UN PACTO ENTRE ENEMIGOS MORTALES
Jerusalén, mayo de 70 d. C.
Avance zelote en la Ciudad Nueva
Los zelotes de Gischala cruzaron las puertas de la fortaleza Antonia desde sus posiciones fortificadas en el Templo y la Ciudad Baja. De allí, cargados con lanzas, flechas y antorchas, pasaron a la Ciudad Nueva seguidos por la mirada desafiante y desconfiada de centenares de sicarios, que se veían forzados a dejarles pasar por el pacto acordado entre sus jefes para que los zelotes reforzaran la defensa de la primera muralla ante el vigor del ataque romano y sus temibles arietes y torres de asedio. De hecho no dejaban de oírse de forma constante los impactos de los pesados arietes contra los muros de Jerusalén.
Los zelotes pasaron también por la puerta de Efraim y entraron en las calles que conducían al sector más occidental de la Ciudad Nueva. Subieron a las almenas de la muralla y allí, perplejos, se quedaron mirando, inmóviles, las tres inmensas rampas que había construido el enemigo y desde las que tres pesados arietes, soportados por tres gigantescos vehículos, golpeaban una y otra vez las murallas. Al instante comprendieron por qué los sicarios les habían dejado pasar: detrás de cada ariete los romanos habían situado una gigantesca torre de asedio, tres en total, desde la que lanzaban piedras, flechas y lanzas contra los sicarios. Incluso habían instalado escorpiones en lo alto de alguna de ellas.
—¡Las antorchas! —gritó Gischala. El y sus zelotes iban a enseñarles a los sicarios cómo se detenía a aquellos malditos romanos. Había llegado el momento del fuego.
Vanguardia romana bajo la muralla
Trajano, al pie de una de las grandes torres, imprecaba a los dioses y animaba a sus legionarios.
—¡Por Marte! ¡Empujad! ¡Empujad!
El ariete golpeó contra las murallas. Arqueros y artilleros les cubrían mientras seguían haciendo que su bestial ariete golpeara la base de una de las torres de la gran primera muralla de Jerusalén.
—¡Empujad, por todos los dioses, empujad!
De pronto emergieron decenas, centenares de judíos por una de las pequeñas brechas que se había abierto. El combate cuerpo a cuerpo fue inmediato. Los arietes fueron abandonados para poder defenderse de los enemigos que les rodeaban. Trajano miró a su alrededor. Necesitaban refuerzos. Necesitaba refuerzos.
Retaguardia romana
Tito se percató de la salida del enemigo y del ataque a uno de los arietes. Al instante trepó sobre su caballo y se dirigió a sus singulares.
—¡Al ataque! ¡Al ataque! ¡Por Roma, por Vespasiano, por el emperador!
Quinientos jinetes se lanzaron en tropel contra el enemigo.
Vanguardia zelote al pie de la muralla
Gischala vio cómo la caballería se lanzaba contra ellos. No podrían contra tantos. Ordenó la retirada y los zelotes se replegaron poco a poco, manteniendo las lanzas en ristre contra la caballería romana, en orden, para evitar ser masacrados.
Defensa romana de las torres de asedio
La noche cayó sobre el sitio de Jerusalén y los romanos decidieron detener el ataque para descansar. El hijo del emperador ordenó que se mantuvieran tropas por turnos de vigilancia para evitar que los defensores pudieran atacar los arietes o las torres de asedio. Así pasó la prima vigilia, pero con la llegada de la secunda vigilia, entretenidos en el cambio de guardia, los romanos fueron sorprendidos por una nueva feroz salida de los judíos. Avisado Tito y sus legati, se recurrió a las vexillationes de las legiones de Egipto, que no habían participado en los combates de la tarde, y éstas, apoyadas una vez más por la caballería del propio César, consiguieron repeler el nuevo ataque judío. Todo parecía volver a la tranquilidad cuando el hijo del emperador oyó gritos a sus espaldas.
—¡Fuego, fuego, fuego!
Tito Flavio Sabino, Marco Ulpio Trajano y el resto de legati, que se habían reunido para decidir cómo organizar la vigilancia de las torres y arietes para el resto de la noche, se volvieron hacia el lugar desde donde se proferían los gritos. Se trataba de uno de los arqueros de la torre de asedio central. La enorme construcción había sido incendiada durante el ataque por los rebeldes judíos. El fuego trepaba por los cuatro costados de la enorme mole de asedio.
—No podremos con ese fuego —dijo Tito. Ninguno de sus legati le contradijo. Aquella torre estaba perdida.
En lo alto de la primera muralla
Gischala se pavoneaba por encima de las almenas de la primera muralla de Jerusalén: sus hombres habían incendiado una de las grandes torres del enemigo y ésta, hecha astillas y pavesas, se derrumbaba ante los admirados ojos de los sicarios de Simón. El propio Simón no sabía bien qué sentía más, si rabia o alegría. Las dos cosas. Se acercó a Gischala.
—Quedan los tres arietes y dos torres más. Esto no ha hecho más que empezar —dijo y se dirigió a los suyos para que se prepararan para la defensa, como si la acción de los zelotes no hubiera significado nada.
Casa de Juan el Apóstol en la Ciudad Vieja
Juan decidió aprovechar la relajación en los controles entre los dos sectores de la ciudad, tras la tregua entre sicarios y zelotes, para pasar a la Ciudad Alta y comprobar con sus propios ojos qué estaba ocurriendo y, de paso, si era posible, conseguir algunos víveres más con el poco dinero que le quedaba. Esto último fue tarea imposible. Nadie vendía ya nada en Jerusalén. El que tenía algo que comer o que beber se lo guardaba para sí mismo en previsión de un asedio que a todos se les antojaba eterno, a todos menos a los sicarios, a los zelotes y quizá, por el momento, a los romanos.
Juan llegó a la tumba de David y luego caminó hacia el norte hasta las inmediaciones del palacio de Herodes. Las calles estaban prácticamente desiertas. Sólo se veían sicarios o zelotes armados reuniendo piedras y más armas. Gracias a Dios, parecían demasiado ocupados en sus propios asuntos de guerra como para detenerle y preguntarle adonde iba o de dónde venía. Encontró un punto elevado que, desde la Ciudad Alta, emergía por encima de las murallas exteriores de Jerusalén. Se detuvo y lo que vio le recordó un pasado que le parecía ahora tan distante, tan distante… Los romanos habían crucificado a uno de los sicarios, o de los zelotes, apresado durante la noche y lo exhibían agonizante ante las murallas de la Ciudad Nueva. Juan bajó la cabeza. No quería ver más, no quería saber más. Sin conseguir ni comida ni agua regresó a su casa. Todos le preguntaron cómo estaban las cosas.
—Dios nos ayudará —les dijo y se arrodilló para rezar.
Nadie le preguntó por la comida. La mayoría se arrodilló con él para orar. Algunos, los más desesperados, se escabulleron entre las sombras convencidos de que intentar huir sería lo mejor que podían hacer.
Praetorium romano
Tito ordenó repetir los ataques contra los mismos puntos de la muralla cada día y usó a diario también a su caballería para detener las salidas de los defensores. Con esto consiguió evitar que se incendiaran las otras dos torres o los arietes. Y los arietes golpearon sin descanso, durante dos semanas, los muros de la ciudad hasta que un sector cedió, la muralla se partió y la brecha se transformó en una batalla cuerpo a cuerpo feroz y brutal, sin descanso ni rendición por ningún bando.
El César combatía y, de cuando en cuando, se recluía en el praetorium para descansar y recuperar fuerzas para seguir, al poco tiempo, dirigiendo los trabajos de los arietes y las torres de asedio personalmente.
Sicarios y zelotes en la Ciudad Nueva
Simón veía que sus sicarios, incluso con la ayuda de los zelotes, eran insuficientes para resistir el ataque continuado de las legiones de Roma, una vez que parte de la primera muralla había sido demolida por los arietes. Sin la ayuda de las fortificaciones no podían contra el pertinaz ataque sin tregua de los romanos. Rápidamente fue en busca de Gischala, dejando el mando de la defensa a Eleazar. Encontró al líder de los zelotes a los pies del palacio de Herodes, reagrupando a parte de sus hombres.
—No tiene sentido resistir aquí —empezó Simón señalando la brecha de la primera muralla—. Voy a dar orden de replegarnos tras la segunda muralla y quiero que tú hagas lo mismo con tus hombres. Una vez dentro, los tuyos retornarán a sus posiciones en el Templo, la fortaleza Antonia y la Ciudad Baja. Nosotros nos quedaremos en el resto de la Ciudad Nueva y en la Ciudad Alta para proteger la segunda muralla. Es de menos extensión y no necesitamos vuestra ayuda para ese trabajo.
Gischala no estaba de acuerdo pero sabía que Simón no daría su brazo a torcer y él solo no podría mantener las defensas de la primera muralla, así que lo mejor era aceptar aquella propuesta.
—Si tus sicarios lucharan con más valor aún estaríamos defendiendo la primera muralla —dijo y se dio media vuelta sin esperar respuesta. Podía sentir el odio de Simón clavado en su espalda mientras se alejaba. Ojalá usara algo de aquella rabia contra los romanos. Era un imbécil. Ojalá el asedio se lo llevara por delante.
Avance romano a través de la brecha de la primera muralla
25 de mayo de 70 d.C.
Tras quince días de encarnizados combates, la primera muralla de Jerusalén quedó sin defensores. Un centenar de legionarios de la XII Fulminatay varias cohortes de la V Macedónica entraron en la Ciudad Nueva de Jerusalén. El hijo del emperador Vespasiano, por el lugar más destrozado de la muralla, a lomos de su caballo, penetró en la ciudad que tan ferozmente se le estaba resistiendo y contempló cómo, tras las edificaciones de ese sector, se levantaba la poderosa segunda muralla de la ciudad de Jerusalén. Inspiró aire profundamente. Le quedaba un mes para cumplir la promesa dada a su padre de rendir la ciudad. Desmontó de su caballo. Miró a su alrededor: edificios, casas, fuentes, tiendas, construcciones de todo tipo y condición por todas partes. Imposible organizar un ataque similar al llevado en la muralla exterior con semejantes edificaciones por todas partes. Ni las legiones podrían maniobrar y ni tan siquiera sería posible que las torres de asedio o los arietes pudieran pasar por allí. A su espalda estaban Cerealis, Lépido, Frugi y Trajano.
—Que lo destruyan todo —dijo Tito Flavio Sabino—. Quiero trasladar el campamento de la V, la XII y la XV aquí mismo y quiero que el terreno esté allanado para poder repetir el mismo ataque que hemos efectuado contra la primera muralla ahora contra esta segunda muralla.
No dijo más, sino que se retiró andando en busca de su caballo. Sus legati intuían que el hijo del emperador iba a descansar un rato. Nadie pensó que no lo mereciera. Nadie cuestionó las órdenes. Si los judíos no se rendían no había otro camino: lo arrasarían todo, palmo a palmo, hasta que hubiera una rendición incondicional.