Grecia, 1909 ࢤ 1990
El carro se ha parado frente al mar con seis toneles de hierro, rojos. Lleva uno más, de un verde asombroso. El caballo pace en el prado. El carretero bebe en la taberna. El loco de la isla se detiene junto al pequeño muelle, y grita: «Con ese verde os venceré.» Y señala el séptimo tonel, sin que sepa lo que contiene ni de quién es.
En naranja y rosa el sol se ha hundido.
El mar es de un verde azul sombrío.
Lejos, una barca se mece
como un oscilante punto negro.
Alguien se levanta, y grita: «¡Una barca, una barca!»
Los demás, sentados en el café,
se levantan a su vez. Miran.
Sin duda es una barca.
Pero el que gritó,
ahora bajo la mirada furiosa de los otros inclina la cabeza con un aire culpable y murmura: «¡Perdón, os he mentido!»
Trabajó durante toda su vida,
sin reposo, ardiente y exaltado, casi seguro de la inmortalidad,
—la suya, por supuesto, en primer término.
Hasta que una noche
el viento sopla de repente.
La puerta se cierra con estrépito.
Él ve las estatuas caer
y golpearse las narices contra el suelo, y comprende.
Las palabras que él había escrito con tanto celo por años y por años,
se habían endurecido.
Las sentía bajo sus dedos
como la pelambre seca y neutra de una bestia muerta. Sin embargo, continuó su trabajo como de costumbre,
hasta confundir la muerte y la inmortalidad, la embriaguez y el olvido. Pero llegó a poner en claro
lo que es exactamente el trabajo entre la futilidad y el orgullo.
El sonoro vaivén del péndulo
tenía la resonancia de un tambor en la noche,
como si ritmara una marcha de soldados somnolientos
entre dos batallas.
Versiones: Nicolás Guillen.