Suecia, 1896 ࢤ 1961
A unos 50 metros de altura,
en tejados de hojalata cubiertos de hielo,
se mueven unos hombres.
Con pesadas planchas de zinc
en las manos heladas
afirman sus pies
como gatos ágiles
en las superficies fuertemente inclinadas,
saltan sobre abismos
donde acecha la muerte
disfrazada de vacío
y de fuerza de la gravedad—
ahora van andando por caballetes de un pie de ancho bien erguidos
con una sonrisa en los rostros azules de frío en la roja luz de un sol invernal.
¿Dioses? ¿Artistas de cine? ¿Profetas
que están haciendo nuevos milagros
para biblias modernas?
No: son obreros
que realizan su trabajo habitual
por un modesto salario.
¡Crea, creador!
¡Saca tus herramientas, artista! El mundo espera,
el mundo dormido espera impaciente
a aquel que lo despierte,
a su violento domador.
El mundo espera
la naciente mañana de su alma.
Letargo, podredumbre,
zumbidos de moscardas en la hedionda carne de los cadáveres, vida putrefacta —eso es el mundo,
el mundo de los hombres, el mundo de las imágenes de los hombres. Tu mano dura, artista, tu alma robusta,
el martillo de hierro de tu pensamiento, el abrazo de tu fogosa brutalidad— eso es lo que necesita el mundo, sí, el mundo, esa hembra cachonda, la eternamente insatisfecha.
Por eso: ¡golpea, artista!
No te preocupes de gemidos ni de gritos,
no te preocupes de los arañazos de esa tarasca.
Siempre que nace algo nuevo hay gritos
y los arañazos son simplemente una de las locuras del amor.
Abraza todo con el palpitante ardor de tu corazón,
deja que se yerga la inmensa columna de fuego de tu pasión
y en lo íntimo de tu intimidad, artista:
¡arde!
Porque sólo lo que arde tiene fuego, sólo lo que tiene fuego resplandece. Tus quemaduras —sí, escuecen— pero tú resplandeces. ¡Arde y resplandece!
Quiero lanzar con palabras duras afiladas
en pleno bramido caótico del mundo mi rebeldía juvenil y avanzar a empujones mi odio
con pasión relampagueante y arrancarme del pecho el corazón y arrojarlo a los que ávidamente pasan hambre. Pero todo:
mi rebeldía mi amor y mi odio quiero juntar todo
quiero fundirlo todo en una canción sobre ti de ti por ti para ti tú, vida.
Tú, vida donde las líneas rectas de la grandeza crean cielos y el retorcido hocico de la pequeñez hoza en la basura donde la muerte lame la vagina caliente tras el parto y los gusanos se procrean en los ojos de un muerto tú, cantar de los cantares y barroca prosa donde se introdujo la lucha la lucha siervo-señor
entre
lo que jamás se podrá fusionar:
Donde el bien y el mal rugen en su lucha de vida o muerte
se retuercen y agarran como serpientes
se derriban mutuamente
se muerden se despedazan entre sí
buscando con los dientes las respectivas
gargantas.
I
En el torbellino de la gran ciudad te he encontrado, dios.
Y estabas vendiendo periódicos en una esquina y me miraste
desde el ojo amoratado de una prostituta, y por la noche tú, dios
dormías en bancos y en las orillas de los muelles
y por la mañana salías volando
a ver si pescabas algo comestible
en los cubos de la basura
de las grandes avenidas
antes de que los basureros
llegasen con sus camiones;
hemos pasado juntos muchas miserias,
dios mío—
y nada tienes que ver
con las biblias
de publicanos o filisteos.
10
El dios de los pobres es una enorme cacerola llena de comida plantada en medio de la plaza. No predica nada en absoluto—
es simplemente una cacerola que hierve a borbotones, y entonces todos nos apresuramos para conseguir nuestra ración de la papilla celestial.
Mientras comemos juramos a todo pulmón que por una vez hemos llenado nuestro estómago, y cuando nos alejamos intentamos convencernos mutuamente
de que ésta fue la última vez que se repartía algo semejante para así poder ser cada uno de nosotros los primeros en la cola al día siguiente.
Jamás vi tan hermoso
al dios de los pobres
como en la figura de una florista
menor de edad con carrillos azules
una tarde de invierno
en la Friedrichstrasse de Berlín.
Él tenía aspecto de violeta helada
y me habló
del poder milagroso del sol en medio de aquel frío. Entonces creí en él y desde ese momento seguí sus pasos, abandoné todo
aunque sin derrocharlo completamente,
porque el hombre necesita un cálido rincón,
si no en otra parte
al menos en su pobre corazón—
porque allí vives tú,
dios de los pobres.
Versiones: F. J. Uriz