EL BESO DEL EMPERADOR

Roma, 84 d. C.

Agrícola llegó a las puertas de Roma de noche, tal y como se le había ordenado. Desmontó de su caballo y lo mismo hicieron los jinetes que le acompañaban. Ya en la misma Porta Flaminia un regimiento de pretorianos conminó a los escoltas de Agrícola a permanecer fuera de las murallas.

—Sólo puede venir el legatus de Britania.

Todos los caballeros que acompañaban a Agrícola pensaron que habría sido mucho más preciso referirse al recién llegado como el conquistador de Britania, pero nadie les preguntó su parecer. El propio Agrícola se giró hacia ellos un instante y asintió con la cabeza. Nadie dijo nada, aunque a ninguno le gustaba todo aquello.

Los pretorianos escoltaron a Agrícola por las calles de la ciudad. Fue un paseo extraño, en plena noche, a la luz de las antorchas, con puertas y ventanas cerradas, como tenían costumbre los ciudadanos de la ciudad en las horas de la vigilia nocturna. A la derecha dejaron el Mausoleum Augusti, uno de los pocos edificios iluminados con antorchas. Luego los pretorianos evitaban las grandes avenidas atestadas de carros y escogían las calles estrechas y más oscuras. Agrícola parecía más un traidor que hubiera sido arrestado por la guardia imperial que un legatus victorioso que acababa de reconquistar toda Britania, extendiendo el poder de Roma hasta su punto más septentrional, incluyendo gran parte de Caledonia. Siguieron adentrándose en la ciudad. Todo el Campo de Marte quedó a la derecha y así llegaron a los foros, pero, para su sorpresa, los pretorianos giraron hacia el norte y le condujeron por las angostas calles de la Subura, donde su presencia se confundía con la de los borrachos y las putas. A Agrícola aquella ruta le pareció la más inapropiada de todas las posibles para un gran conquistador, pero supuso, y supuso bien, que el emperador le estaba mandando un mensaje velado con aquel largo rodeo. Se vislumbró entonces la enorme sombra del anfiteatro Flavio bajo los débiles haces de la luna menguante que ocupaba el cielo. Dejaron entonces el templo del Divino Claudio a la izquierda y alcanzaron, al fin, la colina del Palatino. Los guardias se detuvieron a las puertas del palacio imperial.

Agrícola ascendió solo por las escaleras de la Domus Flavia. Estaba convencido de encontrar el Aula Regia igual de vacía que las calles por las que acababa de cruzar, pero, para su sorpresa, la gran sala de audiencias estaba repleta de gente: consejeros imperiales, pretorianos, algunos senadores, libertos al servicio de la dinastía Flavia, esclavos, esclavas y hasta algún miserable con trazas de delator siempre atento a cualquier conversación sospechosa de la que extraer alguna información con la que poder dirigirse al emperador y ganarse así su favor a costa del desprestigio y la perdición de otros, a veces culpables, con más frecuencia inocentes.

Agrícola caminó hasta quedar frente al gran trono imperial de Tito Flavio Domiciano. Allí se detuvo y saludó al emperador.

—Salve, César. Cneo Julio Agrícola, legatus de la provincia de Britania, te saluda.

Domiciano le miró fijamente, con una faz seria, severa. De pronto sonrió. Se alzó de su trono, descendió de él y se acercó a Agrícola hasta abrazarle ligeramente e, imitando la vieja costumbre oriental importada por el divino Augusto, le dio un beso en la mejilla ante las miradas de todos los presentes. Era un aprecio sobresaliente. Agrícola se sintió algo confuso. Primero se le negaba un triunfo público y, sin embargo, el emperador luego parecía querer reconocer de algún modo, ante los senadores y cortesanos allí reunidos, su gran victoria sobre los caledonios y el resto de pueblos de Britania. No sabía bien qué pensar.

Domiciano volvió a sentarse en su trono.

—Una gran victoria la de la batalla del Monte Graupius —comentó el César.

Agrícola afirmó con la cabeza un par de veces.

—Una batalla sangrienta, César, pero una victoria para Roma, una victoria para el César.

—Bien, eso está bien, legatus. —Calló un momento; todo el mundo se había acercado al trono para oír bien aquella conversación; el César cambió un poco de tema—: Entonces, Britania es una isla.

Agrícola había sido el primero, conseguida la victoria en Caledonia, en coger una flota y circunnavegar toda Britania, partiendo desde el golfo de Firth, rodeando todo el norte de Caledonia, hasta bajar entre Britania e Hibernia y llegar por fin, de nuevo, al sur de la isla, desde donde había empezado sus campañas de conquista. Hasta entonces los romanos no estaban convencidos de que Britania fuera, en efecto, una isla. Los correos que enviaba Agrícola regularmente habían informado de todo esto al emperador.

—Así es, César. Britania es una isla.

Un nuevo silencio.

—Qué pena que no podamos hundirla —dijo Domiciano serio—; nos ahorraríamos tantos problemas y tantos esfuerzos…

Se echó a reír. Primero los pretorianos y en seguida muchos de los consejeros acompañaron al César en su carcajada. Partenio, atento a las miradas de algunos delatores que tenía identificados, no dudó en formar parte de la clac del César. Agrícola recibió el comentario del emperador con una sonrisa forzada, pero, cuando se recuperó el silencio, se atrevió a defender el valor de su victoria.

—Hay, no obstante, César, minas importantes en Britania.

Calló; había dicho poco y había dicho mucho. Para la mayoría de los presentes había dicho demasiado, desde luego mucho más de lo que ninguno de ellos se habría atrevido a decir jamás ante el emperador Domiciano, pero lo único que importaba allí era lo que pensaba éste. Domiciano le volvió a mirar con el mismo rostro severo del principio, pero, una vez más, decidió que una sonrisa aflorase en su augusto rostro.

—Sin duda, sin duda. Sólo estaba bromeando, querido Agrícola. —Se dirigió a todos en voz alta—: La victoria del legatus de Britania es una victoria importante; tal es así que he decidido pedir al Senado que se te concedan triumphalia ornamenta y que se erija una estatua ecuestre tuya en el foro.

Eran aprecios importantes. Todos sabían que el emperador estaba buscando la forma de compensar a Agrícola pero siempre evitando concederle un triunfo en toda regla que, de modo inevitable, todo el mundo compararía con el triunfo que el propio emperador había celebrado apenas un par de años antes por haber sometido a los catos de Germania. Agrícola, prudente, se inclinó ante el emperador.

—El César es muy generoso —dijo el legatus.

El emperador se levantó, bajó del trono y se situó frente a Agrícola.

—Soy generoso, sí. No lo dudes, legatus, no lo dudes y no lo olvides.

Le dio un nuevo ósculo y se alejó por el amplio pasillo que todos los presentes abrieron ante los pretorianos que caminaban justo por delante del César. Este abandonó la sala y Agrícola fue rodeado por todos aquellos que querían felicitarle, pero siempre midiendo sus palabras, no fuera a percibir nadie una efusividad o un aprecio desmedido hacia aquel legatus, un afecto que alguien pudiera identificar como un aliento a una rebelión contra el emperador.

Agrícola se dio cuenta que todo era frío, medido, controlado, e intuitivamente empezó a comprender que quizá su vida corría más peligro entre las paredes de aquel palacio que en medio de los gélidos páramos de Caledonia.

Los asesinos del emperador
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