UNA ADVERTENCIA

Domus Aurea, Roma, 75 d. C.

Antonia Cenis se sentía enferma hacía tiempo, pero ahora apenas salía de su habitación. Domicia entró pisando con cuidado de no hacer ruido, por si la concubina de Vespasiano estaba dormida. El emperador nunca había formalizado un matrimonio con Antonia Cenis, pero Domicia, como todos, sabía del enorme poder de influencia de aquella mujer sobre el hombre que regía el Imperio. La joven madre no entendía bien por qué la había llamado Antonia Cenis, pero tenía claro que debía acudir.

—¿Tu hijo está bien? —dijo Antonia con voz débil.

Domicia comprendió que no dormía y se acercó hasta sentarse en una pequeña sella que había dispuesta junto a la cama.

—Muy bien, mi señora —respondió Domicia—. Sólo han sido unas fiebres pasajeras.

—Me alegro —respondió Antonia—. Sé que ese niño significa mucho para ti y para el emperador también… Me cuesta hablar…

Domicia se levantó.

—Quizá sea mejor que descanses. Puedo venir luego —dijo la joven, pero Antonia le cogió la muñeca con la mano y la obligó a sentarse de nuevo al tiempo que volvía a hablar.

—No, no te vayas… he de hablar contigo… Siéntate, siéntate, por Cástor y Pólux, siéntate —rogó Antonia, y la joven cedió mientras ella seguía hablando—. ¿Cuántos años tienes, Domicia?

—Veinticuatro, mi señora.

—Veinticuatro —repitió Antonia. Miró hacia el techo y luego cerró los ojos un instante y los volvió a abrir—. Eres tan joven, tan joven… que no te das cuenta. Antonia calló. Sólo se oía su respiración entrecortada.

—¿No me doy cuenta de qué, mi señora? —preguntó Domicia intrigada.

Antonia giró pesadamente la cabeza sobre la almohada y volvió a mirarla. Era el momento propicio para una confesión, decían que los cristianos confesaban muchas de sus peores faltas antes de morir, aunque ella, Antonia Cenis, no compartía esa visión tan simplificada del mundo: viertes tus miserias poco antes de morir, te liberas de ellas y extiendes el dolor por todas partes. ¿De qué le iba a servir a Domicia saber que había sido ella la que instigó el nombramiento de su antiguo marido Elio y su divorcio? Era cierto que luego el asesinato de Elio fue sólo cosa de Domiciano, pero Antonia había iniciado todo aquel triste proceso. Ahora Domicia, la joven Domicia, estaba atrapada en un matrimonio que Antonia intuía terrible. Sí, se sentía culpable, pero no era su naturaleza verter sus remordimientos sobre quien había causado ya mucho daño con sus actos del pasado. El sufrimiento callado de Domicia había sido el dinero con el que había comprado unos años de paz junto a Vespasiano sin las interferencias del más horrendo de sus hijos. No, no podía hacer nada por deshacer lo hecho, pero podía hacer algo útil: podía advertir, avisar. Antonia miró a Domicia fijamente.

—¿Me oyes bien? —preguntó Antonia; era importante cerciorarse de que Domicia comprendiera bien su mensaje y también lo era que no lo escuchara nadie más.

—Sí, mi señora.

—¿Y estamos solas?

La respuesta de Domicia tardó un instante, el tiempo necesario para que ella paseara sus ojos por la habitación y comprobara que, en efecto, no había esclavos cerca.

—Sí, mi señora.

—Bien; escucha entonces, joven Domicia, escúchame bien: no te enfrentes con Domiciano, no lo hagas nunca. Por muy terribles que puedan ser sus acciones nunca podrás con él y más horrorosa será su venganza si le atacas. Cuida de tu hijo y olvídate de todo lo demás. Todo lo demás no importa. Deja que otros se encarguen de él; ¿me has entendido?

—Sí, mi señora.

—¿Te sorprende lo que te he dicho?

Y, de pronto, para perplejidad de Domicia, la joven escuchó su propia respuesta y comprendió que tenía perfecto sentido.

—No, mi señora, no me sorprende. Sé que Domiciano puede ser temible, pero ahora está más bien ausente. No estamos mucho tiempo juntos y se mantiene bastante alejado también de nuestro hijo.

Antonia sonrió ante la ingenuidad pasmosa de Domicia.

—Eso es ahora —dijo Antonia—, pero cuando Vespasiano muera y su hijo mayor, Tito, acceda al trono imperial, entonces Domiciano se pondrá rabioso. No debes atacarle entonces, incluso si se revuelve contra ti… Recuerda mis palabras: nunca te enfrentes con él… nadie puede con él… lo he leído muchas veces en sus ojos… Ahora sí, será mejor que me dejes sola… necesito descansar…

Y Domicia se levantó y se dirigió a la puerta. Antonia Cenis sintió cómo la puerta se cerraba al tiempo que, de pronto, ya no podía respirar. Sus ojos abiertos se quedaron mirando el techo, su cuerpo se quedó inmóvil y el aire de la habitación quieto.

Los asesinos del emperador
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