Cuba, 1902 ࢤ 1989

¿Puedes venderme el aire que pasa entre tus dedos

y te golpea la cara y te despeina?

¿Tal vez podrías venderme cinco pesos de viento,

o más, quizás venderme una tormenta?

¿Acaso el aire fino

me venderías, el aire

(no todo) que recorre

en tu jardín corolas y corolas,

en tu jardín para los pájaros,

diez pesos de aire fino?

El aire gira y pasa en una mariposa. Nadie lo tiene, nadie.

¿Puedes venderme cielo,

el cielo azul a veces,

o gris también a veces,

una parcela de tu cielo,

el que compraste, piensas tú, con los árboles

de tu huerto, como quien compra el techo con la casa?

¿Puedes venderme un dólar

de cielo, dos kilómetros

de cielo, un trozo, el que tú puedas,

de tu cielo?

El cielo está en las nubes. Altas las nubes pasan. Nadie las tiene, nadie. ¿Puedes venderme lluvia, el agua que te ha dado tus lágrimas y te moja la lengua? ¿Puedes venderme un dólar de agua de manantial, una nube preñada, crespa y suave como una cordera, o bien agua llovida en la montaña, o el agua de los charcos abandonados a los perros, o una legua de mar, tal vez un lago, cien dólares de lago?

El agua cae, rueda. El agua rueda, pasa. Nadie la tiene, nadie.

¿Puedes venderme tierra, la profunda

noche de las raíces; dientes

de dinosaurios y la cal

dispersa de lejanos esqueletos?

¿Puedes venderme selvas ya sepultadas, aves muertas,

peces de piedra, azufre

de los volcanes, mil millones de años

en espiral subiendo? ¿Puedes

venderme tierra, puedes

venderme tierra, puedes?

La tierra tuya es mía. Todos los pies la pisan. Nadie la tiene, nadie.

¿Sabes tú que la mano poderosa que deshizo un imperio, también era suave como la rosa? La mano poderosa, ¿sabes tú de quién era?

¿Sabes tú que la voz de agua encendida, terrestre impulso en que se ahogó tu dueño, cantó siempre a la vida? De esa voz encendida, ¿sabes tú quién fue dueño?

¿Sabes tú que aquel viento que bramaba como un toro nocturno, también era onda que acariciaba? El viento que bramaba, ¿sabes tú de quién era?

¿Y sabes tú que el sol de rojo manto de duras flechas implacable sueño, secó Nevas de llanto? Del sol de rojo manto, ¿sabes tú quién fue dueño?

Te hablo de Lenin, tempestad y abrigo.

Lenin siembra contigo,

¡oh campesino de arrugado ceño!

Lenin canta contigo,

¡oh cuello puro sin dogal ni dueño!

¡Oh pueblo que venciste a tu enemigo,

Lenin está contigo,

como un dios familiar simple y risueño, día a día en la fábrica y el trigo, uno y diverso universal amigo, de hierro y lirio, de volcán y sueño!

A Eduardo García, miliciano que escribió con su sangre, al morir ametrallado por la aviación yanqui, en abril de 1961, el nombre de Fidel

Cuando con sangre escribe

Fidel este soldado que por la Patria muere,

no digáis miserere:

esa sangre es el símbolo de la Patria que vive.

Cuando su voz en pena

lengua para expresarse parece que no halla,

no digáis que se calla,

pues en la pura lengua de la Patria resuena.

Cuando su cuerpo baja

exánime a la tierra que lo cubre ambiciosa,

no digáis que reposa,

pues por la Patria en pie resplandece y trabaja.

Ya nadie habrá que pueda

parar su corazón unido y repartido.

No digáis que se ha ido:

su sangre numerosa junto a la Patria queda.

Maestro, amigo puro,

verde joven de rostro detenido,

quién te mató el presente

¿cómo matar creyó que iba el futuro?

Fijas están las rosas de tu frente,

tu sangre es más profunda que el olvido.

En la sagrada tumba donde al viento que pasa los lirios dan su aroma, mariposas de sueño hallan su casa; y en la alta serranía

en que se alzó, resplandeció tu escuela, se alza resplandeciente el blanco día y una paloma entre fulgores vuela.

He leído acostado todo un blando domingo. Yo en mi lecho tranquilo, mi suave cabezal, mi cobertor bien limpio, tocando piedra, lodo, sangre, garrapata, sed, orines, asma:

indios callados que no entienden, soldados que no entienden, señores teorizantes que no entienden, obreros, campesinos que no entienden.

Terminas de leer, quedan tus ojos fijos ¿en qué sitio del viento? El libro ardió en mis manos, lo he puesto luego abierto, como una brasa pura, sobre mi pecho. Siento

las últimas palabras subir desde un gran hoyo negro. Inti, Pablito, el Chino y Aniceto. El cinturón del cerco. La radio del ejército mintiendo.

Aquella luna pequeña colgando suspendida a una legua de Higueras y dos de Pucará. Después silencio. No hay más páginas. Esto se pone serio.

Esto se acaba pronto. Termina,

Va a encenderse. Se apaga.

Va a nacer.

Como si San Martín la mano pura a Martí familiar tendido hubiera, como si el Plata vegetal viniera con el Cauto a juntar agua y ternura,

así Guevara, el gaucho de voz dura, brindó a Fidel su sangre guerrillera, y su ancha mano fue más compañera cuando fue nuestra noche más oscura.

Huyó la muerte. De su sombra impura, del puñal, del veneno, de la fiera, sólo el recuerdo bárbaro perdura.

Hecha de dos un alma brilla entera, como si San Martín la mano pura a Martí familiar tendido hubiera.

Chile, ¿será posible que de tu mano pura caiga este golpe seco sobre mi patria altiva, y ante el yanqui doblando la cerviz, de tu viva pasión la llama enfríes y abajes tu estatura?

¿No su voz alzará desde la negra hondura en que yace, tu cobre para estallar arriba? ¿No tu carbón ardiendo, de entraña sensitiva, alumbrará la noche del páramo y la altura?

Así dije, y la voz del minero y del huaso y el trueno del Osorno, del Calbuco la frente y hasta el Mapocho mínimo me salieron al paso.

Gritaron: No confundas la charca y el torrente.

Este homúnculo triste de lamentable ocaso no es Lautaro,

ni sabe lo que Lautaro siente.

El cosmonauta, sin saberlo,

arruina el negocio del mito

de Dios sentado atento y fijo

en un butacón inmenso.

¿Qué se han hecho los Tronos y Potencias?

¿Dónde están los Castigos y Obediencias?

¿Y San Crescencio y San Bitongo?

¿Y San Cirilo Zangandongo?

¿Y el fumazo del incienso?

¿Y la fulígine de la mirra?

¿Y las estrellitas pegadas

al cristal ahumado nocturno?

¿Y los arcángeles y los ángeles,

y los serafines y los querubines,

y las Dominaciones en sus escuadrones,

y las vírgenes,

y todos los demás animales afines?

El cosmonauta sigue su pauta.

Sube sube sube sube sube sube sube sube sube sube sube sube sube.

Deja atrás la última nube. Rompe el último velo. El Cielo. ¿El Cielo? Frío.

El vasto cielo frío.

Hay en efecto un butacón,

pero está vacío.

Al final del largo viaje, Ho Chí Minh suave y despierto. Sobre la albura del traje le arde el corazón abierto.

No trae escolta ni paje. Pasó montaña y desierto: en la blancura del traje, sólo el corazón abierto. No quiso más para el viaje.

Los negros, trabajando junto al vapor. Los árabes, vendiendo, los franceses, paseando y descansando, y el sol, ardiendo.

En el puerto se acuesta el mar. El aire tuesta

las palmeras... Yo grito: ¡Guadalupe!, pero nadie contesta. Parte el vapor, arando

las aguas impasibles con espumoso estruendo.

Allá, quedan los negros trabajando, los árabes vendiendo, los franceses paseando y descansando, y el sol ardiendo...

No sé por qué piensas tú, soldado, que te odio yo, si somos la misma cosa yo, tú,

Tú eres pobre, lo soy yo; soy de abajo, lo eres tú; ¿de dónde has sacado tú, soldado, que te odio yo?

Me duele que a veces tú te olvides de quién soy yo; caramba, si yo soy tú, lo mismo que tú eres yo.

Pero no por eso yo he de malquererte, tú; si somos la misma cosa, yo, tú,

no sé por qué piensas tú, soldado, que te odio yo.

Ya nos veremos yo y tú, juntos en la misma calle, hombro con hombro, tú y yo, sin odios ni yo ni tú, pero sabiendo tú y yo, a dónde vamos yo y tú... ¡No sé por qué piensas tú, soldado, que te odio yo!

Grave, junto a la puerta del yanqui diplomático, vela un soldado el sueño de quien mi ensueño ahoga; ese cangrejo hervido, de pensamiento hepático, dueño de mi esperanza, del palo y de la soga.

Allí, de piedra, inmóvil. Pero el fusil hierático, cuando terco me acerco su rigidez deroga: clávame su monóculo de cíclope automático, me palpa, me sacude, me vuelca, me interroga.

¿Quién eres? ¿A quién buscas? Saco mi voz, y digo: uno a quien el que cuidas, pan y tierra suprime. Ando en pos de un soldado que quiera ser mi amigo.

Ya sabrás algún día por qué tu padre gime, y cómo el mismo brazo que ayer lo hizo mendigo, engorda hoy con la sangre que de tu pecho exprime.

I

Desde la escuela

y aun antes... Desde el alba, cuando apenas era una brizna yo de sueño y llanto,

desde entonces,

me dijeron mi nombre. Un santo y seña para poder hablar con las estrellas. Tú te llamas, te llamarás...

Y luego me entregaron

esto que veis escrito en mi tarjeta, esto que pongo al pie de mis poemas: las trece letras

que llevo a cuestas por la calle,

que siempre van conmigo a todas partes.

¿Es mi nombre, estáis ciertos?

¿Tenéis todas mis señas?

¿Ya conocéis mi sangre navegable,

mi geografía llena de oscuros montes,

de hondos y amargos valles

que no están en los mapas?

¿Acaso visitasteis mis abismos,

mis galerías subterráneas

con grandes piedras húmedas,

islas sobresaliendo en negras charcas

y donde un puro chorro

siento de antiguas aguas

caer desde mi alto corazón

con fresco y hondo estrépito

en un lugar lleno de ardientes árboles,

monos equilibristas

lotos legisladores y culebras?

¿Toda mi piel (debí decir),

toda mi piel viene de aquella estatua

de mármol español? ¿También mi voz de espanto

el duro grito de mi garganta? ¿Vienen de allá

todos mis huesos? ¿Mis raíces y las raíces

de mis raíces y además

estas ramas oscuras movidas por los sueños

y estas flores abiertas en mi frente

y esta savia que amarga mi corteza?

¿Estáis seguros?

¿No hay nada más que eso que habéis escrito,

que eso que habéis sellado

con un sello de cólera?

(¡Oh, debí haber preguntado!).

Y bien, ahora os pregunto:

¿No veis estos tambores en mis ojos? ¿No veis estos tambores tensos y golpeados con dos lágrimas secas? ¿No tengo acaso un abuelo nocturno con una gran marca negra (más negra todavía que la piel), una gran marca hecha de un latigazo? ¿No tengo pues

un abuelo mandinga, congo, dahomeyano?

¿Cómo se llama? ¡Oh, sí, decídmelo!

¿Andrés? ¿Francisco? ¿Amable?

¿Cómo decís Andrés en congo?

¿Cómo habéis dicho siempre

Francisco en dahomeyano?

En mandinga ¿cómo se dice Amable?

¿O no? ¿Eran, pues, otros nombres?

¡El apellido, entonces!

¿Sabéis mi otro apellido, el que me viene

de aquella tierra enorme, el apellido

sangriento y capturado, que pasó sobre el mar

entre cadenas, que pasó entre cadenas sobre el mar?

¡Ah, no podéis recordarlo!

Lo habéis disuelto en tinta inmemorial.

Lo habéis robado a un pobre negro indefenso.

Lo escondisteis, creyendo

que iba a bajar los ojos yo de la vergüenza.

¡Gracias!

¡Os lo agradezco! ¡Gentiles gentes, thank you! Merci

Merci bien!

Merci beaucoup!

Pero no... ¿Podéis creerlo? No.

Yo estoy limpio.

Brilla mi voz como un metal recién pulido. Mirad mi escudo: tiene un baobab, tiene un rinoceronte y una lanza. Yo soy también el nieto, biznieto,

tataranieto de un esclavo. (Que se avergüence el amo). ¿Seré Yelofe? ¿Nicolás Yelofe, acaso? ¿O Nicolás Bakongo? ¿Tal vez Guillén Banguila? ¿O Kumbá?

¿Quizá Guillén Kumbá? ¿O Kongué?

¿Pudiera ser Guillén Kongué?

¡Oh, quién lo sabe!

iQué enigma entre las aguas!

Siento la noche inmensa gravitar sobre profundas bestias, sobre inocentes almas castigadas; pero también sobre voces en punta, que despojan el cielo de sus soles, los más puros,

para condecorar la sangre combatiente.

De algún país ardiente, perforado

por la gran flecha ecuatorial,

sé que vendrán lejanos primos,

remota angustia mía disparada en el viento;

sé que vendrán pedazos de mis venas,

sangre remota mía,

con duro pie aplastando las hierbas asustadas; sé que vendrán hombres de vidas verdes, remota selva mía,

con su dolor abierto en cruz y el pecho rojo en llamas.

Sin conocernos nos reconoceremos en el hambre,

en la tuberculosis y en la sífilis,

en el sudor comprado en bolsa negra,

en los fragmentos de cadenas

adheridos todavía a la piel;

sin conocernos nos reconoceremos

en los ojos cargados de sueños

y hasta en los insultos como piedras

que nos escupen cada día

los cuadrumanos de la tinta y el papel.

¿Qué ha de importar entonces

(¡qué de importar ahora!)

¡ay! mi pequeño nombre

de trece letras blancas?

¿Ni el mandinga, bantú,

yoruba, dahomeyano

nombre del triste abuelo ahogado

en tinta de notario?

¿Qué importa, amigos puros?

¡Oh, sí, puros amigos,

venid a ver mi nombre!

Mi nombre interminable,

hecho de interminables nombres;

el nombre mío, ajeno,

libre y mío, ajeno y vuestro,

ajeno y libre como el aire.

Asalto al cielo - Antología poética
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