EL EMPERADOR DEL MUNDO

Domus Flavia, Roma

18 de septiembre de 96 d. C., hora quinta

El emperador estaba sentado en su gran trono imperial. Tras él, Partenio le hablaba en voz baja al oído.

—Tenemos una embajada de Moesia, Dominus et Deus. ¿Desea el César recibirlos ya o no?

Tanto Partenio como el propio emperador sabían a qué venían esos emisarios: a reclamar la protección del emperador de Roma, ya que el rey de Dacia no estaba cumpliendo el tratado de paz y seguía atacando poblaciones al sur del Danubio. El consejero era consciente de que aquello irritaría al emperador, no por los ataques, sino porque admitir dichos ataques era admitir que Decébalo, aun después de cobrar el vergonzoso tributo que le daba Roma, no respetaba la autoridad imperial, y lo último que quería Partenio aquella jornada era indisponer al emperador. Necesitaba que se sintiera lo más confiado posible. Ya había hecho bastante daño el augurio de una maldita adivina que había asegurado que el emperador moriría un día de ese mes antes de que la hora sexta llegara a su fin. Eso lo había complicado todo y había incrementado las suspicacias de Domiciano, por ello Partenio estaba deseoso de retrasar la audiencia de aquella embajada. No quería más complicaciones.

—¿Quizá mañana sería mejor día para recibirles, Dominus et Deus? —sugirió Partenio en un susurro, pero en cuanto vio la faz del emperador girarse hacia él despacio, encendida por la sospecha, comprendió que había equivocado la estrategia.

—¿Mañana…? —empezó el emperador, aparentemente dubitativo, para, de inmediato, sonreír abiertamente y negar con la cabeza respondiendo ya en voz alta a su consejero—. No, Partenio, esos hombres han hecho un viaje largo para ver a su emperador. Que entren. El emperador de Roma escucha a los emisarios de todas las provincias —apostilló, y se reclinó en el trono, satisfecho al observar la contrariedad marcada en el rostro de su consejero.

Muchos querían matarle, de eso estaba bien seguro, pero hasta donde había penetrado la conspiración en aquel palacio imperial era algo de lo que aún no estaba seguro. Desconfiaba de todos, de todos, sí, incluso de Partenio. Domiciano miró entonces a su prefecto de la guardia y Norbano asintió y salió del Aula Regia para llamar a los embajadores de Moesia. El emperador se entretuvo en pasear sus ojos por la gran sala: estaba repleta de pretorianos apostados en línea junto a cada pared y en pequeños grupos en las esquinas. Habría más de cincuenta soldados bien armados; luego estaban Partenio, algunos otros consejeros y un par de arquitectos que querían consultarle sobre las reformas que iba emprender en palacio y en algunos edificios públicos para engrandecerlos aún más, como había hecho con el gigantesco anfiteatro que heredara de su padre y su hermano. También había una docena de esclavos dispuestos para atenderle en cualquier cosa que su augusta majestad imperial, Dominus et Deus, pudiera desear. Había uno especialmente joven, apenas un muchacho de unos quince años, que, sudoroso y algo asustado, en pie a la derecha del emperador, estaba encargado de salir, de cuando en cuando, para consultar en el reloj de sol del peristilo la hora. Su función era particularmente delicada aquella mañana, como cada mañana desde el presagio de la adivina, pues todos sabían que el emperador había adoptado la costumbre de no salir del Aula Regia hasta que pasara la fatídica hora sexta. Y, finalmente, completaba el cuadro de servidores del emperador en la gran sala de audiencias un hombre viejo, pequeño, ensimismado, con el pelo cano, que no dejaba de mirar al suelo con aire entre triste y apesadumbrado.

—Estacio —dijo el emperador mirando a aquel anciano.

El interpelado levantó la cabeza y presto, como retornando de un sueño, respondió con rapidez.

—Publio Papinio Estacio al servicio del gran emperador de Roma, Dominus et Deus.

Domiciano conocía muy bien las dotes aduladoras de su poeta de cámara, pero no dejaba de sorprenderle y de agradarle, especialmente en aquellos terribles días de traiciones constantes, aquel torrente de palabras cargadas de aprecio hacia su persona. Si el afecto era sincero o fingido era algo que nunca estaba claro, pero en tiempos en donde uno se siente muy odiado es agradable escuchar lisonjas, independientemente de que éstas sean fruto de la honestidad o de la necesidad.

Entraron en ese momento los embajadores de Moesia: media docena de hombres maduros, vestidos con togas elegantes y limpias que manifestaban con claridad que se trataba de personas pudientes en su provincia. Domiciano comprendió que no era una delegación de cortesía. Su porte era demasiado adusto, demasiado distante, frío. Venían a reclamar y él, el emperador del mundo, tenía otras muchas cosas que atender que a los posibles ataques de cualquier banda de forajidos del norte. ¡Por Júpiter! ¿Por qué sus legati no podían ocuparse de las fronteras como era debido? Al menos nunca llegaban quejas desde Germania. Trajano parecía cumplir bien su cometido, como Nigrino en Oriente. Eso también le preocupaba: tanta eficacia acompañada de tanto silencio. Decididamente nunca estaría satisfecho de sus legati y no, no quería oír más reclamaciones.

Domiciano ignoró a los embajadores que se habían situado frente a él y siguió manteniendo su mirada por encima de ellos, hablando con su poeta, que estaba al fondo de la gran Aula Regia.

—Me siento algo triste, Estacio. ¿Tienes algún poema con el que elevar mi ánimo? Elevar el ánimo del emperador es elevar el ánimo de todo el Imperio. —Terminó bajando sus ojos, por primera vez, hasta unos embajadores que se mantenían firmes frente a él, serios y, por prudencia, callados, pues el emperador aún no se les había dirigido de forma directa.

Estacio frunció el ceño. Había estado trabajando en un texto nuevo, una silva que quizá pudiera ser adecuada para lo que su augusta majestad requería.

—Mientras Estacio piensa —continuó el emperador dirigiéndose al joven esclavo—, sería bueno saber qué hora es.

El muchacho acababa de regresar de una de sus múltiples salidas para consultar el reloj de sol.

—Es la hora sexta, casi acabando, Dominus et Deus.

—La hora sexta —repitió Domiciano y se volvió hacia su consejero un momento—; la hora sexta, casi acabando la hora sexta, Partenio, y aún estoy vivo. Sólo queda una hora para que se cumpla el augurio. —Sonrió divertido antes de preguntarle de nuevo al esclavo—: ¿Acaso está nublado, esclavo?

—No, no lo está, Dominus et Deus —masculló el muchacho sin dejar de mirar al suelo.

—No lo está. —El emperador se palmeó el muslo con fuerza—. Pues parece difícil que me vaya a partir un rayo.

Lanzó una sonora carcajada a la que, ágiles en la respuesta, se unieron la cincuentena de pretorianos que custodiaban al emperador del mundo en el interior del Aula Regia, una lujosa sala rodeada a su vez por estancias con decenas y decenas de más guardias pretorianos en el corazón de un palacio imperial donde quinientos pretorianos más patrullaban alrededor de la colina sobre la que éste se levantaba, en una ciudad tomada por los miles de pretorianos restantes que Norbano, prefecto del pretorio, había ordenado salir de sus castra praetoria para cortar todas las calles que daban acceso a la colina del Palatino en una medida extrema que se aseguraba de que era del todo imposible que ningún grupo armado pudiera ni tan siquiera aproximarse a las inmediaciones de la gigantesca Domus Flavia. Domiciano estaba convencido de que nadie podría penetrar en palacio. Tan sólo temía una traición interna, desde dentro, pero también se había preparado para ello. También. De pronto, Tito Flavio Domiciano dejó de reír y todos sus guardias callaron casi al tiempo. El resto de los presentes permanecía en un tenso silencio.

—¿Y bien, Estacio? ¿Tienes un poema con el que animarme, o tengo que ordenar que regrese del destierro Juvenal o algún otro de tus colegas caídos en desgracia? Juvenal era un ateo incapaz de asumir la divinidad imperial, pero componía bien.

Estacio no se sintió amenazado por aquellas palabras. El emperador nunca dejaría que Juvenal regresara y, en cualquier caso, el sufrimiento de sentirse como un auténtico esclavo del emperador hacía tiempo ya que evitaba que le dolieran las malas críticas a su obra. Sabía que no todos sus poemas eran buenos, pero también estaba seguro de que no todos eran tan malos como sus detractores se afanaban en decir una y otra vez. Estaba convencido de que el afecto que se había granjeado del emperador suponía el desprecio de la mayor parte del resto de escritores que, eso sí, se guardaban muy mucho de hacer públicas las críticas a sus poemas. Al menos podían haber valorado el silencio con que Estacio soportaba aquellos insultos cuando, estaba seguro, una palabra suya habría sido suficiente para que más de uno de aquellos críticos a su obra diera con sus huesos en la arena del anfiteatro Flavio.

—Sí, Dominus et Deus. Tengo un poema a una estatua.

El emperador lo miró intrigado. Aquello le había sorprendido.

—¿A una estatua?

Partenio, detrás de Domiciano, tensó los músculos. ¿Es que aquel día se habían empeñado todos en enfurecer al emperador, incluso el siempre rastrero Estacio? Pero el poeta no parecía preocupado.

—Un poema a la colosal estatua ecuestre del emperador, la que se levanta junto al templo del divino Vespasiano.

El emperador volvió a reír. Reía mucho. Partenio tenía claro que estaba nervioso.

—¡Ja, ja, ja! —Y retumbaba la carcajada del emperador por toda el Aula Regia y los pretorianos escoltaron con sus propias risas una vez más la risa del emperador hasta que Domiciano, de nuevo, detuvo su carcajada en seco y se inclinó en su trono mirando con solemnidad a Estacio— ¡Por Júpiter, escuchemos pues el poema!

El escritor avanzó entonces quince pasos hasta situarse en el centro de la gran sala, inmediatamente detrás de los embajadores de Moesia que, con inteligencia, se hicieron a un lado para no dificultar al emperador la visión de su poeta de cámara. Estacio se aclaró la garganta y, con una voz rotunda pese a su evidente avanzada edad, que sorprendió en particular a los embajadores, empezó a declamar con decisión.

—Silva para el Ecus Maximus Domitiani que con tanta gallardía nos observa a todos desde su gran pedestal:

Quae superinposito moles geminata colosso

stat Latium complexaforum? caeloneperactum

fluxitopus? Siculis an conformata caminis

ejfígies lassum Steropem Brotemque reliquit?

an te Palladiae talem, Germanice, nobis

effecere manus, qualern modo frena tenentem

Rhenus et attoniti vidit domus ardua Dad?

[¿Qué mole es ésta, agigantada por el coloso

que se alza sobre ella y que domina todo el Foro Latino?

¿Ha llovido del cielo

esta obra acabada? ¿O, forjada en las fraguas sicilianas,

ha salido esta efigie de las manos cansadas de (los cíclopes)

Estéreopes y Brontes?

¿O fueron, Germánico, las manos de Palas

las que para nosotros

te plasmaron asiendo las riendas,

tal como te han contemplado hace poco en el Rin

y la mansión fragosa del asombrado dacio?] [6]

El poema seguía y seguía. Para los embajadores, o para el propio Partenio, el que Estacio se refiriera al emperador con el título que él mismo se había arrogado de Germánico, por su supuesta victoria sobre los catos del Rin, o que se hiciera referencia también a la siempre inflada supremacía de Roma sobre la Dacia y su rey, eran poco menos que gigantescas burlas a la razón humana, pero tanto el consejero como los embajadores de Moesia se cuidaron mucho en que sus rostros no mostraran la indignación que palpitaba en sus corazones. Pero Estacio proseguía declamando:

Domiciano, Dominus et Deus,

vix sola sufficiunt insessaquepondere tanto

subter anhelat humus, nee ferro aut aere; laborant

sub genio, teneat quamvis aeterna crepido,

quae superingesti portaret culmina montis

caeliferique attritagenu durasset Atlantis…

Non hoc imbríferas hiemes opus aut Iovis ignem

tergeminum, Aeolii non agmina carcerís horret

annorumve moras: stabit, dum térra polusque,

dum Romana dies.

[El cielo apenas puede sostenerte y jadea a tus plantas

la tierra por tal mole. No es el hierro ni el bronce:

es tu genio el que fatiga el suelo, y lo fatigaría aun cuando

fuera un pedestal eterno

el que te sustentara, soportando las cumbres de una montaña

alzada sobre él, o resistiendo la fuerza abrumadora de las

rodillas de Atlante, portador del cielo…

Tal estatua no teme al invierno pluvioso,

ni al triple haz de Júpiter,

ni a las legiones vientos que Eolo retiene,

ni a la injuria durable del tiempo:

seguirá enhiesta mientras duren la tierra y el cielo

y la gloria de Roma.]

El joven esclavo encargado de dar la hora mantenía su mirada fija, a través de una ventana, en el gran reloj de sol de una de las paredes exteriores de palacio. Desde dentro del Aula Regia la sombra delgada de la punta de bronce del reloj no era visible para nadie que no se asomara desde aquel punto, por eso el emperador había insistido en tener a aquel muchacho pendiente de la hora de forma permanente. Estacio seguía declamando en el centro de la gran sala de audiencias. Partenio, por su parte, observaba al joven esclavo que debía dar la hora. El consejero imperial se percató de cómo el muchacho sudaba por todas partes, por la frente, por las sienes, por las manos que se frotaba constantemente. Partenio miró al César. Este no parecía darse cuenta de aquel detalle, atento como estaba a los versos de Estacio, pero… cuando el joven esclavo hiciera lo que tenía que hacer… ¿entonces…?

—¡Es la hora séptima, Dominus et Deus! —dijo el esclavo aprovechando una breve pausa que Estacio se había tomado para inspirar aire.

Domiciano asintió, pero siguió esperando que Estacio prosiguiera hasta que una nueva interrupción hizo que se callase: Estéfano acababa de entrar por el fondo de la sala y, con paso rápido, cruzó el Aula Regia directo al emperador. Llevaba un pequeño rollo en su mano. Muchos contuvieron la respiración, pues imaginaron que quizá su nombre pudiera estar escrito en aquella scheda enrollada. Estacio dudó en proseguir con su poema o no cuando el propio emperador levantó la palma de su mano derecha indicándole que esperara. Estéfano se detuvo frente al César, se arrodilló, levantó la cara y vio cómo el emperador le indicaba que se aproximara. El joven se levantó y cuando estaba apenas a un paso del emperador, en voz baja, como un susurro inaudible para el resto de los presentes, habló con voz grave:

—Es mucho peor de lo que imaginábamos, Dominus et Deus. Hay muchos más implicados. La lista es larga.

—Larga… —repitió el César para sí mismo. Dudaba en abandonar la sala de audiencia sin haber escuchado a los embajadores, pero como ya había pasado la temida hora sexta le pudo la curiosidad por conocer el nombre de los implicados en la conjura que había descubierto Estéfano. La impaciencia le consumía por dentro y, al fin, se decidió. Ya nada podía sucederle. Además el palacio estaba férreamente custodiado por cientos de pretorianos. Nadie podría entrar. Nadie. Se sintió seguro. Miró al joven esclavo.

—¿Estamos en la hora séptima? —preguntó el emperador para confirmar.

—Así es, Dominus et Deus; bien entrada ya la hora séptima —apostilló con un hilillo de voz.

Partenio vio cómo unas gotas de sudor le cayeron de la frente hasta el suelo. El consejero miró al César, pero el emperador no parecía haber visto nada raro. Perdía vista como perdía pelo, pero, al igual que ocultaba su calvicie con pelucas, se negaba a reconocer que ya no veía tan bien como en el pasado. Eso les estaba ayudando.

El emperador se levantó de su trono.

—Vamos —dijo y emprendió la marcha hacia sus aposentos dejando a un lado al perplejo grupo de embajadores de Moesia que le observaban desconcertados. Domiciano no se molestó siquiera en dedicarles una mirada. Estacio, por su parte, se hizo a un lado con rapidez e inclinó la cabeza cuando el César pasó a su lado, rodeado ya por una veintena de pretorianos armados hasta los dientes.

Los embajadores miraron a Partenio. Estaban indignados. El consejero imperial se les acercó.

—El César celebrará una nueva audiencia mañana. —Uno de los embajadores fue a decir algo, pero Partenio tampoco estaba para ocuparse en ese momento de las fronteras del Imperio—. Mañana —repitió con autoridad y dio media vuelta para seguir la estela de los pretorianos que se alejaban por el fondo del Aula Regia. El plan estaba en marcha.

Los asesinos del emperador
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