LA LUJURIA DEL EMPERADOR

Roma, verano de 83 d. C.

El emperador caminaba hacia su cámara personal en el interior de la Domus Flavia. Se había pasado toda la mañana ocupándose de Roma y del Imperio; ahora era el momento de ocuparse de sí mismo. Se permitió una sonrisa: habían llegado más buenas noticias de Britania. Agrícola parecía proseguir su avance hacia el norte sin importar cuál fuera la oposición que le presentasen los bárbaros de aquellas lejanas tierras; su popularidad seguía en aumento. La sonrisa se borró del rostro del emperador. Sólo se oían las sandalias del propio César y de los pretorianos que le escoltaban; por lo demás, en la hora sexta, con el sol en lo alto, el silencio era absoluto. Hacía calor. Sí, era el momento de ocuparse de sí mismo. Más adelante se ocuparía de Agrícola y sus conquistas. No era un tema para olvidar, pero todo a su debido momento. Ahora tenía otras cosas entre manos.

Flavia Julia, recostada y sin ropa, esperaba, una vez más, en el lecho del emperador. Su tío estaba a punto de llegar. La joven se miraba el vientre desnudo. Cada vez era más difícil de ocultar. Y las piernas y los brazos se le hinchaban. Tenía que decírselo hoy. Quizá había esperado demasiado, varios meses, pero tenía pánico a su reacción. Podía pasar cualquier cosa. Cualquier cosa.

Domiciano se quedó tumbado boca arriba. Estaba saciado, por el momento. Le encantaba hacerlo así, de forma rápida y violenta. Flavia Julia ya no luchaba más. Por un lado le molestaba, pues había disfrutado mucho los primeros meses de aquella relación, cuando la muchacha aún oponía algo de resistencia. Por otro lado le gustaba, a ratos, sentir su sumisión total. Frunció el ceño. Le sacaba de sus casillas tener que admitirlo pero era así: echaba de menos a Domicia y su rebeldía permanente. Le gustaba tanto forzar a una hermosa matrona romana que la continuada sumisión de Julia era… aburrida. Se giró en la cama. Ella estaba tumbada de lado y le daba la espalda. ¿Se habría dormido? A veces lo fingía, pero no parecía el caso, porque la respiración no era tan relajada como cuando dormía. Simplemente evitaba mirarle. Domiciano observó el cuerpo desnudo de su sobrina. Sí, definitivamente había engordado. Eso estaba bien, estaba más lozana, más hermosa. Quizá eso compensaba por su resignada actitud.

—Has engordado —dijo el César.

Flavia Julia dejó de respirar. Sus ojos, con la mirada perdida, se quedaron sin parpadear unos instantes. La joven se volvió despacio para encarar a su tío. Estaba claro que no podría ocultarlo por mucho más tiempo.

—Estoy embarazada, César.

Cerró los ojos y hundió su rostro en la almohada. Temía un grito, insultos, quizá una bofetada. Pero pasaba el tiempo y no ocurría nada. Sólo había silencio. Sintió entonces que el César se movía en la cama. De pronto el lecho que se doblaba siempre hacia el emperador quedó en horizontal: su tío se había ido. Eso no quería decir nada o quizá lo dijera todo. Se atrevió a sacar su rostro de la almohada y miró a su tío, que se estaba vistiendo. No parecía enfadado, ni siquiera molesto. De inmediato se levantó para ayudarle a vestirse. A él le gustaba que fuera ella la que le asistiera, como si fuera una esclava. Fue rauda a servirle. El la miraba atento.

—¿Por eso has engordado? —preguntó Domiciano.

—Sí, César; eso creo.

El emperador asintió una vez y enarcó una ceja.

—Lástima. Pensaba que por fin estabas fortaleciendo tu delgado cuerpo. Bueno —continuó el César—; en cualquier caso, no importa.

Una vez puesta la toga, sin dar un beso a Julia, se encaminó hacia la puerta. Al llegar junto a las grandes hojas de bronce de su cámara, antes de tocar con los nudillos para que los pretorianos abrieran, el emperador se volvió hacia su sobrina.

—Como imaginarás, ese niño no puede nacer.

Flavia Julia le miró sorprendida; no había esperado eso. Había pensado que se enfadaría, incluso que le pegaría, pero no pensó nunca que su tío fuera a llegar a ese extremo. Ella había visto lo que pasaba con las mujeres que abortaban. Muchas no sobrevivían. Se acercó a Tito Flavio Domiciano y se arrodilló.

—Por favor, César, eso no, eso no… —imploró y quiso abrazarle por las rodillas, pero su tío dio un paso atrás.

—Ni siquiera con Domicia he tenido un hijo que sobreviviera el tiempo suficiente para ser declarado mi sucesor, así que contigo mucho menos. Cuando quiera tener un hijo yo decidiré el momento y la persona con quien tenerlo.

Se dio media vuelta para tocar en la puerta; las hojas de bronce se abrieron de par en par y Domiciano se adentró en el pasillo seguido por un nutrido grupo de pretorianos. En su cámara, de rodillas, suplicante, en un mar de lágrimas, sollozaba Flavia Julia, sola, abandonada por todos.

Los asesinos del emperador
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