España, 1910 ࢤ 1942

Carne de yugo, ha nacido más humillado que bello, con el cuello perseguido por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta, a los golpes destinado, de una tierra descontenta y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo de vacas, trae a la vida un alma color de olivo vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza a morir de punta a punta levantando la corteza de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente la vida como una guerra, y a dar fatigosamente en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe, y ya sabe que el sudor es una corona grave de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja masculinamente serio, se unge de lluvia y se alhaja de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte, y a fuerza de sol, bruñido, con una ambición de muerte despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es más raíz, menos criatura,

que escucha bajo sus pies la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde en la tierra lentamente para que la tierra inunde de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento como una grandiosa espina, y su vivir ceniciento resuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos, y devorar un mendrugo, y declarar con los ojos que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho, y su vida en la garganta, y sufro viendo el barbecho tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo menor que un grano de avena? ¿De dónde saldrá el martillo verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón de los hombres jornaleros, que antes de ser hombres son y han sido niños yunteros.

A Pablo de la Torriente, comisario político

«Me quedaré en España, compañero», me dijiste con gesto enamorado.

Y al fin sin tu edificio trotante de guerrero en la hierba de España te has quedado.

Nadie llora a tu lado:

desde el soldado al duro comandante, todos te ven, te cercan y te atienden

con ojos de granito amenazante,

con cejas incendiadas que todo el cielo encienden.

Valentín el volcán, que si llora algún día será con unas lágrimas de hierro, se viste emocionado de alegría para robustecer el río de tu entierro.

Como el yunque que pierde su martillo, Manuel Moral se calla colérico y sencillo.

Y hay muchos capitanes y muchos comisarios quitándote pedazos de metralla, poniéndote trofeos funerarios.

Ya no hablarás de vivos y de muertos, ya disfrutas la muerte del héroe, ya la vida que no te verá en las calles ni en los puertos pasar como una ráfaga garrida.

Pablo de la Torriente, has quedado en España y en mi alma caído:

nunca se pondrá el sol sobre tu frente, heredará tu altura la montaña y tu valor el toro del bramido.

De una forma vestida de preclara has perdido las plumas y los besos, con el sol español puesto en la cara y el de Cuba en los huesos.

Pasad ante el cubano generoso,

hombres de su Brigada,

con el fusil furioso,

las botas iracundas y la mano crispada.

Miradlo sonriendo a los terrones y exigiendo venganza bajo sus dientes mudos a nuestros más floridos batallones y a sus varones como rayos rudos.

Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan. No temáis que se extinga su sangre sin objeto, porque éste es de los muertos que crecen y se agrandan aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.

Dos especies de manos se enfrentan en la vida, brotan del corazón, irrumpen por los brazos, saltan, y desembocan sobre la luz herida a golpes, a zarpazos.

La mano es la herramienta del alma, su mensaje, y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente. Alzad, moved las manos en un gran oleaje, hombres de mi simiente.

Ante la aurora veo surgir las manos puras de los trabajadores terrestres y marinos, como una primavera de alegres dentaduras, de dedos matutinos.

Endurecidamente pobladas de sudores, retumbantes las venas desde las uñas rotas, constelan los espacios de andamios y clamores, relámpagos y gotas.

Conducen herrerías, azadas y telares, muerden metales, montes, raptan hachas, encinas, y construyen, si quieren, hasta en los mismos mares fábricas, pueblos, minas.

Estas sonoras manos oscuras y lucientes, las reviste una piel de invencible corteza, y son inagotables y generosas fuentes de vida y de riqueza.

Como si con los astros el polvo peleara, como si los planetas lucharan con gusanos, la especie de las manos trabajadora y clara lucha contra otras manos.

Feroces y reunidas en un bando sangriento, avanzan al hundirse los cielos vespertinos unas manos de hueso lívido y avariento, paisaje de asesinos.

No han sonado: no cantan. Sus dedos vagan roncos,

mudamente aletean, se ciernen, se propagan. Ni tejieron la pana, ni mecieron los troncos, y blandas de ocio vagan.

Empuñan crucifijos y acaparan tesoros que a nadie corresponden sino a quien los labora, y sus mudos crepúsculos absorben los sonoros caudales de la aurora.

Orgullo de puñales, arma de bombardeos con un cáliz, un crimen y un muerto en cada uña: ejecutoras pálidas de los negros deseos que la avaricia empuña.

¿Quién lavará estas manos fangosas que se extienden al agua y la deshonran, enrojecen y estragan? Nadie lavará manos que en el puñal se encienden

y en el amor se apagan.

Las laboriosas manos de los trabajadores caerán sobre vosotras con dientes y cuchillas. Y las verán cortadas tantos explotadores en sus mismas rodillas.

He poblado tu vientre de amor y sementera, he prolongado el eco de sangre a que respondo y espero sobre el surco como el arado espera: he llegado hasta el fondo.

Morena de altas torres, alta luz y ojos altos, esposa de mi piel, gran trago de mi vida, tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos de cierva concebida.

Ya me parece que eres un cristal delicado, temo que te rompas al más leve tropiezo, y a reforzar tus venas con mi piel de soldado fuera como el cerezo.

Espejo de mi carne, sustento de mis alas, te doy vida en la muerte que me dan y no tomo. Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas, ansiado por el plomo.

Sobre los ataúdes feroces en acecho, sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho hasta en el polvo, esposa.

Cuando junto a los campos de combate te piensa mi frente que no enfría ni aplaca tu figura, te acercas hacia mí como una boca inmensa de hambrienta dentadura.

Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera: aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo, y defiendo tu vientre de pobre que me espera, y defiendo tu hijo.

Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado, envuelto en un clamor de victoria y guitarras, y dejaré a tu puerta mi vida de soldado sin colmillos ni garras.

Es preciso matar para seguir viviendo. Un día iré a la sombra de tu pelo lejano, y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo cosida por tu mano.

Tus piernas implacables al parto van derechas, y tu implacable boca de labios indomables, y ante mi soledad de explosiones y brechas recorres un camino de besos implacables.

Para el hijo será la paz que estoy forjando.

Y al fin en un océano de irremediables huesos tu corazón y el mío naufragarán, quedando una mujer y un hombre gastados por los besos.

Para el muro de un hospital de sangre

I

Por los campos luchados se extienden los heridos.

Y de aquella extensión de cuerpos luchadores salta un trigal de chorros calientes, extendidos en roncos surtidores.

La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo.

Y las heridas suenan, igual que caracolas, cuando hay en las heridas celeridad de vuelo, esencia de las olas.

La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega. La bodega del mar, del vino bravo, estalla allí donde el herido palpitante se anega, y florece y se halla.

Herido estoy, miradme: necesito más vidas. La que contengo es poca para el gran cometido de sangre que quisiera perder por las heridas. Decid quién no fue herido.

Mi vida es una herida de juventud dichosa.

¡Ay de quien no esté herido, de quien jamás se siente

herido por la vida, ni en la vida reposa

herido alegremente!

Si hasta los hospitales se va con alegría, se convierten en huertos de heridas entreabiertas, de adelfos florecidos ante la cirugía de ensangrentadas puertas.

II

Para la libertad sangro, lucho, pervivo. Para la libertad, mis ojos y mis manos, como un árbol carnal, generoso y cautivo, doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas, y entro en los hospitales, y entro en los algodones como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos

de los que han revolcado su estatua por el lodo.

Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos, de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan, ella pondrá dos piedras de futura mirada y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño

reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida. Porque soy como el árbol talado, que retoño: porque aún tengo la vida.

Asalto al cielo - Antología poética
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