Brasil, 1902 ࢤ 1987
No he de ser el poeta de un mundo que caduca.
Tampoco cantaré al mundo futuro.
Estoy preso en la vida, veo a mis compañeros.
Taciturnos están pero alimentan enormes esperanzas.
Entre ellos, considero la vasta realidad.
Es tan grande el presente, no nos alejemos.
No nos alejemos mucho, andemos tomados de las manos,
No seré el cantor de una mujer, ni de una historia,
no contaré los suspiros al anochecer, el paisaje visto desde la ventana,
no distribuiré estupefacientes ni cartas de suicida,
no huiré a las islas ni me raptarán serafines.
Mi material es el tiempo, el tiempo presente, los hombres presentes, la vida presente.
No, mi corazón no es mayor que el mundo.
Es mucho más pequeño.
En él ni caben mis dolores.
Por eso me gusta tanto hablar de mí.
Por eso me distribuyo,
por eso me voceo;
por eso frecuento los diarios, me expongo crudamente en las librerías; necesito de todos.
Sí, mi corazón es muy pequeño.
Sólo ahora veo que no caben los hombres en él.
Los hombres están aquí afuera, están en la calle.
La calle es enorme. Mayor, mucho mayor de lo que yo esperaba.
Pero tampoco en ella caben todos los hombres.
La calle es menor que el mundo.
El mundo es grande.
Tú sabes cuán grande es el mundo.
Conoces los navíos que transportan petróleo y libros, carne y algodón.
Viste los diferentes colores de los hombres,
los diferentes dolores en los hombres,
sabes cuán difícil es sufrir todo eso, amontonar todo eso
en un solo pecho de hombre... sin que estalle.
Cierra los ojos y olvida. Escucha el agua en los cristales, tan apacible. No anuncia nada. Entretanto corre por las manos, ¡tan apacible!, va inundándolo todo. ¿Renacerán las ciudades sumergidas? Los hombres sumergidos —¿volverán? Mi corazón lo ignora.
Tonto, ridículo y frágil es mi corazón.
Sólo ahora descubro
cuán triste es ignorar algunas cosas.
(En la soledad del individuo :
desaprendí el lenguaje
con que se comunican los hombres).
En otro tiempo escuché a los ángeles,
las sonatas, los poemas, las confesiones patéticas. .
Nunca escuché la voz de la gente.
En verdad soy muy pobre.
En otro tiempo viajé
por imaginarios países, fáciles de habitar,
islas sin contratiempos, no obstante agotadoras, e incitando al suicidio.
Mis amigos se fueron a las islas.
Las islas pierden al hombre.
Mientras, algunos se salvaron,
trajeron la noticia
de que el mundo, el mundo grande, crece todos los días, entre el fuego y el amor.
Entonces, también mi corazón puede crecer.
Entre el amor y el fuego,
entre la vida y el fuego,
mi corazón crece diez metros y estalla.
—¡Oh, vida futura!, nosotros te crearemos.
No rimaré la palabra sueño
con la inequivalente palabra otoño.7
La rimaré con la palabra carne
o cualquier otra, todas me convienen.
Las palabras no nacen amarradas,
saltan, se besan, se disuelven,
son en el cielo libre a veces un dibujo
son puras, abundantes, auténticas, improstituibles.
Una piedra en medio del camino o apenas un rastro, no interesa. Estos poetas son míos. Con todo orgullo, con toda precisión se incorporaron a mi fatal lado izquierdo. Robo a Vinicius su elegía más límpida. Bebo en Murilo. Que Neruda me dé su llameante corbata. Me pierdo en Apollinaire. Adiós, Mayakovski.
Todos son mis hermanos, no son diarios ni rodar de pantuflas entre camelias: toda mi vida es lo que me jugué.
Estos poemas son míos. Es mi tierra y aun más que ella. Es cualquier hombre al mediodía en cualquier parque. Es el farol en un mesón cualquiera, si aún los hay, —¿Hay muertos? ¿Hay mercados? ¿Hay dolencias? Todo es mío. Ser explosivo, sin fronteras, ¿por qué falsa mezquindad me atormentaría?
Deposítense besos en la cara blanca, en las arrugas iniciales.
El beso es todavía una señal, ahora perdida, de la ausencia de comercio, que flota en tiempos sucios.
Poeta de lo infinito y la materia,
cantor sin piedad, sí, sin lágrimas frágiles,
boca tan seca, pero ardor tan casto.
Darlo todo por la presencia de los que se hallan lejos,
sentir que hay ecos, pocos, pero de cristal,
no apenas roca, peces que circulan
bajo la nave que lleva este mensaje,
y aves de pico largo confiriendo
su derrota, y dos o tres faros,
¡los últimos!, esperanza del mar negro.
Ese viaje es mortal, y comenzarlo.
Saber que hay de todo. Y moverse en el medio
de millones y millones de formas extrañas,
secretas, duras. He aquí mi canto.
Es tan bajo que el oído lo escucha
sólo al nivel del suelo. Pero es tan alto que las piedras lo absorben. Está en la mesa abierta en libros, cartas y remedios. Se infiltró en las paredes. El tranvía, la calle, el uniforme de colegio se transforman, son ondas de cariño que te envuelven.
¿Cómo escapar del objeto minúsculo o rehusar el grande? Los temas pasan, yo sé que pasarán, mas tú resistes, y creces como fuego, como casa, como rocío entre los dedos que en la hierba reposan.
Ahora ya te sigo a todas partes, te deseo y te pido, estoy completo, me destino, me vuelvo tan sublime, tan natural y lleno de secretos, tan firme, tan fiel... Como una lágrima, te atraviesa, poema mío, el pueblo.
Stalingrado...
¡Aún después de Madrid y de Londres, hay grandes ciudades!
No se ha acabado el mundo, porque de entre las ruinas
surgen otros hombres, negro el rostro de pólvora y de polvo,
y el hábito salvaje de la libertad
dilata sus pechos, Stalingrado,
sus pechos que estallan y caen
mientras se elevan otros, vengadores.
Huyó la poesía de los libros, ahora está en los periódicos,
Los telegramas de Moscú repiten a Homero.
Pero Homero es viejo. Los telegramas cantan un mundo nuevo
que en la oscuridad, nosotros, ignorábamos.
Fuimos a hallarlo en ti, ciudad destruida,
en la paz de tus calles muertas pero no resignadas,
tu jadeo de vida, más fuerte que el estruendo de las bombas,
tu fría voluntad de resistir.
Saber que tú resistes.
Que mientras dormimos, comemos y trabajamos, resistes.
Que cuando abrimos el diario en la mañana tu nombre (oro secreto)
firme estará en lo alto de la página. Habrá costado miles de hombres, tanques y aviones, pero valió la pena.
Saber que velas, Stalingrado,
sobre nuestras cabezas, nuestros temores y nuestros confusos pensamientos distantes, da un enorme aliento al alma desesperada y al corazón que duda.
Stalingrado, mísero montón de escombros, ¡pero resplandeciente! Las bellas ciudades del mundo te contemplan con asombro, en silencio. Débiles a la vista de tu poder tremendo,
mezquinas en su esplendor de mármoles intactos e inmaculados ríos, las pobres y prudentes ciudades, alguna vez gloriosas, entregadas sin lucha,
de ti aprenden el ademán de fuego. También ellas pueden esperar.
Stalingrado, cuántas esperanzas:
¡Qué flores, qué cristales y qué músicas nos derrama tu nombre! ¡Cuánta felicidad brota de tus casas! De unas apenas queda la escalera llena de cadáveres; de otras la cañería del gas, la llave, un bacín para niños. No hay ya libros para leer ni teatros funcionando ni trabajo en las fábricas,
todos murieron, se estropearon, los últimos defienden pedazos negros de pared,
pero la vida es prodigiosa en ti y pulula como insectos al sol ¡oh mi loca Stalingrado!
A tal distancia busco, indago, husmeo destrozos sangrientos, palpo las desmembradas formas de tu cuerpo,
camino solitario por tus calles donde hay manos sueltas y relojes rotos,
te siento como una criatura humana y, ¿qué eres tú sino eso, Stalingrado?
Una criatura que no quiere morir y lucha,
contra el cielo, el agua, el metal la criatura lucha,
contra millones de brazos e inventos mecánicos la criatura lucha,
contra el frío, el hambre, la noche, contra la muerte la criatura lucha,
y vence.
¡Las ciudades pueden vencer, Stalingrado!,
pienso en la victoria de las ciudades, que entretanto es apenas una
humareda que sube del Volga. Pienso en el collar de ciudades que se amarán y se defenderán contra todo.
En tu suelo calcinado en que se pudren los cadáveres, la gran Ciudad de mañana erigirá su Orden.
Versiones: David Chericián