LA GUERRA INVISIBLE

Germania, 84 d. C.

Los legionarios del Rin habían sido reunidos junto a las nuevas empalizadas destrozadas, por enésima vez, por un ataque más de los catos, que no cejaban en su campaña de constante hostigamiento contra la frontera del Imperio. Y es que aquellos germanos se negaban a ceder esos territorios del Rin a las tropas extranjeras venidas del sur.

Dos legiones en perfecta formación junto a una gran ladera. Caía una lluvia fina que lo empapaba todo. Longino y Manió habían seguido con minuciosidad las órdenes de Trajano; no entendían bien a qué venía todo aquello, pero el legatus de las legiones del Rin, el legatus hispano, como le conocían todos los oficiales y gran parte del ejército, había sido preciso:

—Quiero a todos los hombres formados frente a esa ladera, junto a las empalizadas incendiadas, al amanecer. Tengo algo que decirles.

Con los primeros rayos de alba, Marco Ulpio Trajano salió de su tienda. Iba con su uniforme de legatus impecable rematado con un brillante paludamentum. Aún sostenía un cazo de cerámica común con el resto de las gachas de trigo que había comido aquella mañana, fiel a su costumbre: un plato abundante pero sencillo, muy similar a la comida que se le servía a la tropa. Entregó el cuenco vacío a un calo y tomó un vaso con agua que le ofrecía otro esclavo. Echó un trago grande y, saciada su sed, se dirigió hacia el pequeño podio que se había levantado con madera de abeto en medio de la ladera. Era un buen punto para hablar. La colina hacía de caja de resonancia, como si de un teatro griego se tratara, y su voz, emitida con potencia, llegaría a la mayor parte de los hombres allí reunidos.—Todo está según lo que pediste —dijo Longino.

Trajano le puso su mano derecha en el hombro y asintió satisfecho. Acto seguido se encaminó hacia el podio y, con agilidad, se encaramó al mismo. A los soldados les gustaba ver que su líder estaba en buena forma. Trajano miró hacia el mar de legionarios que le observaba atento. Habían combatido bien el día anterior, como en tantos otros días, pero se les veía agotados y con preocupación. Eran ya muchos los enfrentamientos con los catos desde que el emperador se retirara llevándose una de las legiones y otras tropas auxiliares. Los soldados sentían que se necesitaban más fuerzas para contener los crecientes ataques de los bárbaros y Trajano sabía que todos, empezando por Longino y Manió, se preguntaban una y otra vez por qué no pedía más refuerzos al emperador. Había llegado el momento de hacerles ver a sus hombres, oficiales y legionarios, contra qué se estaban enfrentando, en qué guerra estaban metidos hasta el mismísimo cuello.

Todo alrededor del podio era un barrizal. A Trajano le pareció una metáfora adecuada. Miró a los centuriones de las primeras hileras y empezó a hablar proyectando su voz no ya con potencia, sino con garra, con auténtica pasión. Era todo lo que podía ofrecerles.

—¡Legionarios del Rin! ¡Escuchadme, por Júpiter, y escuchadme bien! ¡Legionarios del Rin, estamos en guerra, en una guerra larga y lenta que durará años y que no sé si ganaremos, pero por encima de todo estamos en una guerra invisible! —Calló un momento para ver el efecto de sus palabras sobre aquellos oficiales de primera fila: le miraban atentos. Algo había conseguido, tenía su atención, pero necesitaba más, mucho más—. ¡Legionarios del Rin! ¡Legionarios del Rin! ¡Estamos en guerra porque los catos no van a dejar de atacarnos hasta que sientan que nos han devuelto todos los muertos que les causó el emperador Domiciano en su campaña de hace dos años, no les importan las veces que les detengamos ni las empalizadas que reconstruyamos a lo largo de todo el limes! ¡Ellos volverán a atacar y volverán y volverán y siempre será así! —Miró al cielo—. ¡Porque los germanos son como el agua de esta lluvia incesante que no termina nunca; de igual forma ellos nos atacarán hasta convertirnos en el barro que nos rodea y que lo ensucia todo, que nos ensucia, que nos cubre, que nos engulle cuando trabajamos, cuando reconstruimos las fortificaciones; ese barro que se nos mete entre los dedos de las manos y los pies y se nos pega y que parece que nunca ya podremos quitarnos y que formará parte de nuestra piel para siempre! ¡Así es Germania y así es esta guerra: pegajosa y permanente como el barro que pisamos a diario! ¡Pero además es una guerra que no existe, una guerra que no tiene lugar, porque para el emperador de Roma, para el señor del mundo, esta guerra terminó cuando la legión I Minerva derrotó a los catos aquella tarde hace dos años y los germanos se retiraron! ¡Para el emperador los catos han sido vencidos de forma absoluta y estos cadáveres que veis hoy de vuestros compañeros que cayeron ayer y que tenemos que enterrar esta mañana, estos cadáveres no existen, estas muertes no existen y esos catos que nos atacaron no existen porque están total y absolutamente derrotados! ¡Pero mañana volverán, como lemures, como espectros, regresarán y saldrán de sus bosques y volverán a atacarnos y tendremos que luchar contra esas sombras inexistentes que nos hieren y nos atacan y nos matan con ferocidad sin igual! ¡Y Roma no mirará nunca aquí ni yo diré nada a Roma porque los catos están derrotados, vencidos y exhibidos en un triunfo por las calles de Roma por el emperador Domiciano, de forma que no seré yo quien le diga que siguen aquí, porque eso no es cierto! ¡Esta es, y os lo dije desde el principio, una guerra asquerosa y larga y tremenda y, sobre todo, por encima de todo, una guerra invisible y vuestras heridas son invisibles y vuestras muertes son invisibles y vuestros actos de valor también son invisibles! ¡Nada de todo esto existe a los ojos de Roma!

Calló otro instante para tomar aire; vio el desaliento en los ojos de los que le miraban y comprendió que estaban allí con él, hundidos en aquel maldito barro, confundidos por sus palabras, que podían sonar a un intento de rebelión, sin saber bien qué esperar. Ese era el lugar donde los quería tener, porque cuando uno está más sumido en la confusión sólo busca que alguien le diga lo que tiene que hacer y ese alguien era él. Infló su pecho y les dijo lo que esperaba de todos ellos.

—¡Así que ya lo sabéis: queráis o no estáis en esta maldita guerra invisible, rodeados por un océano de barro y bajo un manto de lluvia perenne, pero os diré una cosa, una sola cosa importante esta mañana: yo estoy con vosotros en este mismo barro, bajo esta misma lluvia y en esta maldita guerra invisible, y sí, todo lo que ocurre aquí no lo sabrá nunca Roma ni quizá nadie jamás, pero os aseguro que hay alguien que sí se fija en vuestras heridas y en vuestras manos encallecidas por el trabajo y el fango y la lluvia, alguien que sí admira vuestro valor cuando lucháis contra esos espectros del bosque, alguien que come lo que vosotros coméis y que bebe lo que vosotros bebéis y que sueña lo mismo que vosotros soñáis! ¡Y ese alguien soy yo, Marco Ulpio Trajano! ¡Marco Ulpio Trajano, legatus augusti del Rin, un legatus hispano, como todos me llamáis y no me importa! ¡Podéis llamarme como queráis siempre que cumpláis mis órdenes! ¡Este legatus os ve y os mira y os observa! ¡Así que tenedlo bien presente! ¡En esta maldita guerra invisible para Roma, vuestros actos son sólo visibles para mí, y yo recompensaré con torquesy falerae y con regalos y dinero a todos cuantos destaquen por su valor en el campo de batalla de esta guerra inexistente; yo alabaré y premiaré vuestros esfuerzos en el trabajo de igual forma que seré implacable con aquellos que desfallezcan o que muestren desánimo! ¡No sé si esta guerra la vamos a ganar o a perder, pero sí sé que mientras yo os vea y os mire y os observe ni uno sólo de vosotros va a ceder un sólo pie de terreno al enemigo! ¡Vamos a reconstruir esas empalizadas y vamos a resistir de nuevo su siguiente ataque y el siguiente y el siguiente y vamos a estar aquí siempre, porque, aunque Roma no nos mire, nosotros vigilamos sus fronteras y por la frontera que nosotros vigilamos no va a pasar ni un solo germano, sea real o inexistente, sea visible o invisible! ¡Por la frontera de las legiones del Rin no pasan ni los espectros, ni las sombras ni los lemures! ¡Lucharemos por Júpiter, por los dioses, por Roma, por ese emperador que no nos ve y por nosotros mismos, por nuestro honor, por nuestro orgullo, por nuestra propia honra! ¡Lucharemos descarnadamente, sin piedad, contra el enemigo inclemente cada día, tantos días como llueva en esta Germania del norte y si llueve todos los días, lucharemos todos los días y si sale el sol, combatiremos bajo el sol, y no desfalleceremos nunca hasta que esos malditos espectros comprendan que no importa cuántos miles de fantasmas reúnan en su ejército: por aquí no pasarán, no pasarán nunca porque las legiones del Rin sólo entienden tres palabras, tres malditas palabras! —Aspiró aire una vez más y levantó los brazos y aulló mirando al cielo nublado henchido de lluvia y viento y furia—: ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!

Y los legionarios, ante los asombrados ojos de Longino y Manió, repitieron sin cesar:

—¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!

Los asesinos del emperador
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