LA BELLA DOMICIA
Roma, mayo de 70 d. C.
Domus Aurea
El emperador Vespasiano estaba inquieto. Si bien el pueblo, tras los ludi que había celebrado en el circo Máximo, con cuadrigas y también con luchas de gladiadores, parecía aceptarle, incluso quererle, sentía las miradas de muchos senadores que aún dudaban de su capacidad para pacificar el Imperio y recuperar el control de todas las provincias. Además seguía la revuelta bátava en la Galia y los problemas en las fronteras del Rin y el Danubio. Por otro lado, su hijo Tito asediaba Jerusalén con energía, pero, por el momento, las noticias, siempre algo confusas, apuntaban a que los judíos seguían resistiendo tenazmente. Aquello no le ayudaba en su propósito no ya de gobernar el Imperio, sino de instaurar una nueva dinastía que sustituyera a los descendientes de Julio César y Augusto. Para ello, Vespasiano, declarado augusto por el Senado, había promovido la concesión de los títulos de César a sus dos hijos, Tito y Domiciano.
En medio de todas aquellas tensiones, Vespasiano se decidió a dar un gran banquete en los edificios de la Domus Aurea que, erigidos en la ladera del Palatino, habían sobrevivido a las inclementes llamas del incendio de Roma de hacía unos años originado por los vitelianos. Aún no había habido tiempo suficiente para la reconstrucción después de un tenebroso año de guerra civil y locuras imperiales. Vespasiano había ordenado levantar un nuevo palacio para recepciones oficiales en lo alto del Palatino, pero, mientras tanto, usaba la sección de la Domus Aurea que seguía en pie para vivir y acoger a sus invitados. Hasta allí se desplazaron decenas de senadores, el prefecto de la ciudad, los prefectos del pretorio, otras autoridades de importancia y representantes de todas las grandes familias patricias y ecuestres de Roma. Vespasiano intentaba demostrar que se estaba consolidando como emperador y que además, tenía un hijo, Tito, que debía proporcionar importantes victorias militares al Imperio. Y si alguien pensaba lo contrario sería más fácil detectarlo desde la proximidad de una fiesta en la que estaría presente, al menos, su hijo pequeño Domiciano. Todos tenían que ver que la familia Flavia era fuerte; pese a la muerte de su hermano Sabino, allí estaba él, Vespasiano, junto a Tito y… Domiciano. Le costaba incluirlo. El muchacho seguía distante y metido en frivolas fiestas nocturnas y, según parecía, orgías de todo tipo, pero el emperador lo achacaba todo a su juventud. El también vivió sus juergas cuando tenía diecinueve años. Más tarde o más temprano, Domiciano se centraría en la importancia de la unión de la familia Flavia y sería un aliado importante para él mismo y para Tito. Eso pensaba Vespasiano. Todas aquellas preocupaciones, no obstante, no le dejaban dormir tranquilo. Sólo las caricias de Antonia conseguían tranquilizarle. Ella estaría también en la fiesta.
Domus de Lucio Elio Lamia
Lucio Elio Lamia era de los que tenía clara la importancia de estar en buena relación con el nuevo emperador de Roma. En una decisión que lamentaría el resto de su vida, anunció a su hermosa joven esposa, Domicia Longina, que iban a acudir al banquete que ofrendaba Vespasiano para un escogido grupo de senadores y patricios que el emperador señalaba así como futuros grandes líderes en las diferentes magistraturas del Imperio romano.
—Esta noche conoceremos al emperador —dijo Lucio con orgullo por lo que él pensaba que eran espléndidas noticias. Su joven esposa, no obstante, se mostró algo incómoda. Ella ya había conocido a otro emperador de pequeña, a Nerón, y éste había ordenado la muerte de su padre. No era para ella, pues, una noticia especialmente feliz, pero, al ver la cara de regocijo de su esposo, no dudó en sonreír y en mostrarse contenta.
—¿Nos han invitado? —preguntó de forma retórica, por decir algo que no contraviniera la alegría de su marido.
—Así es, Domicia, y es un privilegio que muy pocos han conseguido; no creo que haya más de doscientas o trescientas personas invitadas. Es un honor muy grande, así que vístete con tu mejor túnica y tu mejor stola. Quiero que toda Roma vea que estoy casado con la más hermosa de sus patricias.
Domicia asintió mientras veía cómo su esposo se dirigía a la puerta de la domus con intención de salir para, en el foro de la ciudad, anunciar a todos sus amigos que estaban invitados a la gran cena de Vespasiano.
Domus Aurea
Domiciano despreciaba las grandes recepciones que su padre se empeñaba en hacer con demasiada frecuencia para su gusto. Esas cenas le obligaban a mostrarse sociable y atento con todos, siendo muchos de los invitados totalmente despreciables para él. Además, un banquete oficial implicaba una noche en la que no podía salir por la Roma nocturna a satisfacer sus apetitos carnales en los mejores lupanares de la ciudad, donde el flujo de oro que manaba de su bolsa como segundo hijo del emperador era siempre bienvenido, y aún mejor recompensado con las más impactantes prostitutas de todo el orbe que, toda vez que la ciudad había recuperado el orden, volvían a ser enviadas hacia Roma desde todos los puntos del Imperio para satisfacer los más variados gustos de los gobernantes y los hijos de los gobernantes del mundo. Domiciano se sentía a gusto en esa segunda categoría, pero una nueva recepción oficial se interponía en su anhelada visita a un nuevo prostíbulo donde le habían prometido una noche de lujuria sin límites con varias doncellas provenientes de la lejana Asia.
—Meretrices del máximo nivel, auténticas heteras de Oriente para servir al hijo del emperador —le había anticipado la vieja lena que regentaba el gran prostíbulo junto a la margen izquierda del Tíber, próximo al puente Fabricio.
Pero ahora, por ese maldito empeño de su padre de ir rodeándose de un grupo bien nutrido de fieles senadores que acudían a sus fiestas primero para luego ser empleados en alguna arriesgada campaña en el norte del Imperio, ahora tendría que posponer esa maravillosa noche con las meretrices de Asia durante al menos una velada que se probaría del todo inútil en lo esencial: encontrar algo entretenido con lo que compensar su terrible pérdida de diversión nocturna.
Domiciano entró en la gran sala preparada para el banquete oficial, se reclinó en el lecho a la derecha de su padre y decidió hundir su furia mal contenida pegando grandes mordiscos a las suculentas carnes que los esclavos estaban disponiendo ante él. Había pensado en emborracharse, pero su padre se lo recriminaría delante de todo el mundo y no quería añadir más humillaciones a aquella ya de por sí humillante velada.
Domus de Lucio Elio Lamia
Domicia no hizo caso a su marido y, aun a riesgo de decepcionarle, optó por una stola gris muy discreta y por acicalarse con mesura, recogiendo su pelo con elegancia pero sin recurrir a ninguno de los complejos y más sofisticados peinados que se elevaban por encima de la cabeza tras una hora de ingente trabajo de varias esclavas y ornatrices duchas en mantener el cabello en equilibrios imposibles a base de decenas de pequeñas pinzas. Pero Domicia, ingeniosa, ante la mirada de desaprobación de su esposo, tenía preparada una muy buena excusa para su discreta presencia.
—Habrá esposas de muy importantes autoridades en el banquete, Lucio, y no quiero que ninguna sienta envidia de mí, especialmente Antonia Cenis, la concubina del emperador, y que eso te perjudique.
Su esposo parpadeó un par de veces, perplejo ante la sagacidad de su esposa. Sin duda alguna, indisponer a la esposa de un jefe del pretorio o de un senador cónsul podría ser algo terrible para su futuro, pero era evidente que indisponerse con Antonia Cenis, tan próxima y tan influyente en el nuevo emperador, podría ser aún algo mucho peor. Antonia superaba ya los cuarenta años y, aunque se conservaba razonablemente bien por haber sido muy hermosa en su juventud, estaba claro que no podía competir con la radiante belleza de Domicia o de otras muchas jóvenes patricias romanas. La discreción en el vestido y en el maquillaje por parte de su inteligente esposa harían que los ojos de Antonia Cenis se fijaran en otras jóvenes que acudirían mucho más llamativas al banquete. ¿Cómo no se le había ocurrido a él todo eso? Antonia fue liberta de la madre del emperador Claudio y se decía que fue ella la que descubrió la conjura de Sejano que conllevaría la caída del temible jefe del pretorio en tiempos de Tiberio. La esposa de Vespasiano había fallecido hacía unos años y, tras la llegada de éste a Roma, no se sabía muy bien cómo, Antonia Cenis había sabido cautivar al nuevo gobernante del Imperio. Si bien Vespasiano no parecía dispuesto a contraer matrimonio con ella, la trataba como a su esposa en privado y en público y muchos estaban persuadidos de que la influencia de Antonia Cenis en las decisiones de los últimos nombramientos de gobernador tenían su sello inconfundible.
—Has elegido bien, esposa —respondió Lucio Elio al fin con una sonrisa en los labios que tranquilizó a la joven Domicia—; como siempre mi hermosa mujer tiene mejores intuiciones que las mías propias.
Ambos, en sendas literas portadas por media docena de esclavos cada una, partieron de su domus en dirección a la ladera del Palatino.
Exterior de la Domus Aurea
Había una gran multitud de gente congregada en las inmediaciones de la Domus Aurea. El pueblo de Roma tenía curiosidad por ver a todos aquellos que gozaban de la confianza del nuevo emperador. Era como un gran desfile improvisado donde se podía ver a los senadores y otros prohombres de la ciudad acompañados de sus mujeres, de camino al viejo palacio imperial que construyera Nerón en el pasado reciente. Hasta allí encaminó sus pasos Estacio, para ver pasar la vida de quienes realmente contaban en aquel mundo ante sus ojos. Todo lo digería bien: senadores, equites, magistrados, cónsules, sacerdotes y un largo et cetera de personalidades de toda condición que acudían a la llamada alta y clara del poder; todo lo aceptaba Estacio, con la resignación de su condición humilde, hasta que apareció Quintiliano, el popular retórico que había conseguido llamar la atención del nuevo emperador con sus dotes oratorias. Eso fue lo que le dolió. Los había que con las palabras llegaban hasta el círculo más íntimo del poder de Roma, allí donde estaba el oro, allí donde había una vida de lujos, cómoda y sin problemas. Quintiliano apareció y desapareció como un destello fulgurante entre el tumulto de los que se adentraban en la Domus Aurea, pero aquel instante fue suficiente para que Estacio cerrara los ojos y buscara dentro de sí palabras, versos, poemas con los que ser considerado alguien en aquel mundo donde su persona, como la de tantos otros, simplemente no contaba, no existía. Pero no acertó a encontrar las palabras, los versos, ese poema que pudiera cambiar su vida. Se marchó de allí entristecido, pero no resignado. Eso nunca. Seguiría en el empeño. No importaban los desprecios de todos los bibliotecarios de Roma: alguna vez lo conseguiría. Y ese lujo y esa paz que da el poder serían también suyas. Lo serían. No importaba para qué o para quién tuviera que componer sus poemas. Lo conseguiría.