pasa la multitud en rebelión... ¡Resuena en el clarín la Marsellesa! Un trono estalla en súbita explosión...

—Papagayo real... ¿qué hay por la plaza? —¡Es alguien, alguien, que ha salido a caza del cazador Simón!

Vianna do Castelho, 8 de abril de 1890

Completa está la obra. La máquina ya alienta dando en ondas al aire su hálito singular; pero antes de arrancar dan al párroco cuenta, que es preciso que un cura la venga a bautizar.

Como ella es, de seguro, producto de Caín, hija de la razón y de la fuerza humana, échenle en las entrañas un poco de latín, y afírmenla en la fe católico-romana.

Han de existir en ella diabólicos pecados

porque es de cobre y hierro; porque estos dos metales

salen de la cantera sucios y excomulgados,

como los niños de los vientres maternales.

¡Aprisa!, conjuradle los demonios que encierra, ¡extraed la herejía del acero brillante! Como procede de las forjas de Inglaterra, no cabe duda que es un poco protestante.

Para que el monstruo cruce, perdiéndose de vista, como un sueño febril, la domada extensión, necesita un hisopo —y al lado un maquinista— algo de teología —con algo de carbón.

La comunión acerquen a su boca de fiera; predíquenle sermones, enséñenle a rezar y con agua bendita llénenle la caldera, que con agua del cielo tal vez no pueda andar.

(fragmento)

¡Oh cínica Inglaterra, oh beoda imprudente! ¿Qué deben tus colonias a tu gran corazón? La hipocresía, la Biblia y el aguardiente: la mortaja de Cristo les diste largamente partida en taparrabos de punto de algodón.

Vendes amor a metros con tus manos bastardas y vendes a tu Dios sólo atenta a tu fin; ¡de su vieja cruz haces culatas de espingardas, su cuerpo lo conviertes en pólvora y bombardas, su sangre la transformas en aguarrás y gin!

Tus apóstoles van, prostituta insolente, con el fin de salvar a la negra ralea, en busca de los negros de Oriente y Occidente, bautizándolos en Jordanes de aguardiente, mostrándoles tu Dios en tu hostia —¡la guinea!

Tu honra te importa menos que moneda contante,

y tu pudor es como un Matabal en cueros;

ladrón de cuenta abierta, bárbaro traficante

das a los negros, para hacer de ellos corderos,

tu Biblia a cambio de colmillos de elefante.

¡Tu religión, tu Biblia!... Tu Biblia es una agenda

donde en números truecas las virtudes humanas,

y un Dios de compra y venta es el Dios de tu ofrenda:

Cristo resucitado para abrir una tienda

de alcohol, de carbón, de corchos y de panas.

Por las sendas del tiempo —¡oh, milano dañino!—

anda un pueblo a los logros de su estrella polar,

y tú eres el ladrón que le sale al camino,

con las mañas del lobo y el coraje del vino

a exigirle la bolsa para dejarle andar.

Si ves un pobre, al hombro te echas la carabina, si ves un fuerte, callas y esperas que te dé. Ahora pide limosna tu mano, ahora asesina, y es tu orgullo cobarde, Boyardo vil de esquina, un tigre que anda a rastras y un lacayo de pie.

Cuando ya surge, en oros, el arco de la alianza que a los siglos futuros dará entrada triunfal; por donde diez naciones marchando en pos de Francia con palmas en las manos y cantos de esperanza llegarán a la nueva Jerusalén ideal;

cuando rompe la aurora feliz del magno día y nos llama un clarín frenético a lo lejos... Cuando abierta en el cielo la inmensa Profecía, el coloso de hierro y oro, la Tiranía, comienza a vacilar en sus cimientos viejos;

cuando París entona una epopeya homérica con el timbre inmortal de su voz de héroe griego; cuando, como una ráfaga espléndida y quimérica, aquel ciclón de luz que dio la vuelta a América retorna hacia nosotros las dos alas de fuego;

cuando, en fin, de la patria el corazón radiante palpitaba en un claro vaticinio de gloria, a ojos del mundo entero, sin causa, de repente,

brutalísimamente, en plena Europa, en pleno día y en plena historia,

como si fuera noche y en matorral espeso, se estrangula de un pueblo heroico el porvenir;

se roba una nación, como un can roba un hueso, y el sol, viendo esta infamia, no deja de lucir, y ríe, en pleno sol, el bandolero ileso.

¡Y perdona la tierra la rapiña en acecho! ¡Y no sumerge al monstruo la cólera del mar! ¡Y no estalla en rugidos de dolor ningún pecho! ¡Oh quimera, oh tristeza, oh Justicia, oh Derecho! ¿Dónde estás, Providencia... que te quiero insultar?

Las naciones un día, como hienas dementes, tu imperio han de rasgar en feroz convulsión...

Y en el torvo alalí, dando saltos ardientes, con espumas de rabia bañándoles los dientes, ¡te han de dar cada una su tremenda sanción!

Y sola quedarás en tu isla normanda

con tus viejos varones de los tiempos de Arthús; devorará tu pecho como un cáncer, la Irlanda, y en tu carne has de ver, oh meretriz nefanda, que la sangre da lodo y que el oro da pus,

Y como unos brutales monstruos de pesadilla en las tristes entrañas de una nave sin rumbo a la luz que proyecta la tormenta amarilla, sintiendo a cada embate que se parte la quilla, sintiendo que son presa del mar a cada tumbo,

se degüellan, febriles, roncos, dilacerantes, ardiendo las pupilas en brasas infernales, panteras contra hienas, osos contra elefantes, culebras retorciendo los anillos sonantes, búfalos embistiendo leopardos y chacales;

asimismo vosotros, dura raza asesina,

sobre la patria nave que azota el mar rugiendo,

habéis de devoraros en feroz degollina

de la que sólo quede, bajo densa neblina

y entre charcos de sangre, una Gomorra ardiendo.

Y millones, millones de bocas afamadas han de dilacerarte los miembros con furor,

y tu piedra a estallidos, tu carne a puñaladas, han de caer, del mismo látigo ensangrentadas, entre crujir de huesos y blasfemias de horror..

Sobre tu sangre el Támesis desbordará su risa, del cuerpo de tu rey comerá un perro hambrón, tu suelo ha de temblar como una pitonisa y la raez sin ley, sin dios y sin camión ¡rasgará tus entrañas pútridas, Dios Millón!

Bancos, docks, almacenes, prisiones, monumentos, reventarán, ni resto ni rastro ha de quedar... Y al fragor que levanten tus últimos lamentos, responderán —¡ladrando!— las furias de los vientos, responderá —¡escupiendo!— la ironía del mar.

Febrero de 1890

Asalto al cielo - Antología poética
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