LA RECOMPENSA

Marzo de 98 d.C.

Singidunum [52] era una fortaleza levantada por los romanos en un promontorio elevado allí donde confluían los ríos Sava y Danubio. Durante siglos había sido habitada por diferentes pueblos. Trajano detuvo la legión a mil pasos del campamento y se tomó un tiempo para examinar el estado de la fortificación. Unos decían que el nombre de aquella fortaleza provenía del galo, ya que serían legiones venidas de la Galia con tropas auxiliares galas las que conquistaron la posición al final de un importante asedio. Singi significaba halcón y dunum, vendría de dum, es decir, fortaleza.

—La fortaleza del halcón —dijo Longino en cuanto se situó al lado del emperador. Trajano asintió antes de añadir un comentario.

—No me gusta el estado en que se encuentra. La muralla sur está agrietada en varios puntos y se ve que la empalizada está hecha con madera que se ha podrido desde hace tiempo. El enclave es perfecto para defenderse, pero está mal preservado.

Longino afirmó varias veces antes de responder de forma escueta.

—Sí, César.

—Quiero que se recuperen todas las empalizadas y que se reparen las zonas de muralla lo antes posible, Longino.

—Así se hará, César.

—Bien, vamos allá.

El emperador reemprendió la marcha de nuevo. Podía haber ido a caballo desde Germania, pero había optado, fiel a su costumbre, por marchar a pie con los legionarios durante la parte final del viaje, para dar ejemplo a todos. No quería que pensaran que, recién investido con la púrpura imperial, se había reblandecido. «Singidunum», volvió a pensar Trajano. Había una segunda teoría sobre aquel nombre: muchos estaban convencidos de que venía de los Sings, una tribu tracia que ocupó y dominó la región durante siglos antes de que los escordiscos los desplazaran para luego ser éstos los derrotados definitivamente por las legiones del emperador Augusto, bajo el mando directo de Licinio Craso.

Trajano entró en la fortaleza y no detuvo sus pasos hasta entrar en el praetorium de la ciudad y conocer personalmente al legatus y el resto de oficiales al mando. No hubo felicitaciones por parte del nuevo emperador para el alto mando de Singidunum, pero tampoco una reprimenda exagerada. Se limitó a poner a trabajar a todo el mundo. Trajano sabía que habían pasado semanas desde su última conversación con Adriano en Germania Inferior y que, pese al rodeo que daría, su sobrino no tardaría en llegar acompañado quizá por uno o dos prefectos del pretorio, y quizá algunos pretorianos más. Aunque no lo verbalizara, Trajano quería que aquel campamento recuperara su imponente aspecto del pasado reciente. El legatus de Moesia Superior no era el único culpable del mal estado de la fortaleza, sino que la carencia de víveres, pertrechos y materiales de construcción, por la dejadez de los últimos años de gobierno de Domiciano, había propiciado una incipiente decadencia que Trajano estaba decidido a cortar de raíz. Necesitaba una Moesia Superior e Inferior fuertes para sus planes de futuro.

Dos semanas después

Norbano y Casperio, prefectos del pretorio bajo el emperador Nerva y anteriormente con Domiciano, cabalgaban recios sobre sus caballos. A su lado montaba el sobrino del nuevo emperador y, tras ellos, media docena de los tribunos pretorianos que los habían secundado cuando se rebelaron contra Nerva para vengar la muerte de Domiciano. Tanto Norbano como Casperio estaban razonablemente satisfechos de que, al fin, con la llegada al poder de Trajano, uno de los hispanos que había ascendido en Roma gracias al apoyo de la dinastía Flavia, se fuera a recompensar su larga hoja de excelentes servicios a los Flavios. Casperio le recordaba de Alba Longa, cuando Trajano intervino en favor de Manió Acilio Glabrión y Domiciano le perdonó aquella intrusión: estaba claro que entre los Trajano y los Flavios había algo especial, por eso quería ahora el nuevo emperador recompensarles por vengar el vil asesinato de Domiciano: todo tenía perfecto sentido en la mente de Casperio. Por su parte, Norbano había conocido al nuevo César durante la rebelión de Saturnino: Trajano llegó tarde desde Hispania, pero luego, cuando estuvo presente en Germania, habló con el emperador con la habilidad de quien está dotado para hablar con dioses. Estaba convencido también de que Trajano había lamentado la muerte de Domiciano tanto como ellos.

Ni Norbano ni Casperio, al igual que Adriano y que el resto de pretorianos, se sorprendió de encontrar la fortaleza de Singidunum en perfecto estado, con empalizadas y muros recién levantados y pintados, con centinelas por todas partes y con varias cohortes en el exterior del campamento adiestrándose para el combate en campo abierto.

Adriano, por su parte, lo observaba todo con atención y no podía evitar sentir que la presencia de su tío se había dejado notar ya en aquella ciudad perdida en los confines del Imperio. Estaba molesto porque su tío no les hubiera esperado en Germania, tal y como había dicho, y sabía que tanto Norbano como Casperio también se sintieron algo despreciados por aquel movimiento inesperado del emperador hacia el norte oriental del Imperio, pero no era menos cierto que Moesia estaba en una situación delicada, de modo que Adriano, por el momento, decidió no pensar más en aquello y se limitó a acompañar a los prefectos del pretorio y sus oficiales en el largo viaje por el norte. Ya había visto otras fortalezas en la frontera del Danubio a su paso por las provincias de Raetia, Noricum, Panonia Superior y Panonia Inferior y, de largo, Singidunum, donde su tío se había establecido, era la que presentaba mejor aspecto. Adriano no tenía duda alguna sobre la influencia directa del emperador en esa poderosa imagen que desprendía el enclave hacia el que se aproximaban. Sabía que su tío le había mandado un mensaje al hacerle recorrer toda la fontera norte del Imperio y estaba aprendiendo a fijarse bien en cada detalle.

Una docena de jinetes de la guardia del emperador llegaron junto a la comitiva de Adriano y los prefectos del pretorio.

—El emperador os espera en el praetorium —dijo el decurión al mando quien, tras el saludo de Adriano, Norbano y Casperio, dio media vuelta a su montura y reemprendió un veloz trote en dirección al campamento.

Los recién llegados le imitaron y en poco tiempo estuvieron todos frente al edificio del comandante en jefe de las legiones establecidas en aquella provincia. El decurión desmontó y Adriano, Norbano y Casperio le imitaron. Los jefes del pretorio miraron entonces a los seis tribunos pretorianos que los acompañaban; éstos desmontaron también y les siguieron al interior del praetorium. Nadie se entretuvo en identificarles. Todos pasaron al interior de la gran estancia central de aquel edificio seguros y, en el caso de Norbano, Casperio y sus pretorianos, ansiosos por saber qué recompensa les aguardaba por haber mostrado fidelidad sin par a la dinastía Flavia, la que tanto había ayudado a los Trajano en el pasado.

El nuevo emperador de Roma estaba sentado en un austero solium al fondo de la sala. A su lado permanecían en pie, tal y como esperaba Adriano, Longino y Lucio Quieto, y, unos pasos por detrás, se veía una veintena, quizá más, de legionarios armados que actuaban de escolta del emperador. Una muy nutrida escolta. Adriano concluyó que su tío se había vuelto desconfiado con gran rapidez.

—Ave, César —dijeron con energía Norbano y Casperio Aeliano casi al unísono, adelantándose a un lento Adriano que se limitó a repetir el saludo mientras Norbano ya estaba hablando—. Los prefectos del pretorio saludan al nuevo César.

—Ave, ave, Norbano, prefecto del pretorio —respondió Trajano sin levantarse de su asiento, e, ignorándole, se dirigió a su sobrino—: Siento el largo viaje, Adriano, pero mi presencia en el Danubio se ha hecho necesaria con los últimos ataques de los dacios.

Adriano asintió y su tío, por una vez, se sintió satisfecho de que su siempre intranquilo sobrino mostrara ahora un mínimo de contención al no exhibir enfado alguno; quizá aún se pudiera hacer un buen legatus de aquel muchacho; quizá aún fuera posible.

—Veo que entregaste mi mensaje a los pretorianos. ¿Hiciste lo mismo con el Senado?

—Sí, César —respondió esta vez más rápido Adriano.

—Bien, bien —dijo Trajano asintiendo y mirando al suelo mientras seguía preguntando a su sobrino—: ¿Y todo bien?

—El Senado se manifiesta muy honrado por la confianza del emperador y gobernará la ciudad hasta su llegada. Entienden que el emperador quiera asegurar las fronteras del norte. Son palabras de Lucio Licinio Sura, apoyadas efusivamente por los senadores Celso y Palma, entre otros, César.

Trajano asintió. Con el apoyo de Licinio Sura, la situación en el Senado estaría razonablemnte tranquila. El veterano Verginio Rufo había fallecido el año anterior, poco después de que Nerva le adoptara. Los conservadores no tenían un líder claro y Sura y su círculo podrían controlar la ciudad, al menos, por un tiempo. ¿Celso y Palma? Había oído hablar de ellos; dos senadores en alza que no habían dudado en apostar por él desde el principio. Lo tendría presente. Pero quedaban otros problemas.

—Bien, magnífico. Tenemos un asunto resuelto. Un asunto resuelto —dijo el emperador.

Levantó de nuevo la cabeza y dirigió ahora la mirada hacia Norbano y Casperio, que no podían evitar sentirse maltratados al ser ignorados, especialmente después de un viaje tan largo que, para sus ya algo desgastados huesos, había supuesto una prueba más que notable. Trajano, por fin, se dirigía a ellos.

—Ahora nos queda pendiente el asunto de recompensar a estos valerosos pretorianos. Veo que los prefectos han venido acompañados.

Norbano presentó a sus hombres de forma genérica. No quería perder el protagonismo mencionando sus nombres.

—Estos son seis tribunos pretorianos que nos respaldaron cuando exigimos que se nos entregara a Partenio y a Petronio, y otros conjurados, para ejecutarlos por ser los instigadores del asesinato del emperador Domiciano.

—Perfecto, perfecto —dijo Trajano y se levantó de su solium para pasearse frente a aquellos tribunos mientras seguía hablando—; hombres de vuestra máxima confianza, imagino —dijo y miró a Norbano y a Casperio que asintieron con rotundidad—. Bien, eso está bien, la lealtad es esencial en el ejército y más aún en un campamento tan especial como los castra praetoria. Hombres leales a Norbano y Casperio y Norbano y Casperio leales a Domiciano, ¿no es así? ¿Me equivoco?

—Así es, César —replicó ahora Casperio con orgullo, pues no quería que fuera sólo Norbano el que hablara.

Por otro lado, no podía evitar mirar con cierta envidia el solium sobre el que el emperador volvió a sentarse, aunque el veterano pretoriano no estaba dispuesto a admitir que estaba agotado por el viaje. Además era ya cuestión de instantes recibir la noticia de la recompensa que el emperador iba a anunciarles. Quizá un puesto de gobernador para él y para Norbano o, a lo mejor, una duplicación de la paga extraordinaria que iban a recibir todos los pretorianos como forma de celebrar el ascenso al poder de un nuevo emperador. Si normalmente se recibían unos 3.750 denarios, eso podría suponer hasta 7.000 denarios a cada uno. Era lo mínimo que podía corresponderles por cortar la cabeza a esos miserables de Partenio y de Petronio. Nadie había recibido nunca una cantidad semejante, pero la mente de Casperio era incapaz de concebir una suma menor, teniendo en cuenta el alto servicio prestado.

—¿Qué prefieres tú, Casperio, y tus hombres? ¿O tú, Norbano?—preguntó Trajano mirando distraídamente hacia un lado de la sala—. ¿Dinero o un alto cargo en el Imperio? ¿Gobernadores o quizá debiera haceros cónsules después de compensar vuestro celo y vuestros esfuerzos con una sustanciosa cantidad de denarios? ¿Qué creéis que sería justo? Decidme, el emperador de Roma, el César, os escucha.

Casperio no cabía en sí de gozo. Toda su vida había esperado esto: un César que realmente entendiera su valía. Domiciano había perdido el sentido común en sus últimos años, por eso él, con habilidad, se dejó relevar sin queja alguna. Luego Nerva había sido un débil y un incapaz. Por fin un nuevo emperador reconocía sus servicios. Por su parte, Norbano no dejaba de pensar en el consulado: nadie de su familia lo había ejercido jamás. Nunca nadie de su entorno había llegado tan lejos.

—No sabría bien qué decir. El César se muestra generoso… —empezó Casperio algo confuso porque, en el fondo, lo quería todo y no veía forma de cómo priorizar entre sus apetitos pecuniarios y de poder.

—¿Generoso? —repitió Trajano mirándole interrogativamente—. No. Los servicios prestados deben ser recompensados de forma adecuada. Por ejemplo: Partenio y Petronio estuvieron involucrados en el asesinato de Domiciano y vosotros los ajusticiasteis y los ejecutasteis, ¿no es así?

—Así es —confirmó Casperio.

—Sí, César —reafirmó Norbano también.

—Y estos oficiales aquí presentes os ayudaron, ¿es eso correcto?

—Así es, César, por todos los dioses, ellos nos ayudaron —confirmó Casperio. Lo mismo hicieron Norbano y los propios tribunos pretorianos aludidos asintiendo con vehemencia; ninguno de ellos quería quedarse privado de su parte de recompensa.

—Sea —continuó Trajano—, Petronio y Partenio se rebelaron contra un emperador a quien debían lealtad y a quien debían proteger y encontraron una muerte justa. Vosotros, por vuestra parte, veamos, ¿qué es lo que habéis hecho? —La voz del emperador se tornó más profunda y grave, casi solemne; tanto Norbano como Casperio interpretaron aquel cambio de tono como el paso previo al anuncio de la recompensa, pero no fue así—. Norbano, Casperio… ¿dónde estabáis ambos cuando los asesinos irrrumpieron en el palacio imperial?

Casperio frunció el ceño. No entendía bien a qué venía aquella pregunta. Se puso a la defensiva.

—Todo el mundo sabe que yo dejé de ser prefecto del pretorio durante los últimos años del emperador Domiciano…, estaba en los castra praetoria, según las órdenes de Petronio Segundo.

—Correcto, por supuesto —concedió Trajano—; es decir, cuando las cosas más se complicaban para el emperador Domiciano, tú, Casperio Aeliano, no sólo aceptaste ser reemplazado como prefecto sino que además te quedaste en el campamento, siguiendo órdenes, claro, pero el hecho es que dejaste a tu emperador en manos de sus enemigos.

—El emperador Domiciano quiso relevarme y yo pensé que si ya no tenía la confianza absoluta del emperador… —Casperio comprendió su error nada más pronunciar aquellas palabras pero ya estaban dichas.

—Así que el emperador Domiciano ya no confiaba en ti —repitió Trajano con voz suave pero intrigante, amenazadora—. ¿Quizá ya preveía Domiciano alguna rebelión por tu parte, Casperio?

—Yo siempre he sido leal a Domiciano —se defendía con firmeza.

—Pretoriano, has olvidado decir César al final de tu última frase —replicó Trajano.

—Yo siempre he sido leal a Domiciano, César —repitió Casperio aún firme.

—Sea, admitámoslo; no voy a cuestionar más ese punto.

Trajano calló unos instantes que se hicieron eternos en la mente de Casperio, que empezaba a sudar. La mirada del emperador se clavó entonces en los ojos abiertos, sin parpadear desde hacía rato, de Norbano.

—¿Y dónde estaba Norbano el día del asesinato?

—Yo acudí al palacio imperial de inmediato, en cuanto intuí que algo iba mal, César.

—Pero no llegaste a tiempo de defender la vida del emperador —añadió Trajano.

Norbano tragó saliva.

—No llegué a tiempo, no… César. —Pero como Norbano entendía que aquello no era suficiente se esforzó en explicarse mejor—: No lo hice porque hubo ayuda desde dentro del palacio imperial y porque el otro jefe del pretorio estuvo implicado en reducir la guardia del emperador Domiciano, contraviniendo mis órdenes y…

La mano derecha de Trajano se había levantado y Norbano comprendió que era mejor callar. El emperador retomó la palabra.

—Dejemos ese asunto, olvidémonos del lamentable día del asesinato. Revisemos otros aspectos de vuestra actuación reciente. Veamos —Trajano lanzó un largo suspiro, como si todo aquel debate le cansara o, mucho peor, como si todo aquello le aburriera—; la función de los prefectos del pretorio, exactamente, Casperio Aeliano, Norbano, exactamente, y pensad muy bien vuestra respuesta, meditadla muy bien porque para mí es muy importante, ¿cuál es? ¡Por Júpiter Óptimo Máximo! Casperio y Norbano, ¿cuál es la misión de un prefecto del pretorio?

No era una pregunta difícil, pero tanto a Norbano como a Casperio todo les empezaba a resultar insospechadamente complejo aquella mañana.

—Ser leal al emperador —aventuró Norbano, y Casperio asintió.

—Perfecto —dijo Trajano y repitió aquella frase al tiempo que se daba una fuerte palmada en el muslo, como queriendo subrayar la importancia de aquellas palabras—. Sí, por todos los dioses, ser leal al emperador. Y veamos, mis queridos Norbano y Casperio, mis queridos jefes del pretorio, cuando Domiciano murió, el nuevo emperador ratificado por el Senado, Nerva, el Imperator Nerva Caesar Augustus Germanicus te ratificó a ti, Norbano, como prefecto del pretorio y luego te nombró a ti, Casperio, como el jefe del pretorio que debía sustituir a Petronio Segundo, ¿es eso correcto?

Los dos líderes pretorianos volvieron a asentir, pero muy lentamente. Ambos habían percibido peligro ante la forma en que Trajano había pronunciado los títulos del recién fallecido Nerva.

Un silencio muy duro se apoderó de la sala.

—Os haré una última pregunta, Casperio y Norbano, una pregunta decisiva. —Trajano tomó aire despacio y lo exhaló mientras hablaba—. ¿Cómo respondisteis a la confiaza del Imperator Nerva Caesar Augustus Germanicus?

Norbano y Casperio dieron un paso hacia atrás. La pregunta del emperador quedaba sin respuesta y el silencio se hacía más profundo y doloroso para los jefes del pretorio y para sus tribunos de confianza que les acompañaban. Estos, por su parte, empezaban a mirar a ambos lados de la sala, desconfiados en particular al observar cómo decenas de soldados de las legiones del Danubio se iban posicionando por todas las paredes de aquel maldito praetorium levantado en los últimos confines del Imperio romano.

—¿Cómo respondiste tú, Casperio, y cómo respondiste tú, Norbano, cómo respondieron todos estos tribunos, a la confianza del emperador Nerva? —insistió Trajano con seriedad.

Norbano sabía que no había ya palabras, que el tiempo de las palabras había quedado atrás. Sólo Casperio se aventuró a seguir usándolas, palabras trémulas, huecas, palabras llenas de miedo y ansia de huida. Sólo palabras vacías.

—Nerva no iba a hacer nada para castigar a los asesinos del emperador Domiciano, debíamos actuar, no podíamos…

—¿Debíais qué? ¿No podíais qué? —Marco Ulpio Trajano se levantó de su solium como quien se levanta de un trono—. ¿Quiénes erais vosotros para decidir en nombre del emperador a quién debíais lealtad absoluta, por todos los dioses, Casperio, Norbano, del emperador que había confiado en vosotros?

Norbano, prudente, calló de nuevo. Casperio intentó balbucear alguna nueva tímida justificación, pero Trajano había decidido ya dar rienda suelta a sus pensamientos y puso palabras gélidas para cada uno de ellos.

—Vosotros que debíais proteger al emperador Domiciano —y aquí miró Trajano en particular a los nerviosos tribunos pretorianos— fuisteis incapaces de protegerle cuando los asesinos irrumpieron en la Domus Flavia, primer gran error en vuestra serie de servicios, pero luego, cuando servíais a otro emperador, Casperio, Norbano —y aquí clavaba sus pupilas en las miradas confusas y asustadas de los prefectos del pretorio—, entonces os rebelasteis, os alzasteis en armas contra vuestro emperador, le rodeasteis y repetidamente le desobedecisteis cuando intentó impedir que llevarais a cabo las ejecuciones de Petronio y de Partenio. No digáis nada, no digáis nada; no me importa si éstos fueron o no culpables del asesinato de Domiciano, ése no es el asunto que me ocupa aquí; lo que estoy evaluando es si sois hombres de confianza para un nuevo emperador o no, si servís para pretorianos o no, si yo, como emperador de Roma, puedo caminar dándoos la espalda por las estancias de la Domus Flavia cuando regrese a la ciudad de Roma o si, por el contrario, tendré que mirar en los mil espejos de cada una de las columnas del palacio imperial como hacía Domiciano; eso y no otra cosa es lo que me preocupa, queridos Norbano y Casperio Aeliano; eso y no otra cosa es lo que quiero saber, prefectos del pretorio. —Los labios del emperador temblaban; se tranquilizó; habló mirando al suelo, retrocediendo poco a poco hacia su solium—. Dejáis morir a un emperador, os rebeláis contra otro para vengar al primero, aunque ni siquiera sois capaces de atrapar a todos los implicados; me consta que algunos han escapado, que por ahí andan libres algunos asesinos de Domiciano… Por todos los dioses, uno o varios gladiadores; menudo ejemplo para Roma y para nuestros enemigos, qué gran lección de autoridad les damos a todos con vuestros excelentes servicios.

Marco Ulpio Trajano calló en seco, se sentó despacio sobre su solium y con voz bien modulada, pero suave, como quien habla a unos niños que han hecho una travesura, pero de quien los niños saben que deben desconfiar, añadió la que, por fin, estaba destinada a ser la última pregunta de aquella entrevista.

—¿Qué debo esperar de vosotros y vuestros hombres, queridos Norbano y Casperio? ¿Que me dejéis asesinar o que os rebeléis contra mí? —Trajano suspiró—. Creíais que lo controlabais todo, que erais los grandes dominadores de Roma, pero la verdad es que no controláis nada. Y peor que eso: sois completamente prescindibles.

Norbano y Casperio callaban y los tribunos pretorianos también. Marco Ulpio Trajano miró a Longino.

—Hacedlo fuera; que su sangre no manche este praetorium.

Longino asintió. Él y Quieto miraron a los legionarios y éstos se abalanzaron contra los pretorianos, a los que redujeron con golpes rápidos y certeros en estómagos y barbillas. Los arrastraron al exterior mientras los tribunos imploraban clemencia y Casperio y Norbano proferían insultos contra el emperador y, embebidos en su locura, incapaces de comprender cuando el fin llega a uno, juraban vengarse desde el otro mundo si era necesario.

Trajano y Adriano se quedaron a solas. El emperador miró a su sobrino.

—Hoy me has servido bien, muchacho.

Adriano asintió. Se quedó entonces mirando a su tío, pero observó que éste bajaba la cabeza y se quedaba mirando al suelo, como si meditara algo. Adriano comprendió que era mejor dejar a solas a su tío. Le saludó, pronunció al final de su saludo la palabra «César» con fuerza y, como recibiera un gesto leve de la mano derecha del emperador como respuesta, dio media vuelta y dejó a su tío a solas en el praetorium de Singidunum.

Pronto empezaron a oírse los gritos de los pretorianos a medida que eran ensartados por los gladios de los legionarios del Danubio y del Rin que el emperador había traído consigo desde Moguntiacum. Morían aullando como bestias; ni siquiera en la muerte eran capaces de mostrar algo de dignidad. Trajano levantó la cabeza y miró hacia la puerta del praetorium. En cuanto terminaran con las ejecuciones saldría a supervisar las maniobras de las legiones apostadas alrededor de la ciudad. Tenía una guerra que preparar y, toda vez que había hecho limpieza en su casa, sentía que podía empezar a concebir planes para lanzarse más allá de las fronteras del Imperio y empezar a resolver alguno de los graves problemas militares que Nerva había dejado en sus manos.

No iba ser fácil.

Nada importante lo es.

Los asesinos del emperador
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