LA PRIMERA AUDIENCIA
Septiembre de 99 d. C.
Domus Flavia, Roma
Un escogido grupo de senadores y prohombres de Roma, supervivientes a los últimos tumultos y enfrentamientos contra los pretorianos, se presentó en la escalinata que conducía al Aula Regia de la gran Domus Flavia con el fin de saludar al nuevo emperador de Roma. Plinio había conseguido estar incluido en ese selecto grupo. Su hoja de servicios al Estado era impecable: flamen Divi Augusti [sacerdote del culto al emperador] , decemvir litibus iudicandis [juez], tribuno militar en Siria, sevir equitum Romanorum [oficial de caballería], quaestor imperatoris, tribuno de la plebe, pretor y prefecto del ejército y, por fin, del templo de Saturno. Todos cargos desempeñados con sorprendente honestidad que lo avalaban como merecedor de poder saludar en persona al nuevo emperador del mundo. Y allí llegaba. Plinio vio cómo Marco Ulpio Trajano se aproximaba al palacio imperial andando, habiendo dejado su cuadriga en el foro, para llegar allí a pie sin alardes de poder, de forma serena, humilde, aunque a la vista de su regio caminar, también con decisión y hombría. Le vio ascender por la escalinata rodeado por sus hombres de máxima confianza, escoltado por un buen grupo de veteranos de sus legiones del norte. Detrás venía su esposa Plotina, andando también, sin gran concurso de esclavas a su alrededor.
El nuevo emperador saludaba a todos los que se habían congregado allí para recibirle mirándoles fijamente durante un instante. No daba la mano, pero escuchaba con atención si se le decía algo y asentía o pronunciaba unas breves palabras para pasar al siguiente. A Plinio le llegó el turno de los primeros, justo después de los senadores Lucio Licinio Sura, Celso y Palma, con los que el emperador se había entretenido unos instantes en conversar. Plinio no dijo nada. El emperador le miró detenidamente y asintió como reconocimiento cuando Sura le recitó los diferentes cargos que Plinio había ocupado en su cursus honorum.
—Siempre al servicio del emperador —dijo al fin Cayo Plinio. Trajano le miró con seriedad.
—No, Cayo Plinio —le corrigió Trajano—. Al servicio de Roma. Todos estamos al servicio de Roma —pero sonrió al final de sus palabras y eso relajó a Plinio mientras el emperador proseguía saludando al resto de senadores a medida que ascendía por la escalinata del palacio imperial.
De pronto, Plinio lo vio con nitidez cristalina y recordó las palabras de su tío cuando estuvieron hablando de cómo sabría él si alguna estaba ante un hombre de la talla de Escipión, César o Augusto. Fue el día en el que los pretorianos asesinaron a Galba, por eso se le quedaron grabadas aquellas palabras; fue un día difícil de olvidar: «Si alguna vez tienes la fortuna, sobrino, de estar ante uno de esos hombres, lo sabrás de inmediato, sin que nadie te lo diga. Esas cosas, sobrino, esas cosas… se sienten… se intuyen.» Así se lo dijo. Y llevaba razón: era sólo una intuición, pero fuerte, enérgica, que se abría paso contra cualquier otro recuerdo o razonamiento. Plinio vio al emperador Marco Ulpio Trajano adentrándose en la gran Domus Flavia. Había llegado a pie, había saludado a todos los senadores, uno a uno, y ahora se disponía a gobernar el mundo. Quizá Roma aún tuviera futuro.
El emperador caminaba solo por las entrañas de la gigantesca Domus Flavia. Había guardias apostados alrededor del palacio pero muy pocos en su interior. Quería tiempo para sí mismo. El día había sido agotador. La entrada triunfal había impactado al pueblo por su esplendor y por la fuerza que transmitía a todos. En ese sentido, los objetivos estaban cumplidos. Por otra parte, los dos años asegurando las fronteras del Imperio en el limes del Rin y en las riberas del Danubio le daban cierto sosiego, aunque Trajano sabía que quedaba mucho por hacer. Se había tomado más de un año desde su encuentro con Nigrino antes de acudir a Roma y, si hubiera sido por él, aún seguiría en las fronteras del Rin y del Danubio, pero primero su esposa Plotina, luego Licinio Sura por carta y, al fin, hasta los mismísimos Longino y Quieto, habían insistido en que era improrrogable que fuera hasta Roma para asumir el poder ante el pueblo y el Senado. Y sintió que tenían razón. Una ausencia tan larga empezaría a resultar sospechosa y, una vez más, las conjuras, como tantas otras veces, empezarían a gestarse.
Trajano se encontró sin casi darse cuenta en el peristilo que antecedía a la gran Aula Regia. Se detuvo allí un momento y miró al cielo abierto. Estaba anocheciendo. En un rato cenaría junto a su esposa. Sólo la familia. Una cena tranquila, sin legati ni consejeros. Plotina se había retirado a sus aposentos de palacio después del desfile por las calles de Roma. Estaba cansada, como él. La habitación de Plotina era la que antiguamente ocupaba la anterior emperatriz Domicia Longina. Trajano volvió a caminar y entró en la imponente Aula Regia. Allí sí que había pretorianos, nuevos, seleccionados por Longino y Quieto, provenientes de las legiones del Rin, de lealtad probada. Un pretoriano en cada esquina. Estaba pendiente el asunto de elegir un buen jefe del pretorio. Longino estaba descartado. Su brazo tullido lo invalidaría a los ojos de los orgullosos pretorianos. No, necesitaba un hombre veterano. Quieto era africano. Era una opción, pero Trajano le quería enviar pronto a la frontera del Danubio para que se hiciera cargo de los problemas de aquellas provincias hasta que él mismo se sintiera lo suficientemente seguro para poner en marcha una solución más definitiva. Como temía, habían llegado nuevas noticias sobre un ataque de los dacios comandados por Decébalo. Y sí, tenía pendiente ese asunto de la jefatura del pretorio. Lo mejor era conseguir persuadir al veterano Suburano, el viejo amigo de su padre. Cuando lo mencionó a Nigrino, sólo lo hizo para evitar que éste presionara más a favor de su sobrino, pero con el paso de los días, cada vez que su mente volvía a aquel asunto, la idea de nombrar a Suburano como jefe del pretorio cobraba mayor fuerza. Pero tendría que convencerle. Y no sería fácil. Nadie quería mandar sobre un cuerpo tan violento y rebelde como el de los pretorianos de los últimos años.
Trajano caminó despacio hasta situarse en el centro de la gran sala de audiencias diseñada por Domiciano. Admiró la amplitud de aquel espacio cubierto, las impresionantes estatuas, lo elevado del techo, la fortaleza de las columnas que lo sostenían. Y al fondo, el inmenso trono imperial. Quieto se había quedado en el exterior pero Longino le acompañaba. Marco Ulpio Trajano se acercó despacio. Había que ascender varios peldaños para acceder al trono. El emperador se volvió un instante y puso su mano en el brazo tullido de Longino. Los pretorianos que observaban en silencio no supieron interpretar aquel enigmático gesto. Longino sonrió al emperador, con orgullo, con amistad sincera. Trajano apretó levemente el brazo de su amigo y luego subió cada escalón con la conciencia de que ya no había otro camino para él, para su familia. Era el emperador de Roma. Se sentó con lentitud sobre el gélido mármol imperial. Domiciano ordenaba que dispusieran media docena de cojines para su comodidad, pero Trajano había dado instrucciones precisas para que el Aula Regia quedara exenta de todo tipo de telas, colgantes o cualquier decoración superflua, y los esclavos habían interpretado que los cojines debían de entrar en esa categoría. Trajano se apoyó en el amplio respaldo que emergía por encima de su cabeza. No era un asiento cómodo. ¿Era aquello un mensaje? Sonrió y sacudió la cabeza. ¡Qué lástima que su padre no hubiera vivido para ver todo aquello!
—¡Cómo ha cambiado todo, padre, desde aquella cena en casa del gobernador Galba! —musitó en voz baja.
Longino no oyó nada, pues se había alejado en busca de la puerta al fondo de la gran sala: esperaban a alguien y quería confirmar su llegada. Por su parte, los nuevos pretorianos sólo sintieron que el emperador mascullaba algo entre dientes. Permanecieron firmes en sus posiciones, pero atentos por si su nuevo jefe les ordenaba algo. Trajano, entre tanto, meditaba en silencio. Sí, había muchos asuntos pendientes. La jefatura del pretorio era uno y la frontera del Danubio otro; problemas ambos acuciantes. Pero estaba también Roma: la grandeza y la pobreza de Roma. Nerva había propuesto los alimenta, un sistema mediante el cual se daría de comer a los hambrientos de la ciudad, en especial a los niños. Trajano se acordó entonces de aquel pequeño que luchó a vida o muerte por una manzana en la Subura de Roma. Hacía muchos años de aquello, pero recordaba la conversación con su padre en la que él, entonces sólo un adolescente, prometió que un día, si estaba en su mano, ayudaría a que esos niños de la calle no pasaran hambre. A cambio se les podría adiestrar. Roma necesitaba buenos legionarios, no niños miserables muertos de hambre. ¿Qué habría sido de aquel niño que luchó por la manzana? Muerto. Seguramente estaría muerto hacía ya tiempo. Tenía que conseguir poner en marcha aquel sistema de reparto de comidas. Hablaría con Lucio Licinio Sura de ello y con otros senadores proclives a las reformas. Luego estaba el asunto del abastecimiento de agua en una ciudad que no paraba de crecer o el tema de los cristianos. Un tal Juan, uno de sus mayores líderes, seguía preso en Patmos. ¿Qué hacer con él? ¿Qué hacer con todos los cristianos? Sí, había muchas cuestiones pendientes, muchas…
En ese momento entró Longino por el fondo de la gran sala. Se aproximó al emperador con paso firme cruzando por el centro del Aula Regia hasta detenerse frente a Trajano.
—Ya ha llegado, César —dijo Longino con tono marcial.
El emperador de Roma asintió. Estaba a punto de celebrar su primera audiencia desde el trono imperial. Era algo en lo que había pensado mucho. En principio consideró que sería mejor empezar con las audiencias públicas después de presentarse formalmente ante el Senado, y así iba a ser, pero había algo, alguien, que no debía esperar: una audiencia privada. Se trataba del pasado reciente, no para removerlo, pero sí para cerrarlo bien. Las heridas que no se curan con cuidado luego se infectan. Lo había visto centenares de veces con los legionarios tras el combate. Esto era algo parecido, muy diferente, pero, al mismo tiempo, parecido.
—Dile que pase, Longino… —Calló un momento antes de terminar su orden—. Y sola, quiero verla a solas.
Longino dio media vuelta, miró a cada esquina de la sala, alzó su mano derecha y, al emprender la marcha, los pretorianos le siguieron con rapidez. La gran Aula Regia del palacio imperial quedó sin guardias ni esclavos y en silencio absoluto. Al poco la silueta pequeña de una mujer madura se dibujó en el umbral que daba al peristilo. La pequeña figura empezó a andar en dirección al trono imperial. Trajano la observó con atención. Parecía más pequeña de lo que recordaba, casi insignificante en contraste con las enormes columnas del Aula Regia. Alguien sobre quien pasa la Historia por encima, sin que pueda influir en ella, gobernarla, dirigirla. Y, sin embargo, se había mostrado resistente como pocos a la locura de varios emperadores. La mujer iba vestida con discreción, con una stola fina de lana blanca, sin joyas llamativas. Se detuvo frente al emperador y habló con una voz suave, hermosa, que mantenía en su timbre la intensidad de quien ha sido una muy bella mujer en un pasado no demasiado lejano.
—Ave, César. Te saluda Domicia Longina, a tu servicio.
Marco Ulpio Trajano se quedó atrapado por las facciones aún suaves del rostro de aquella mujer madura. La última vez que la vio, en Alba Longa, hacía siete años. El tiempo la había marcado, y el dolor, pero seguía siendo una mujer atractiva. Sí, Domicia Longina, la esposa del emperador Domiciano, la emperatriz de Roma durante quince años, se mostraba humilde ante él. No había muchos en Roma que añoraran a Domiciano y no parecía probable que se formase ninguna conjura para recuperar la dinastía Flavia. No con Norbano y Casperio ejecutados. Tampoco había descendientes directos de Domiciano, pero una antigua emperatriz, una persona que había estado acostumbrada a convivir con el poder absoluto durante tanto tiempo, era alguien que convenía tener controlada. Trajano no quería sorpresas innecesarias en sus primeros meses en palacio. Por eso había convocado a la antigua emperatriz. A Plotina también le pareció sensato que él hablara con ella pronto y que le ofreciera un pacto de no agresión, de respeto, si era posible. Además… estaba, por encima de todo, la promesa de su padre de proteger a los descendientes del veterano Corbulón, y Domicia Longina era su última hija viva.
—¿Te han tratado bien? —preguntó el emperador.
Domicia le miró y levantó las cejas. Era evidente que no había esperado aquella pregunta.
—Me ha tratado bien todo el mundo desde que Trajano ha llegado a Roma. No tengo queja del Senado, y los pretorianos que se rebelaron contra Nerva y que me consta que alguna vez llegaron a sospechar que yo estuve implicada en el asesinato de mi marido, han sido… —Domicia buscó la palabra con la que terminar aquella frase con tiento experto—… han sido reemplazados. No tengo pues queja alguna que elevar al César.
Había un solium dispuesto frente al emperador y Trajano lo miró y luego miró a la antigua emperatriz. Domicia Longina no estaba cansada, pero había aprendido a no contravenir las insinuaciones de un emperador. Las insinuaciones, las indirectas, no eran lo más peligroso de un emperador, pero era mejor seguirlas. Si había algo de lo que Domicia Longina sabía era de Césares.
Trajano estaba incómodo. En su mente estaba la promesa hecha a su padre en su lecho de muerte de proteger a la hija de Corbulón. Quería cumplirla, pero no sabía bien cómo conseguir que aquella mujer, que tanto había debido de aprender a desconfiar de todo y de todos junto a Domiciano, cambiara ahora y pasara a confiar en él, en un nuevo emperador.
—No tengas miedo de este nuevo César —dijo Trajano con el tono más conciliador que pudo. Para su sorpresa, Domicia Longina respondió con una extraña sonrisa.
—¿Miedo yo? ¿De un César? —Domicia se permitió relajar su espalda en el respaldo del solium—. Un César ordenó la ejecución de mi padre; otro César mató a mi primer marido, al que amaba; he sido esposa de un César y amante de otro; he dado a luz a quien debía haber sido César y lo he visto morir. En mi vida he visto desfilar a muchos Césares, y todos me han hecho sufrir. De una forma u otra, todos me han hecho daño. La mayoría queriendo; algunos sin querer, como mi pobre hijo. ¿Miedo al César? No, no tengo ya miedo a los Césares de Roma. Sin marido, ni amor, ni familia ni hijos siquiera, no me queda ya nada que un César pueda arrebatarme. Así que en ese aspecto, el César puede estar tranquilo: puedo sentir muchas cosas por un emperador de Roma, pero el miedo no es una de ellas. He aprendido que los Césares van y vienen por mi vida. Me hieren y se van, pero ya queda poca carne en mi entumecido cuerpo donde clavar más dagas. No, el César puede estar bien seguro de que no le tengo miedo.
Trajano escuchó aquellas palabras con admiración. Aquella era una mujer mucho más fuerte de lo que cabría pensar. ¿Estuvo realmente implicada en la muerte de Domiciano? ¿Era inteligente dejar libre a alguien que quizá hubiera asesinado o ayudado a asesinar a un César, allí mismo, en ese mismo palacio imperial, entre aquellos muros? ¿Era sensato no investigar más, no intentar averiguar qué pasó exactamente aquel 18 de septiembre en la cámara del emperador y saber dónde estaba en todo momento aquella jornada Domicia Longina? Trajano luchaba en su interior, pero la promesa a su padre pesaba más que cualquier otra consideración, más incluso que el peligro o la amenaza de una traición. Más áun que cualquier asesinato o crimen del pasado reciente.
—Mi padre prometió a tu padre que cuidaría siempre de sus descendientes —respondió Trajano mirándola con intensidad—, y luego yo prometí a mi padre que cumpliría con su promesa. El palacio imperial ha sido tu casa durante muchos años —continuó Trajano, atento a las reacciones de su interlocutora—, y no es mi deseo que deje de serlo. La Domus Flavia es muy grande y tanto mi esposa como yo estaríamos felices de ceder unos aposentos para que residieras aquí todo el tiempo que quieras. Eres augusta y respetada por el pueblo. El palacio es tu sitio.
Domicia Longina lo miró frunciendo el entrecejo. Trajano comprendió que la antigua emperatriz necesitaba una aclaración.
—La damnatio memoriae emitida por el Senado con relación a Domiciano —continuó Trajano— sólo recae sobre la memoria del propio Domiciano y no sobre la emperatriz u otra persona de su familia. El Senado me ha manifestado en repetidas ocasiones que no hay causa alguna abierta contra Domicia Longina, del mismo modo que soy consciente del aprecio que el pueblo ha tenido siempre por ti y el asunto de lo que pasó el 18 de septiembre de hace dos años es algo que está cerrado para mí. Sólo sé que Domiciano murió, que Nerva le reemplazó y que éste me nombró sucesor. El Senado ha ratificado ese nombramiento y las legiones del Imperio, desde el Rin hasta Siria, me han jurado lealtad. Ahora ofrezco a la antigua emperatriz la seguridad de mi protección. A cambio sólo solicito lealtad. No sumisión, sino lealtad.
Domicia Longina sonrió entre conmovida y perpleja.
—El César puede estar tranquilo sobre mi persona y mis sentimientos. No tengo descendencia, la tuve y la perdí. —La anterior emperatriz bajó la voz y miró al suelo, pero al instante levantó de nuevo la vista y encaró con sosiego la mirada firme del emperador—. Y no hay descendencia de mi esposo; él mismo se encargó de que todos se fueran al Hades antes que él. No quiero rebelarme ni luchar ni contra el emperador ni contra nadie y, aunque quisiera, ni tengo ya las energías ni encontraría los recursos ni habría quien secundara a nadie que yo pudiera designar para reemplazar a un César que ha sido bien acogido por el Senado, aclamado por el pueblo y, lo que es más importante, un César respetado por las legiones. Contra eso no hay nada ni que hacer ni que decir. Roma tiene un nuevo emperador. Son otros tiempos. Yo soy el pasado y estoy feliz de serlo. Sólo quiero un poco de paz, un poco de calma, algo de soledad.
Trajano asintió satisfecho.
—Ordenaré entonces que se organice todo para que puedas disponer de aposentos adecuados a tu rango de augusta, que se te mantendrá, y de tantas esclavas como precises a tu servicio en el palacio imperial; comerás en mi compañía cuando lo desees y disfrutarás de toda la tranquilidad que anheles.
Domicia Longina negó levemente con la cabeza.
—No, César, no es eso lo que quiero.
Domicia Longina se levantó de su solium y empezó a andar por la gran Aula Regia al tiempo que hablaba y hablaba en un largo susurro de pensamientos expresados en voz baja, pero perfectamente audibles en el fastuoso silencio de aquella gran sala imperial.
—No, en el palacio, no. Han sido muchos, tantos años entre estas paredes, César… es como si siempre hubiera vivido en ellas y, sin embargo, recuerdo que tuve otra vida, que tuve otros muros, menos gruesos, pero más seguros. Estas paredes, César, estas paredes están malditas. Han muerto tantos entre ellas… tantos… y de muchos más he oído pronunciar su sentencia de muerte entre estas mismas paredes que ahora parecen darnos cobijo. —Domicia seguía moviéndose y caminaba como si sus pies se deslizaran de forma casi mágica sobre el gélido mármol del suelo—. No, otra vez entre estos muros, no, César. He visto a demasiados amigos desaparecer para siempre de mi vida entre estos muros. El palacio imperial, la Domus Flavia, sí, así la llaman todos, la gran imponente y hermosa Domus Flavia —lanzó una lúgubre carcajada que rebotó en el techo y cayó sobre el suelo como si de trozos de vajilla rota se tratara. Se detuvo entonces en el corazón del Aula Regia, se giró y miró fijamente a Marco Ulpio Trajano—; estas paredes, estos muros, este techo, César, todo este palacio sólo es una trampa; todas estas columnas que lo sostienen son sólo una gran trampa, un hechizo mortal que a todos encandila, a todos y, sin embargo, estas paredes sólo han sido capaces de generar horror y sufrimiento jamás conocidos. No, no quiero quedarme más tiempo entre estas paredes, no, César, agradezco el ofrecimiento y agradezco la generosidad del César, pero, si el emperador me lo permite, preferiría buscar un lugar pequeño, fuera de Roma, donde mis cansados huesos vayan envejeciendo poco a poco lejos de las miradas de todo y de todos y donde mi pequeña persona no moleste ni importune a nadie, y mucho menos al César. Eso es lo que quiero, ése es mi sueño, eso es lo que me gustaría, si el César tiene esa extraña virtud que es la generosidad. Si me lo niega el César, acataré lo que se me ordene, como he hecho siempre. Para ser sincera, no espero grandes cosas de ningún César. —Avanzó unos pasos hasta quedar frente a un Trajano que la escuchaba absorto y se arrodilló anté él y humilló su cabeza—. Mi petición es pequeña, gran imperator de todas las legiones de Roma; ¿quiere el César honrar a su padre que a su vez prometió al mío ayudarnos si lo necesitábamos, si ello estaba en vuestras manos? Sólo pido un retiro lejos de la ciudad, en cualquier lugar que el César disponga, lejos de su mirada y de la mirada de todos, un lugar donde mi cuerpo se muera para que así la muerte de mi ánimo y de mi cuerpo vayan parejas de una vez. Sólo pido eso, sólo eso… —A Trajano le pareció que la emperatriz sollozaba mientras seguía repitiendo aquellas palabras—. Sólo pido eso, sólo pido eso…
Trajano se levantó del trono imperial, descendió los escalones del pedestal y se agachó junto a la emperatriz Domicia. Conmovido, puso su mano derecha bajo la pequeña barbilla de la mujer que se postraba a sus pies y la empujó suavemente hacia arriba para ver los ojos inundados de lágrimas de quien tanta maldad había recibido de todos los Césares que le habían precedido.
—Domicia Longina sólo tiene que elegir el lugar —empezó Trajano— y el César, este César, te proporcionará escolta y medios suficientes para que puedas vivir con comodidad alejada de todos. En paz.
Adriano caminaba por uno de los grandes peristilos porticados de la Domus Flavia. Como el resto de familiares del nuevo emperador, intentaba familiarizarse con la grandeza y el esplendor de aquel ciclópeo palacio imperial donde su tío ahora era el poder absoluto. Oyó entonces pisadas a su espalda y se volvió. Un grupo de veteranos de las legiones del Rin escoltaba a Plotina, la nueva emperatriz de Roma, que venía seguida por su sobrina y sus sobrinas nietas. Adriano, respetuoso, se hizo a un lado e inclinó la cabeza.
Pompeya Plotina, esposa de Trajano, observó el gesto de su sobrino y se detuvo un instante. Le parecía incorrecto no intercambiar unas palabras con Adriano que, después de todo, había servido bien a su esposo trayendo antes que nadie la noticia de la muerte de Nerva y del ascenso de Trajano al poder total en Roma.
—¿Tendremos el gusto de contar con tu compañía esta noche, durante la cena, sobrino? —preguntó Plotina. Adriano alzó el rostro para responder.
—Por supuesto, y más aún si así lo desea la augusta Plotina… —y dudó, pero, llevado por la extraña intuición de su ambición sin límite, añadió—; la augusta y hermosa nueva emperatriz de Roma.
Pompeya Plotina sonrió. No dijo nada y reemprendió la marcha. Plotina no era ingenua. Sabía que su persona quizá pudiera tener muchas virtudes, pero estaba segura de que la hermosura nunca fue una de ellas. Y, sin embargo… sin embargo le había gustado tanto que Adriano la llamara hermosa. Años de gélido matrimonio con su esposo la habían conducido a las mieles del máximo poder en Roma, pero siempre en la soledad de unas noches que cada vez se le hacían más largas. Pero ahora era emperatriz de Roma, emperatriz del mundo. ¿Por qué no podía ella ahora permitirse un pequeño alivio, un consuelo, una pasión? Pompeya Plotina avanzó en silencio en dirección a su nueva cámara, seguida de cerca por aquellos legionarios y por sus jóvenes sobrinas nietas.
Vibia Sabina, con sus doce años y su delicada figura de mujer en ciernes, caminaba cerrando el grupo de niñas. Sintió que alguien la miraba con intensidad, pero para cuando se volvió sólo acertó a encontrar la silueta de su primo Adriano alejándose entre las sombras de aquel mar de columnas. Vibia Sabina se sintió, sin saber bien por qué, algo inquieta. Negó con su pequeña cabeza. Sólo tenía ganas de que llegara la cena y de sentarse junto a su tío, el gran Trajano, el emperador de Roma, que tanto la quería. Él la protegería de todo. Siempre.
Adriano se dirigió al Aula Regia, pero los legionarios le detuvieron en la puerta. El emperador estaba hablando con alguien y esperó mirando al suelo. Vibia Sabina era la sobrina nieta favorita del emperador. Aún era una niña, pero pronto dejaría de serlo, muy pronto. Adriano movía su lengua por dentro de la boca, de forma que parecía que estaba comiendo algo. A Adriano, como a su tío, no le gustaban las mujeres, pero estaba convencido de que eran ellas las que podían allanar su camino al poder. Tenía que estar atento a las miradas y jugar bien aquella partida. Alzó la vista y la paseó por los muros de aquel palacio. Sí, sería allí, entre aquellas paredes, donde se decidiría todo.
Domicia Longina se levantó junto con el emperador Trajano y no dijo nada. Se limitó a asentir una vez y a mirar con agradecimiento. Las lágrimas fueron secándose en el silencio que seguía a aquella intensa conversación mientras Domicia observaba cómo Trajano retornaba a su gran trono imperial y se acomodaba en él. La mujer dudó entonces un instante sobre si añadir algo o si salir de la gran Aula Regia sin decir más. Había conseguido tanto que le daba terror decir algo inconveniente y perder todo lo que había obtenido en aquella audiencia, pero había dentro de ella algo que se rebelaba y que le hizo ver, para su sorpresa, que el pálpito de la vida no estaba completamente muerto en su interior, pues si aún tenía ansias de advertir algo a alguien, de avisarle de un grave peligro, era que, en el fondo de su ser, aún le quedaba un ápice, un resquicio de vida útil. Eso la animó, esa sensación le insufló la energía adicional necesaria para dirigirse una vez más, por última vez en su vida, a un César.
—Hay algo… César… —dijo con su voz suave.
Trajano la miró atento alargando la mano derecha con la palma hacia arriba para invitarla a hablar. Ella aceptó aquel gesto y pronunció su aviso con la pasión de quien se sabe en posesión de un gran secreto fruto de la experiencia y la intuición entremezcladas.
—El César no debe dejarse atrapar por estas paredes: cuando dije que este palacio está maldito no lo dije en broma, no era fruto de mi rencor por el sufrimiento vivido en él en un pasado aún demasiado reciente; no, mi esposo, el emperador Domiciano, siempre fue perverso, ahora todos lo dicen, aunque en el pasado eran muy pocos los que lo pensaban y ninguno el que se atrevía a decirlo en voz alta; pero yo viví junto a él cada una de sus perversiones. Domiciano siempre fue vil, pero fue aquí, entre estas paredes, donde se volvió aún más inicuo, más horrible, más fiero con todos. Fue aquí, César, bebiendo, comiendo en las vajillas de bronce de la gran Domus Flavia, su gran obra, saboreando cada plato de los interminables banquetes, escuchando a los ejércitos de aduladores, que luego se tornaban en los delatores más terribles, desfilando siempre ante él en las largas comissationes, entre copa y copa de vino endulzado hasta el límite para satisfacer su paladar corrupto, fue aquí, aquí, donde enloqueció hasta el infinito; fue aquí donde todos nos volvimos locos. Todos perdimos la razón y llenamos todos estos muros, cada esquina, cada recoveco de gritos y llantos. Yo aún oigo los gritos de Flavia Julia, de Domitila, de Petronio, de Partenio y de tantos otros. Aún retumban en mi cabeza, pero son ecos que provienen de estos muros, son gritos atrapados entre estas paredes y se oyen, se oyen si uno afina el oído, César. Por eso, el nuevo emperador no debe dejarse atrapar por estas paredes. Cuanto menos tiempo pase el César en este palacio imperial maldito, mejor para el propio César, para su familia, para todos. Lo siento —bajó la mirada y empezó a caminar hacia atrás disculpándose una y otra vez—; lo siento, César, en mi ánimo no estaba molestar ni indisponer a alguien tan poderoso y tan generoso para con mi humilde persona; lo siento, pero sentía que debía advertir al Imperator Caesar Augustus, que debía advertirle.
Continuó retrocediendo, paso a paso, disculpándose hasta la extenuación, hasta que su pequeña silueta se disolvió entre las sombras del umbral de la puerta de salida. Trajano no dijo nada ni hizo ademán alguno de intentar detener a la antigua emperatriz de Roma. Se limitó a quedarse allí, sentado sobre el majestuoso trono imperial de la gran Aula Regia y mirar a su alrededor. De pronto, aquellas paredes que le habían parecido tan espléndidas hacía tan sólo una hora le devolvían reflejos oscuros de un pasado terrible y de un futuro incierto. Marco Ulpio Trajano, Imperator Caesar Augustus, miró entonces hacia el techo elevado y, sin saber muy bien cómo o por qué, percibió su enorme peso y, por segunda vez en su vida, como el día en que fue a cazar el lince solo en las montañas de Itálica, ahora, allí, una vez más, incluso con más intensidad, con más crueldad que aquella vez, en ese preciso instante, sentado sobre el gran trono imperial de Roma, sintió la mordedura implacable, inmisericorde y descarnada del miedo.