1832 ࢤ 1885
XXVI — Londres
Por azar, un domingo, él empujó esa puerta, un día en que la ciudad vacía parece muerta; vagaba triste y solo, como hace el proscrito, buscando el sol de Francia en el cielo infinito...
Ciudad muerta, a pesar de sus arrabales negros de usinas, el torrente de la multitud y el grito de las máquinas, a pesar de sus huracanes de oro, de barro y hierro; —¡no se oye un corazón latir en este infierno! No parecen nacidos para el amor o el odio estos ingleses que hacen los niños por docenas, que lanzan sobre el mar los buques a millares y creen tener al mundo bajo sus pies esclavo, ¡pero que no saben lo que es la fantasía, que nunca beberán el viento4 de la poesía! ¡Se matarán una noche de asco y tedio, mas morirán sin haber adorado ni odiado!
Así no estamos hechos nosotros los franceses,
que nos embriaga todo, la fe nos enardece,
que sentimos correr temblores en la piel
junto a una mujer, a la sombra de una bandera,
que pasamos de golpe de la alcoba a la calle,
que la pasión siempre atormenta y mata a menudo.
La abeja de nuestros corazones no sabe dónde alojarse.
Amamos el azar, buscamos el peligro
y queremos ver siempre que una llama ilumina
los ojos de los insurrectos o las miradas femeninas.
Así estaba hecho al menos aquel proscrito...
Él había gastado su juventud en eso,
toda la primavera, la mitad del otoño...
Había tenido la vida, después de todo, alta y buena,
había amado mucho, luchado y sufrido mucho,
guardado su corazón de llama y su salud de hierro,
a su hora había seguido su fantasía,
comido con Lúculo, cenado con Aspasia.
Pero en los días de combate, hasta en los días sin esperanza,
él estaba allí siempre para cumplir su deber.
Los que viven así conservan de esa mezcla
en los ojos y el corazón algo extraño...
Él empujó la puerta... no vio nada más al principio
que algunos alegres dibujos y molduras de oro,
cortinas que parecían trozos de banderas rojas;
no era levadura y ese olor de pocilga
que llena la taberna donde el granuja sucio y borracho
en los vasos de gin arroja sus últimos centavos.
Un café —como los que brillan y chacharean
en esos grandes bulevares donde los vividores se entretienen
en el París que ríe y galantea y corre,
corre tras el pan, o la gloria, o el amor.
Le llegó un perfume de patria a las narices,
uno de esos frescores que hinchan el pecho
como una reminiscencia de las dueñas de antaño...
¿Por qué pensó pues en el amor al instante?
Acababa de oír a través del silencio
tintinear una voz de oro en una risa de Francia.
Buscó de dónde venían esa risa y esa voz
y vio caer sobre él cálida y dulce a la vez
una mirada que traicionaba un alma de soñadora...
¡Esto place a los mártires de la vida borrascosa!
Todo lo que esconde un sueño, una pena, lo desconocido
hace soñar a un bravo, cavilar a un vencido.
Yo no sé, niña, cuál es tu origen... (tienes algunas veces actitudes de huérfana) pero te veo ganar bravamente tu pan, como tú yo fui pobre y te tiendo la mano. Me gusta tu coraje y amo tu gracia. Has sabido guardar los aires de tu raza, seguir siendo una dama que se saluda al pasar. ¡Una sonrisa, una mirada, de llama, de sangre!— ¡En este mundo de ingleses tú sola eres viviente, tú sola pareces dulce y pareces ardiente!
¿Quién te amará, pues? ¿A quién amarás? Seguramente más de uno se postrará a tus pies, pero, ¿a quién querrás tú hacer la vida dichosa? Alguien te llamaba delante de mí «la Encantadora». «¿A quién aprovechará el encanto?» —añadía—. «No a uno de los que sufren en el exilio. Ella debe creer con los héroes de Versalles que la sangre vencida es de los canallas». Yo no respondí nada y miré hacia ti:
¡Y esto en tus ojos cálidos y dulces no leí!
Para este papel pareces demasiado buena y también demasiado orgullosa, tú tienes por momentos la cabeza demasiado altanera; ¡cuando se tiene esa mirada, no se desprecia a pobres, a valientes, a muertos y a proscritos!
¡Pues bien! Somos de la misma familia, ambos exiliados, yo viejo, tú muchacha... Tú también vives lejos del país natal, tú vives en un mundo insolente y brutal y para el cual nunca tú habías sido hecha con esa tierna risa y tus ojos de poeta. Sí, somos un poco compañeros de desdicha; tú eres, como yo, proscrita y sin felicidad. ¡Oh, no te enfades y perdona si oso, como si se arrojara sangre sobre una rosa, hilvanar a tu nombre un nombre de comunera! —Te he hecho en mi corazón un lugar aparte—. De otro serás la querida o la mujer, yo quiero reservarte un rincón fresco en mi alma allí hacerte un lugar a la sombra, lejos del día, entre la amistad pura y el culpable amor.
No sé qué suerte me reserva la vida,
cuento con volver a ver pronto o tarde la patria,
¡vivir un gran amor, y morir fusilado!
Pero estoy seguro (yo sé cómo estoy hecho)
que lluevan ramilletes o sangre o lágrimas,
en el París en fiesta o el París en armas,
estoy seguro de guardar el conmovedor recuerdo
de este rincón de Inglaterra donde me gustaba venir,
donde he pensado los versos que acabas de leer,
pensando sólo en ti y soñar y sonreír,
donde he pasado alegre algunas horas de exilio,
donde entré —sin saber— una mañana de abril.
Versión (literal): Francisco de Oraá