Suecia, 1906 ࢤ 1991
La Revolución es el viento en pie. El viento que camina erguido como un hombre.
Un viento tan ancho como todo el país, arremolinado hacia lo alto y verde como la hierba que camina.
Revolución: loba que da su leche. La Naturaleza vencida por su maternidad.
Revolución: pita que florece en un tejado, cabeza de clavo que ha rechazado el óxido.
Revolución: árbol combado que se endereza y lanza a sus pájaros directamente contra el aire.
Revolución: ojo de aguja que ciegan las lágrimas de una viuda y fuego que empieza a arder en mitad de la mesa de la cena.
Revolución: criada que vuelca el orinal en la cabeza del amo y se aleja galopando en su caballo.
Revolución: terremoto que, a medianoche, derrumba el palacio, pero que apenas derrama agua del pozal en la choza del pobre.
La Revolución arranca los árboles que carecen de raíces, pero hace cantar al bosque.
La Revolución transforma las nubes de la ciudad en candentes viviendas para un pueblo desconocido.
La Revolución persigue a las ratas con colas en llamas y a los fugitivos con huevos chafados en los bolsillos, que huyen ante ella.
La Revolución trabaja por la noche a la luz de un soplete mientras la costurera escupe los alfileres que tiene entre los labios.
La Revolución también se sienta junto a la ventana, de noche, con la mano en la barbilla.
Mira por encima del hombro de una persona que está leyendo el periódico bajo un árbol.
Cava en la tierra como si buscase agua.
De pie en las cumbres, mira fijamente todo el país.
Se aposenta, como un pájaro grande, en la copa de un árbol y desafía la fuerza del viento.
Se necesita una enorme opresión para la liberación.
Se necesita una gran calma para que nazca una tormenta.
Se necesita una gran pena para que estalle un júbilo incontenible.
Se necesita una gran alegría virginal para mover una
montaña.
Se necesita una lenta combustión en las cosechas almacenadas para que prenda un incendio.
Se necesita una gran esperanza para contrapesar la muerte.
Se necesita todo eso para una Revolución.
La Revolución es el país en la misma medida que es el pueblo. Inseparables.
El país espera, igual que el pueblo.
El país llora con el pueblo en la melancolía del viento a la caída de la tarde, en el temblor de la hoja solitaria, en la hierba que corre como el agua, en el agua que se ara como la hierba, en la cinta del cielo, en la nube que se para delante del sol.
Hay espera y tristeza en el sendero que desaparece entre los árboles.
Una mancha de arena, en medio de un prado, espera como la palma de una mano extendida.
Las flores abiertas esperan hasta lo imposible. ¡Una vez más en vano!, y suspirando dejan caer sus pétalos.
Un postigo espera en su marco, ya esté abierto o cerrado.
Nubes veteadas de oro se demoran sobre una región que, oscurece, y esperan.
Una vena de agua socava un camino, y espera.
El óxido muerde un puente de hierro, y espera.
El país está ahí, extendido, como una mujer encadenada, sangrando en su carne, y espera.
El país sólo puede esperar y callar con sus labios secos o mirar con ojos de gotas de agua, condenadas a caer una tras otra.
El país sólo tiene un eco como respuesta a todos los gritos.
El país está indefenso como un dios asesinado, disperso, perdido en sus propias distancias. Sólo el pueblo puede levantarlo.
Pero el pueblo no se conoce a sí mismo, no puede comprender sus propios deseos ni oír su propia voz.
El pueblo es agua, gotas que se reúnen y corren, un ciego torrente que martillea, como las olas, contra los diques, o se evapora.
El pueblo es un bosque cuyos árboles no saben que son un bosque, un bosque palpitante bramando entre los horizontes.
El pueblo es también un árbol introvertido, ciego para el sol que da en su copa, ignorante del manantial
que hay junto a sus raíces.
El pueblo es una roca que apunta hacia sus propias tinieblas y devora al relámpago impotente.
El país y el pueblo se buscan mutuamente. ¿Qué abismo los separa?
La Revolución es el puente que une al país con el pueblo.
Es el pueblo en movimiento, con bosques y mares en marcha.
El país va con el pueblo y se eleva por el espacio.
No hay metáforas que expliquen cómo el país y el pueblo se apoyarán mutuamente y caminarán juntos.
Trabajamos allá abajo, en la profundidades, como en una mina. Tenemos los ojos llenos de polvo de carbón. Nuestras manos se aferran al pico y al burdo mango del martillo.
Dadnos un sueño luminoso que nos acompañe como una buena hermana, que esté a nuestro lado en las tinieblas, que nos susurre palabras vivas y que coloque su fresca mano en nuestras frentes.
Dadnos un sueño de un sol que resplandece en la lejanía, de un viento que huele a flores y a tierra mojada tras la lluvia, de árboles altísimos que mecen sus hermosas copas, de hogares felices, de risas de niños cuando se lavan por la mañana y cuando las últimas pelotas bailan bajo las estrellas al atardecer.
Dadnos un sueño luminoso —y nuestras manos seguirán agarrando el pico y el burdo mango del martillo. Trabajamos allá abajo, en las profundidades. Necesitamos un sueño. Luminoso.
Y la hierba caminando por el mundo, el río más ancho y más verde bajo el viento. La hierba siempre en camino,
subiendo las laderas de las montañas, entrando en ciudades que duermen,
cruzando llanuras, sabanas, estepas
donde el centauro jamás ha sido vencido,
donde las distancias redoblan bajo los cascos de los caballos
y la leche fermenta en las tiendas de campaña de fieltro
al resplandor de una luna de ojos oblicuos.
La hierba
aguanta el aguacero con sus miríadas de espaldas y sujeta el suelo con sus innumerables piececillos. La hierba cruza sin temor sus tenues deditos sobre una calavera.
La hierba trabaja infatigablemente y no duda nunca, se abre camino con explosiones o escala los obstáculos y a toda amenaza responde creciendo. La hierba ama al mundo como a sí misma y se siente feliz hasta en los días difíciles. La hierba es un torrente de enraizamiento, viaja sin preparativos,
muestra siempre su multiplicidad, su solidaridad, su unidad. La hierba es el mejor compañero de viaje del hombre y se inclina ante el recuerdo que forma parte del olvido. La hierba prepara la cama para el cuerno del unicornio y para el hacha del indio,
crece en torno al manantial como pestañas protectoras
y dibuja con altos ramilletes oscuros
la silueta de animales muertos por el rayo.
El ratón de campo
hace en la hierba una raya
con el peine de sus estremecimientos:
la hierba sin fronteras
que sirve tanto a la tierra como a los animales, víctima del fuego o del frío que siempre resucita
y que nunca sueña convertirse en dientes o cuchillos: vida como hierba.
La gente del hambre no llegará nunca a ser más que niños a medio crecer.
Tienen el esqueleto flexible como una mimbrera, cubierto apenas por la arpillera de la piel.
Sus pisadas son tan tenues que sus marcas parecen huellas de hojas.
Toda la fuerza parece concentrada en la áspera y negra espesura del cabello.
Avanzan tambaleándose como si estuviesen medio dormidos, nunca están despiertos del todo.
(El hambre es como un humo denso que les impide despertarse y ver claro).
Con sus estómagos hinchados parecen estar todos embarazados: niños sin sexo preñados con nuevos niños.
Una serpiente dibujada en piedra basta para hacerles caer al suelo de rodillas.
Ungen a los dioses, que quizá también pasen hambre, con un poco de saliva alrededor de la boca.
El campo yace encadenado en una oscura red de grietas.
Las cobras atormentadas por la sed son tan mansas como los animales domésticos.
Crujen insomnes bajo la seca hojarasca del árbol del pueblo. El adivino descifra bostezando destinos humanos tan iguales entre sí
como los juncos de una alfombra. Se considera que dormir con una piedra como cabecera proporciona
sueños que resultan ciertos. La dificultad estriba en recordarlos por la mañana.
El río ha caído enfermo y el agua ya no quiere correr. Se ha cubierto de una lámina grisácea como un ojo muerto.
Las serpientes de agua están acostadas sobre las piedras blancas y defienden el lecho del río.
Las jorobas de los bueyes cuelgan como bolsas sin dinero. Las hienas arrancan las mejillas de los niños dormidos.
Por la noche se ve un bosquecillo envuelto en llamas aunque no arde.
Hay un hombre de pie, el oscuro viento hace ondear su blanca cabellera.
Él se ha convertido en un árbol que espera lluvia.
Se entrega al rayo con los pies hundidos en la tierra.
Otro hombre se deja atar a unas piedras para que lo bajen a un pozo.
A los tres días lo sacan del agua, vivo y lozano como un tallo de loto.
Pero no, no ha conseguido influir en las decisiones de los dioses.
La locura libera a algunos del tormento de ser hombres. Sus ojos asemejan los de las fieras y todos se apartan de ellos. Un niño encuentra una pelota de tenis y la esconde: una fruta que quizá madure.
Los excrementos humanos arden mal por mucho que se hayan secado. Caen tijeretas en la fría olla de hierro.
Derramados por el suelo hay unos montoncitos de azafrán como si fuesen
la última siembra de esperanzas. Sin embargo, allí donde todo es una roca de fe no hay ningún motivo de desesperación.