LA ARENA DEL ANFITEATRO FLAVIO

Roma, 83 d.C.

Tito Flavio Domiciano había pedido nuevos entretenimientos para los muñera gladiatoria del anfiteatro Flavio, unos juegos con luchas de gladiadores especiales que había ordenado celebrar para engrandecer aún más su triunfo. Desde lo alto del podio imperial, aclamado por el pueblo, el emperador miraba hacia la plebe, que no cesaba de vitorearle. Los romanos siempre tenían miedo a que algún pueblo bárbaro quebrara las fronteras del norte: un emperador que acababa de doblegar a las tribus germanas era tremendamente apreciado, y si les ofrecía luchas de gladiadores aún más. Domiciano sonreía a su pueblo. Ahora sólo quedaba que los espectáculos de la arena estuvieran a la altura.

—Confío en que el entretenimiento que se ofrezca sea merecedor de este recinto y del triunfo que he celebrado —dijo el emperador mirando al editor de los juegos y al lanista del Ludus Magnus.

El editor, completamente acobardado, se dobló hasta casi tocar el suelo con su cabeza, sin atreverse a decir palabra alguna, encomendando su suerte a los dioses a los que el día anterior había cubierto de sacrificios y ofrendas de todo tipo con la esperanza de que todo saliese hoy a la perfección. Cayo, el lanista, por su parte, se inclinó también ante el emperador, pero con más dignidad, y añadió al reincorporarse unas palabras de confianza en sus gladiadores.

—Mis hombres combatirán bien, César.

—Eso espero… —dijo Domiciano volviendo su mirada de nuevo hacia la arena—, por su bien… por tu bien… —apostilló el emperador, que no podía evitar sentirse incómodo ante un hombre, el preparador de gladiadores, a quien debía nada más y nada menos que haber sobrevivido a la locura de los vitelianos durante la guerra civil.

Su padre, el divino Vespasiano, había premiado a aquel preparador nombrándolo lanista del gran Ludus Magnus. Para Domiciano aquello había sido premiar en exceso a aquel hombre. El emperador sospechaba de quien resultaba ser demasiado eficaz y, por encima de todo, odiaba deber algo a alguien. Le irritaba.

El lanista no sintió miedo ante las palabras de Domiciano. Intuía que con el nuevo emperador no sólo los gladiadores luchaban por su vida, sino que la suya misma estaba en juego en cada momento, como empezaban a estarlo las vidas de todos en aquella ciudad: senadores, libertos, esclavos, pretorianos, legati, arquitectos, consejeros, esclavas o patricias; todos cada vez más sometidos a los diferentes y muy variables estados de ánimo del nuevo dueño del mundo. Como la joven Flavia Julia, la sobrina del emperador, allí, sentada junto al César, pequeña en estatura, grande en belleza. También ella estaba sometida. Su rostro triste lo decía todo, pero pocos se fijaban en ella. El lanista, no obstante, llevaba bien la parte de sometimiento que le correspondía. Era como la incertidumbre antes de entrar en combate en los viejos tiempos de las legiones. Sin mujer e hijos a los que proteger, el lanista no confería demasiada importancia a nada. Le gustaba el dinero, eso sí, porque, mientras sobreviviera, éste le daba la oportunidad de permitirse tantas mujeres y vino y manjares exóticos como deseara y eso le hacía infinitamente más agradable la existencia; por eso se preocupaba de que sus hombres siguieran bien entrenados y de que combatieran con valor y gallardía en la arena, por eso y porque esa extraña sensación de lo bien hecho sólo la sentía ya ante un buen combate en el que participara, al menos, uno de sus hombres. El nunca había valido para otra cosa que no fuera supervisar hombres antes y durante un combate: primero fue en las guerras del Imperio, ahora en la arena. Hoy combatirían muchos de sus gladiadores pero, por encima de todo, para satisfacer las ansias infinitas de nuevas sensaciones del emperador, lo harían Marcio, el mirmillo invencible, contra Atilio, el gran provocator. El preparador de gladiadores aún recordaba el diálogo con el emperador en Alba Longa, su residencia de verano, al sur de la ciudad, antes del regreso de éste a Roma; una nueva villa donde el emperador se refugiaba ocasionalmente para alejarse del ruido muy diferente a la que su padre y su hermano disfrutaron al norte de la ciudad. Entre otras cosas, Domiciano había ordenado que se fuera levantando un anfiteatro privado para él y el pueblo de Alba Longa donde poder disfrutar de luchas de gladiadores durante sus retiros veraniegos. De momento estaba en cimientos, pero más tarde o más temprano sería una auténtica realidad.

—Quiero nuevos retos, nuevas luchas, cosas nunca vistas para los muñera gladiatoria de mi triunfo —había dicho el emperador. Cayo no supo bien qué responder y el silencio fue aprovechado por Tito Flavio Domiciano para formalizar una petición de forma explícita—. Quiero que tus dos mejores hombres combatan entre sí… Al pueblo le encanta que gladiadores de un mismo colegio se vean obligados a luchar entre ellos, pues es seguro que se conocen desde hace tiempo, incluso es probable que sean amigos, y eso le añade tanta tensión a la escena que al pueblo le encanta… Tus gladiadores, los del Ludus Magnus, son los mejores, así que, ¿qué mejor espectáculo que un combate entre los dos mejores de la mejor escuela de lucha?

—Pero César —contravino en aquel momento el lanista, aunque ahora, en el recuerdo, su voz sonaba absurda y torpe en la réplica—, Marcio es un mirmillo y Atilio, mi segundo mejor luchador, es un provocator. Un mirmillo nunca lucha contra un provocator, nunca ha sido así… De hecho recuerdo que ambos eligieron esas categorías tan opuestas para no enfrentarse nunca entre ellos… son grandes amigos.

—Eso es precisamente lo esencial —le interrumpió el emperador, que al saber de todo aquello agradeció hasta el que el lanista se hubiera atrevido a contravenirle en algo—. Esa amistad es lo que hará el combate aún más interesante para todos. El pueblo me adorará por ello. Asegúrate de que se sepa por toda Roma que ambos gladiadores son amigos. Eso me encanta. Es perfecto, perfecto…

Se alejó del jardín en el que habían hablado rodeado por los pretorianos, dejándole a solas con aquel encargo. El hecho de que nunca antes hubieran combatido entre sí un mirmillo y un provocator, o sólo de forma muy excepcional, añadía aún más novedad al combate exigido por el emperador. Había sido un estúpido y al hablar de más había sentenciado, como mínimo, a uno de sus dos mejores gladiadores. Pero no había nada que hacer. Nada. ¿Nada? El lanista meditó largamente sobre el asunto durante su lento viaje de regreso a Roma. Tenía que ver la forma en la que presentar todo aquello a Marcio y a Atilio, no porque no pudiera obligarles a combatir entre ellos, eso siempre se podía hacer, sino porque no se puede obligar a nadie a combatir con auténtica convicción. Los dos eran amigos de la infancia, desde que los acogió en la escuela en la época de los disturbios vitelianos, y aún más: eran amigos desde antes de tener memoria, pues cuando les preguntó ninguno de los dos supo decir cómo o cuándo se conocieron: simplemente habían sobrevivido siempre juntos en las peligrosas calles de Roma, luchando juntos, aprendiendo juntos, y, con frecuencia, una vez en el Ludus, hasta durmiendo en la misma celda del colegio de gladiadores. Pedirles que lucharan a muerte el uno contra el otro se podía hacer, pero pedirles que lo hicieran y que se emplearan a fondo no era posible. ¿O sí?

Marcio se asomaba por la Puerta de la Vida. A pocos se les permitía moverse con esa libertad por las entrañas del anfiteatro Flavio, pero su caso era especial: a fuerza de sangre y victorias en la arena, se había convertido en el mejor de todos los gladiadores del Ludus Magnus, era como si su carne misma fuera parte inseparable de los muros que sostenían el edificio. No iba a huir, eso era imposible con centenares de pretorianos custodiando todas las entradas y salidas del gran recinto, y no iba a intervenir en los combates sino cuando le correspondiese. Así, Marcio lo observaba todo desde aquella puerta intentando encontrar en cualquier visión alguna forma de escapar a su destino: combatir contra Atilio, su mejor amigo, casi su único amigo, pues los dos se habían encerrado en su amistad inquebrantable para sobrevivir en el duro colegio de gladiadores, como antes lo hicieron para sobrevivir como niños mendigos y ladronzuelos en las calles de Roma. Combatir contra Atilio era lo último que deseaba y, sin embargo, era lo que se les había impuesto. De nada les había valido su prudencia al escoger especialidades de lucha que normalmente nunca se confrontaban. Estaban sujetos, todos lo estaban, al capricho del emperador. Recordaba las palabras del lanista.

—Tenéis que luchar. No hay otra salida, pero tenéis una posibilidad: si combatís tan bien como Prisco y Vero, si conseguís que vuestra lucha traiga a la olvidadiza memoria del pueblo aquel combate, quizá éste sea clemente y pida vuestra liberación. Sólo vosotros dos podéis luchar de forma similar a ellos. Sois los únicos que estáis a la altura, aunque quizá el combate os pille aún un poco pronto, pero ése es el único camino que tenéis ante vosotros para salir los dos vivos. Demostrad que sois los mejores y tal vez así os salvéis. De lo contrario sólo podrá quedar con vida uno de los dos. Y si os negáis a combatir o alguno abandona a mitad de combate os ejecutarán a los dos. Tenéis que ser como Prisco y Vero, como Prisco y Vero… —Y se alejó de ambos.

Marcio, desde la Puerta de la Vida, recordaba aquellas palabras y la mirada que cruzó con Atilio en aquel momento: como Prisco y Vero, se dijeron ambos y, por mutuo acuerdo, ya no volvieron a dirigirse la palabra desde aquel día. Si querían luchar bien tenían que estar concentrados en los entrenamientos. No comieron juntos en aquellas semanas, ni bebieron juntos ni hablaron de nada. Tampoco asistieron a las orgías que algunas patricias organizaban con la participación de algunos de los mejores gladiadores del Ludus Magnus, a las que ambos eran invitados con frecuencia. El lanista se las ingenió para excusarlos. Respetaba su concentración. Sólo se miraban durante los entrenamientos a puerta cerrada en la arena del colegio de lucha. Los dos se estaban esforzando, aplicando al máximo. Marcio sabía que tenía que perder algo de peso para poder equipararse un poco en velocidad con Atilio; éste, por el contrario, comía más que de costumbre y entrenaba sus músculos con ardor voraz en un intento por ganar corpulencia para detener los brutales golpes que podría lanzarle Marcio. Como Prisco y Vero… como Prisco y Vero… Marcio sólo tenía esa idea en su mente. Allí estaba, clavado en la Puerta de la Vida, mientras los juegos para celebrar el gran triunfo del emperador Domiciano sobre los catos seguían en marcha, unos juegos inéditos por su brutalidad, imparables en sus ansias de sangre.

Se oyeron entonces gritos de dos mujeres. Marcio dejó de mirar hacia la arena y se volvió hacia el pasillo que estaba a su espalda. Carpophorus, el temible nuevo jefe de los bestiarii, que en pocos años había pasado de mero ayudante a jefe supremo de los adiestradores de fieras, apareció arrastrando a dos jóvenes griegas de apenas diecisiete años. Marcio bajó la mirada. Conocía demasiado el destino de ambas. Las muchachas iban cubiertas con túnicas blancas manchadas de sangre seca, pero cuyo origen ellas desconocían; podía ser sangre de cualquier cosa, incluso podía ser vino, o eso les habría dicho Carpophorus. El gigantesco bestiarius miró fijamente por un instante a Marcio. Este le sostuvo la mirada sin parpadear, transmitiendo a través de sus pupilas todo el desprecio que sentía por aquel salvaje. Las ingenuas jóvenes creyeron en su momento que habían hecho un gran negocio. Carpophorus las habría reclutado en los bajos del anfiteatro en alguna tórrida noche de verano, cuando el calor los trastornaba a todos y muchos hombres salían por las calles de Roma en busca de diversión y entretenimientos retorcidos. Junto al anfiteatro Flavio se podía disfrutar, para los que tuvieran las entrañas suficientemente curtidas, del espectáculo de ver a mujeres jóvenes yaciendo con animales, normalmente con perros, aunque en ocasiones algún caballo viejo también valía para aquellos encuentros furtivos y brutales. Hasta allí habría acudido Carpophorus, donde habría engatusado a algunas de esas jóvenes con la promesa de que podían conseguir mucho dinero, el suficiente para escapar definitivamente de toda aquella locura: se trataría sólo de hacer lo mismo que hacían allí pero en la arena del anfiteatro Flavio. Una actuación y obtendrían el dinero de todo un año de oscuras sesiones en las sombras de los arcos de las ochenta puertas del gran anfiteatro. Era una propuesta irresistible para aquellas ingenuas. Algunas intuirían la barbarie en la voz oscura o en la mirada insondable de Carpophorus, pero otras, ignorantes recién llegadas a Roma, desconocedoras de las pasiones más bajas de la plebe que henchía las gradas del anfiteatro, sucumbirían a la necesidad de obtener dinero para subsistir. A fin de cuentas era una oferta para dejar de hacer lo que hacían: una sola vez y podrían descansar durante un año, un año en el que encontrar otra forma de vida o dinero suficiente para escapar de una Roma que las había atraído con falsas esperanzas de prosperidad; un dinero que incluso podría traerles la posibilidad de regresar a sus provincias de origen. Cualquier cosa con tal de terminar con aquellas prácticas horribles al amparo de la noche y las ansias irrefrenables de los que pagaban por mirar. Una sola vez, una sola vez y serían libres.

Marcio, ahora, desde la Puerta de la Vida, veía cómo salían a la arena las dos muchachas. Carpophorus sólo había convencido a dos para poner en práctica su nuevo método, como lo llamaba él; su magia, como pensaban muchos. Y es que a los romanos les encantaba ver cómo se representaban horribles escenas de sus dioses cuando alguno de éstos, reencarnado en algún animal bestial, como un toro, yacía con alguna joven diosa o ninfa o mujer. Y hacia allí caminaban aquellas pobres jóvenes, inconscientes de que les aguardaba el más horrible de los destinos. Hasta la fecha esas representaciones habían sido bastante desastrosas ya que los animales no mostraban ningún interés por montar a las hembras humanas, sino que o bien las embestían, en el caso de los toros, o bien las despedazaban, en el caso de las fieras. La gente no se lo pasaba mal del todo, pero lamentaba que el espectáculo no fuera más completo, más realista y que los animales no se excitaran sexualmente de algún modo. Pero Marcio sabía que Carpophorus tenía un nuevo método. Todos parecían haber estado desarrollando nuevas ideas para satisfacer la insaciable ansia de brutalidad y horror del nuevo emperador, pero sólo Carpophorus, que ya tomó buena nota del castigo del anterior emperador al primer bestiarius del anfiteatro Flavio el día de su inauguración, sólo él parecía haber dado con algo que maravillaría a todos por igual, al pueblo y al propio emperador Domiciano. Hacía una semana Marcio, en medio de su soledad absoluta al no hablar con Atilio, se entretuvo inspeccionando los pasadizos que conducían a la arena del anfiteatro. Había nuevas celdas, nuevas cárceles y pasillos que iban de un lado a otro en un intento por dar cabida aún a más fieras, esclavos o condenados con los que alimentar la pasión de la plebe por la sangre y la muerte. Marcio se sentía incómodo si no sabía bien a dónde conducía cada pasadizo. El anfiteatro Flavio era su vida y, quizá, terminara siendo su muerte, pero, cuanto mejor lo conociera, más seguro se sentiría en sus entrañas. Había llegado a considerar la posibilidad de escapar para evitar combatir contra Atilio, pero sus caminatas nocturnas por aquel entramado complejo de pasillos húmedos y henchidos de horribles gritos humanos o rugidos bestiales lo conducían siempre a verjas custodiadas por pretorianos. No. El lanista había dado con la única salida: combatir como Prisco y Vero.

En uno de esos paseos, Marcio, hacía una semana, había oído los rugidos de las fieras. Se acercó despacio hasta una de las celdas de los animales y sorprendió a Carpophorus en su interior, sosteniendo una antorcha con la que ahuyentaba a dos leonas que, por la sangre que se desprendía de sus cuerpos, debían de estar en el celo más agudo posible. ¿Por qué se enfrenaba Carpophorus a dos fieras en celo? Marcio observó con atención. No luchaba contra ellas; sólo le interesaba su sangre, su sangre de leonas en celo. Ese era su nuevo método. Las fieras, los toros, cualquier animal no se excitaba con las hembras humanas, pero en sus terribles experimentos Carpophorus había llegado a la conclusión de que si untaba ropas de mujer con sangre de animales hembra en celo los machos de las bestias correspondientes a su especie se excitarían e intentarían montar a quien llevara aquella maldita ropa impregnada con esa sangre, con ese olor a sexo. Justo en ese instante, Carpophorus sintió la mirada de Marcio y se revolvió desde el interior de la celda. Sus ojos lo decían todo: «Habla y morirás; éste es mi secreto, éste es mi mundo.» Marcio se retiró de allí sin decir nada. Carpophorus salió de la celda con las túnicas impregnadas en sangre de leona en celo, cerró bien la puerta de metal y caminó detrás de Marcio, pero al cabo de unos pasos se detuvo. Sabía que el gladiador era hombre de pocas palabras. No diría nada. Sólo se ocupaba de sus asuntos. Además tenía un combate contra su amigo el gran provocator. Quizá no pasase de mañana.

Eso mismo creyó Marcio que pensaba Carpophorus cuando sus miradas volvieron a cruzarse ahora en la Puerta de la Vida, pero el bestiarius tenía trabajo pendiente aquella tarde y pasó a su lado sin hablarle, saliendo hacia la luz del sol que se desparramaba sobre la arena del anfiteatro con sus dos griegas jóvenes atadas y amordazadas. Marcio vio cómo las condujo hasta el centro de la arena y allí, con la ayuda de varios esclavos, ató a cada una a sendos postes. El público esperaba que las desnudara por completo y los esclavos empezaron a tirar de las túnicas para desgarrarlas como era la costumbre cuando iban a ser entregadas a las fieras, pero en este caso Carpophorus le interrumpió con un grito.

—¡Dejadles la ropa! ¡No las toquéis!

Los esclavos se alejaron sin contradecir al gigantesco bestiarius. Allá se las compusiera él con los deseos contrariados del público, pues, en efecto la plebe, en cuanto vio que no se desnudaba a las mujeres, empezó a gritarle y abuchearle. Carpophorus hizo como que no oía nada y siguió con su metódico plan. Al público le habría gustado también ver a un toro con una de aquellas mujeres, pero Carpophorus sabía que era mucho más fácil adiestrar a los leones o a cualquier otra fiera antes que a un toro. Así que en eso confió. Miró hacia el podio imperial y observó que el emperador tampoco parecía complacido por los abucheos del público, pero no podía cambiar ya lo que tenía preparado. En los pasadizos del anfiteatro, los esclavos estarían poniendo en marcha sus instrucciones, por la cuenta que les tenía, con milimétrico cálculo, de lo contrario sabían que tendrían que enfrentarse contra la ira descontrolada del bestiarius. Este se alejó unos pasos de las muchachas, portando un largo látigo y una antorcha encendida como defensa. No quería arriesgarse. De pronto, un inmenso león salió a la arena, incómodo y nervioso. El animal salvaje rugía, de puro miedo, de modo casi ensordecedor para los que se encontraban próximos a él. Las muchachas sólo entonces empezaron a comprender que las promesas de Carpophorus habían sido la más vil de las mentiras. Aquel animal no era ni un perro ni un caballo. Pero atadas y amordazadas no podían hacer nada más que agitarse, retorcerse de forma casi espasmódica en su vano intento por deshacerse de aquellas tensas ligaduras para poder escapar. El león se paseaba por la arena y, de inmediato, fiel a la costumbre de las fieras, se aproximó hacia la valla protectora en un extremo del gran óvalo en un afán de encontrar algo de refugio al abrigo de aquella pared. Carpophorus sabía que pronto esclavos e incluso pretorianos armados azuzarían a la bestia para que saliera hacia el centro de la arena donde sería visible para todos, pero, como si fuera un protector de los animales, anduvo detrás del león agitando su antorcha para dar a entender a esclavos y guardias imperiales que dejaran a la fiera en paz. Vio que el miembro masculino de la bestia estaba algo erecto; no en vano lo había dejado durante horas justo delante de la celda de las leonas en celo. El animal estaba fuera de sí por el deseo insatisfecho, pero el miedo al encontrarse allí solo en medio de aquella explanada, rodeado por miles de seres humanos que gritaban, era enorme y estaba reduciendo su ansia por montar a una leona a la que no veía.

Carpophorus se puso algo nervioso y fustigó el aire con su látigo para que el chasquido hiciera que el animal se moviera, pero sin llegar a darle. Lo quería intacto. Una ligera brisa se levantó por fin, por fin, y el bestiarius se calmó. El aire era su gran aliado. El león se quedó inmóvil, pero levantó su cabeza recubierta de la más majestuosa de las melenas animales. Carpophorus sonrió. Estaba oliendo la ropa de las jóvenes. Ahora vería hasta qué punto su idea era buena. El león, pese al terror de verse rodeado por miles y miles de seres humanos que no dejaban de gritar, de vociferar, no pudo resistir la atracción de aquel olor a celo que se despedía desde el centro del óvalo y empezó a acercarse hacia una de las muchachas. El bestiarius, veloz, llegó hasta una de ellas y, dejando la antorcha en el suelo, sacó un cuchillo y cortó las ligaduras de sus manos.

—Ponte a cuatro patas y quédate quieta. Es tu única oportunidad —le dijo con una voz oscura como la noche. La muchacha, aterrada, temblando, obedeció sin saber qué otra cosa podía hacer. Seguía atada por las piernas y no podía huir.

Marcio lo observaba todo desde la Puerta de la Vida. El león se acercó a la muchacha que estaba a cuatro patas y empezó a olerla. Su miembro se excitaba cada vez más. Carpophorus había cogido la antorcha y se alejaba unos pasos. El público, enfervorecido, entusiasmado por el interés sexual del animal por la joven, empezó a aclamar al bestiarius, que miró de nuevo al podio imperial y comprobó que el mismísimo emperador estaba absorto por el espectáculo. Todo estaba saliendo mejor de lo que esperaba. En ese momento la fiera, incapaz de satisfacer su ansia con la pequeña joven, sintió quizá que debía hacer lo que hacía con las leonas en la selva y mordió a la muchacha por el cabello en un intento por sujetarla. El mordisco fue brutal y la joven, incluso amordazada, desgarró el anfiteatro con el más horrible de los gritos ahogados que se hubiera oído allí en mucho tiempo. La fiera, con una fuerza brutal, zarandeó el cuerpo de la muchacha que, con los ojos en blanco, agonizaba ya musitando sólo gemidos de horror. Marcio se dio media vuelta en la Puerta de la Vida. Había visto suficiente y se adentró por los pasadizos hacia el lugar que tenía asignado previo a su combate contra Atilio.

En la arena la fiera eternamente insatisfecha pero constantemente excitada por los olores de las ropas de las muchachas, repetía la operación de morder en la nuca de la joven que aún permanecía con vida y a la que Carpophorus también había librado de sus ligaduras de las manos. El resultado fue similar al caso anterior. El público, no obstante, jaleaba a Carpophorus. Para ellos había sido divertido ver cómo la fiera se ofuscaba en intentar penetrar a unas jóvenes que se contorsionaban aterradas mientras eran desgarradas. Y Domiciano asentía con satisfacción desde su podio.

—Un gran espectáculo —comento el César a su joven sobrina. Flavia Julia, con los ojos abiertos de par en par, con la respiración detenida, asintió sin decir nada. Era posible tener destinos aún más horribles que el suyo. Aquello la sobrecogió. Se suponía que estaba en el corazón del mundo, en el lugar donde mejor debía vivirse de todo el Imperio, bajo la protección del emperador, pero ella sólo veía, vivía y sufría horror, horror, horror…

Marcio llegó a la celda que estaba destinada para ellos. Los pretorianos que la custodiaban le miraron con desprecio. En general, todos los soldados, guardias imperiales o legionarios, menospreciaban la capacidad de lucha de los gladiadores. Veían sus combates como un juego en el que todo estaba amañado.

—El lanista iba a mandarnos ya a por ti, miserable —le dijo uno de los pretorianos—. Es una pena que hayas venido. Nos habríamos divertido arrastrándote hasta aquí. —Echó una sonora carcajada que retumbó por los pasadizos del anfiteatro Flavio.

Marcio ignoró al oficial y entró en el pequeño recinto. Era un habitáculo de apenas tres pasos de ancho por tres de profundo y una altura justa para que el propio Marcio pudiera estar en pie. En la pared de un lado habían puesto una pequeña estatua de Némesis en un hueco excavado en la misma roca. Atilio estaba arrodillado ante la imagen de la diosa con los ojos cerrados. Marcio, en silencio, se sentó detrás de su amigo en el banco de piedra al fondo de la pequeña celda. Atilio abrió los ojos al sentir su presencia. Se incorporó y se sentó a su lado. En el exterior, los pretorianos habían dejado de reír y hablaban entre ellos. Parecía que cruzaban apuestas. Dentro de la celda, el espacio era pequeño y pronto resultó violento permanecer en silencio sin decir nada. Fue Atilio el que se decidió primero.

—Estás más delgado —dijo.

Marcio asintió y luego añadió una breve respuesta.

—Tú, en cambio, estás más fuerte.

Ambos guardaron silencio y, al fin, sonrieron un instante, pero pronto las comisuras de los labios se tensaron en ambos rostros. Fue Atilio, una vez más, el que puso voz a los pensamientos que los aturdían.

—Tendrá que haber sangre.

—Sí —confirmó Marcio—. Por Némesis que tendrá que haberla —completó mirando de reojo a la estatua de la diosa.

—Némesis nos ayudará —replicó Atilio.

—Es posible. —Pero la respuesta de Marcio no sonaba muy convincente.

Sí, los dos sabían que tendrían que herirse de verdad y con cierta saña. Desde los tiempos de Calígula, en que un grupo de gladiadores fingió estar gravemente herido cuando sólo tenían rasguños superficiales, el público era muy escéptico ante los luchadores que caían en seguida al suelo a no ser que sangraran abundantemente.

—¿Brazos y piernas? —preguntó Atilio.

—Brazos y piernas, sí… —y Marcio dudó un momento—, pero tendremos que lanzar golpes también contra el pecho y la cabeza o será demasiado evidente.

Atilio asintió ahora.

—Sí, y confiar en que seamos los dos rápidos para esquivar los golpes que sean mortales.

—Sí.

Un tribuno pretoriano, diferente a los otros, asomó por la puerta de la celda.

—Es vuestro turno.

Marcio y Atilio se levantaron con decisión. El tribuno pretoriano les observó con cierta admiración. No eran como los demás. Como todo el mundo en el anfiteatro, sabía que aquellos dos hombres eran amigos desde niños y que, sin embargo, caminaban ahora juntos por aquellos pasadizos dispuestos a batirse a muerte. Petronio, veterano de varias campañas, era uno de esos pretorianos que no infravaloraban las capacidades guerreras de aquellos gladiadores y lamentó que las órdenes de vigilar los pasadizos le privasen de ver aquella lucha. Sus compañeros pretorianos despreciaban a los gladiadores; sí, pensaban que sus combates eran pura pantomima, pero él había visto luchar a Marcio por un lado y a Atilio por otro. Aquellos hombres combatían combinando fiereza y destreza. Eran diferentes a la mayoría. Y sólo podía regresar uno. Sólo uno. El, cómo otros muchos pretorianos, había apostado a favor de Marcio, pero ahora, al ver cómo Atilio había ganado en corpulencia, pensó que quizá se hubiera equivocado.

Atilio, mientras echaba a andar hacia la Puerta de la Vida tras la estela firme de Marcio, sentía aún en el estómago parte de la comida de la noche anterior. Aquella vez, siguiendo su dieta basada en ingerir mucho más de lo habitual para ganar peso, había comido con abundancia. Al contrario que Marcio, que, como siempre, comió con la frugalidad acostumbrada, distinguiéndose de los otros gladiadores, que usaban aquella quizá última cena para darse opíparos festines.

—Hay que cenar como si no fuera la última vez —decía siempre Marcio. A Atilio le hubiera gustado poder estrecharle la mano antes de salir a la arena, pero Marcio se había puesto ya el casco y caminaba mirando al suelo. Sólo se oía su densa respiración asomando por entre los hierros de su yelmo metálico. Allí ya no parecía estar ya su amigo, sino Marcio el gladiador. Atilio tragó saliva mientras se ajustaba las correas de su propio casco.

Flavia Julia veía cómo el emperador disfrutaba viendo a los pobres andabatae asestándose heridas mortales a ciegas, gateando por el suelo, ensangrentándolo todo con sus líquidos rojos que se desperdigaban por la arena mientras que los pocos que seguían en pie seguían blandiendo sus espadas como locos cortando el aire a su alrededor.

Marcio y Atilio fueron detenidos por varios trabajadores libertos del anfiteatro en la Puerta de la Vida: Caronte y sus esclavos aún estaban retirando los cadáveres de los últimos andabatae. El sol, pese a estar bien pasado ya el mediodía, aún caía a plomo en aquella lenta tarde sobre la gran explanada del anfiteatro. Marcio miraba a través del enrejado de su casco de mirmillo. Los esclavos y los libertos se retiraron dejando la entrada a la arena libre y Marcio echó a andar. Atilio caminaba a su lado al mismo ritmo.

Cruzaron el centro del óvalo entre el clamor del público. Unos vitoreaban a Atilio, otros a Marcio. La gente parecía bastante dividida, lo cual les favorecía en su plan de ejecutar una lucha igualada. Aún tenían una posibilidad. Si la plebe se hubiera decantado ya por uno o por otro, todo resultaría aún más difícil.

Se detuvieron ante el podio imperial. Levantaron sus brazos derechos con la mano extendida y saludaron al emperador del mundo.

—¡Ave, César, morituri te salutant [los que van a morir, te saludan].

El emperador asintió satisfecho. Un árbitro, que actuaría como juez en aquel combate velando porque se combatiera sin hacer trampa alguna, se situó entre ambos guerreros y, de inmediato, se separó de nuevo para que iniciaran la lucha. Marcio no lo dudó un instante y lanzó una rápida serie de golpes que Atilio detuvo primero con su espada y luego con el escudo al tiempo que se veía obligado a retroceder unos pasos. Marcio frenó entonces su ataque y Atilio devolvió la jugada lanzando varios mandobles que se estrellaron contra el escudo de Marcio. Un golpe rozó las protecciones de su brazo derecho y parte del cuero saltó por los aires, pero no hubo sangre. Marcio, en su nueva embestida de respuesta, decidió igualar a Atilio y se centró en las protecciones del brazo derecho de su oponente hasta que consiguió que su espada impactara con ellas. Atilio lanzó un grito, pero, como provocator, tenía derecho a protecciones igual de fuertes que las del mirmillo y tampoco hubo herida alguna. Se revolvió y se agachó para golpear en las piernas de Marcio. Este llevaba su greba de bronce con la gorgona de cabellos de serpiente cuya mirada debía congelar al enemigo, algo que no ocurrió con Atilio pero sí fue suficiente para evitar que la espada del gladiador cortara la pierna de Marcio a la altura de la espinilla. En cualquier caso, el intercambio de golpes les había cansado y ambos tenían sendos brazos, y Marcio también la pierna derecha, doloridos. Pero era muy pronto aún para que se les permitiera descansar y tomar agua o algo de comer, así que siguieron luchando.

Las espadas se cruzaban en lo alto y, cuando se trababan, ya fuera Marcio una vez u otra Atilio, ambos usaban los escudos para desestabilizarse y derribar al contrario, que rodaba por el suelo alejándose para evitar un golpe mortal mientras estaba en la arena. El que había caído se reincorporaba y volvía a situarse frente al otro luchador. El público seguía gritando y las apuestas subían. El combate estaba igualado. Un clamor y, de pronto, sangre: Atilio había recibido un golpe en el muslo izquierdo, desprotegido, y la sangre emergía bañando su pierna. Marcio se detuvo. Pensó que se había excedido, pero Atilio, quizá por instinto, aprovechó aquella indecisión de su viejo amigo para responder con su espada, que al chocar contra la de un Marcio algo sorprendido por la rápida reacción de su oponente perdió el arma. Atilio fue entonces quien se contuvo mientras dejaba que Marcio fuera dando pasos hacia atrás para recuperar su espada perdida. Era un aviso: «Estoy herido pero estoy fuerte; no te confíes.» Marcio recuperó el arma y se posicionó de nuevo frente a Atilio. Tenía que haber sangre. Era lo que habían hablado. Marcio bajó un poco, apenas nada, su escudo, pero fue suficiente para que el otro aprovechara aquel error, real o fingido —era difícil de decir cuando todo se desarrollaba a gran velocidad—, y cortó con su espada el hombro izquierdo de Marcio. Un nuevo clamor del público. Las apuestas, que por unos momentos se habían decantado a favor de Marcio, volvían a igualarse. Pero allí, en medio de la arena, ambos contendientes estaban agotados. Miraron al árbitro y éste al emperador, pero no parecía que el César estuviera pensando en concederles descanso alguno. Marcio, sintiendo su propia sangre resbalando por la espalda, volvió a atacar. Atilio se defendía con fuerza, pese a que cojeaba ligeramente por la debilidad que empezaba a sentir en su pierna herida.

El combate se alargaba y Tito Flavio Domiciano estaba concentrado en examinar los golpes que se asestaban aquellos hombres. Ambos estaban heridos ya en brazos y piernas, pero de ningún modo estaba dispuesto a que le engañaran. Quería un combate brutal, descarnado, a muerte, sin redención posible. Y no había pensado en permitir descansos. Quería una lucha continuada, larga y cruel. Y cuando menos, una muerte.

Partenio, situado detrás del emperador, observó que Cornelio Fusco entraba en el gran podio imperial con el rostro satisfecho. El veterano consejero imperial intuyó que el jefe del pretorio traía buenas noticias de alguna de las esquinas del Imperio, así que aguzó el oído. Quería saber qué pasaba.

—César —dijo Fusco una vez que estuvo junto al emperador. Domiciano se volvió con el semblante molesto; era evidente que no le gustaba aquella interrupción, pero Fusco estaba convencido de que las noticias merecían la pena—. César, Agrícola ha conseguido doblegar a los pictos y avanza hacia el interior de Caledonia [24]. Britania está segura, César. Es una gran victoria.

Pero, para sorpresa de Fusco, la faz de Domiciano no mostró alegría alguna. El jefe del pretorio se inclinó levemente y, confundido, optó por retirarse del podio. Partenio, que lo había oído todo, sí intuía las razones que se ocultaban tras la frialdad imperial ante aquella, desde un punto de vista objetivo, buena noticia para el Imperio: desde hacía meses las hazañas de Agrícola en Britania estaban ensombreciendo la supuesta épica victoria del propio emperador contra los catos de Germania y eso era algo que éste no podía ni olvidar ni perdonar. Partenio frunció el ceño mientras meditaba. De Trajano y Germania, por el contrario, no llegaba noticia alguna. Aquel hispano era inteligente. Agrícola, sin embargo, concluyó Partenio, empezaba a resultar un personaje incómodo para el emperador y la torpeza de Fusco en no captar estas sutilezas tampoco dejaba en buen lugar al jefe del pretorio. Tanto uno como otro tendrían que medir bien sus acciones futuras.

El griterío del público devolvió a Partenio a la realidad inmediata. Uno de los gladiadores, el más alto, acababa de herir por segunda vez a su oponente; esta vez, en un brazo. Era la tercera herida de aquel combate y el provocator se arrastraba gateando por la arena.

Atilio estaba herido ahora en un brazo y en una pierna. No eran cortes profundos pero sí sangraba bastante y perdía fuerzas. En un nuevo golpe, su espada voló por los aires, como le pasó antes a Marcio. Atilio no podía sostener el arma con la misma fuerza y el choque con la de Marcio hizo que perdiera su propia espada. Retrocedió desarmado. Miró alrededor. En ocasiones quedaban armas de otros luchadores o de combates anteriores por la arena, pero ése no era el caso en ese momento de la tarde en el anfiteatro Flavio. Había un sector del público que vitoreaba a Marcio ya como vencedor, pero otro quería más combate. Algunos pedían la muerte de Atilio. Marcio, por su parte, respirando entrecortadamente a través del enrejado metálico de su casco de gladiador, tragó saliva, tenía la garganta seca, y dio varios pasos hacia atrás, hasta situarse a más de diez pasos de la espada de Atilio. Este último comprendió el mensaje de Marcio y el provocator, veloz, fue a por su arma, la recogió y volvió a blandirla desafiante pese a sus heridas. El árbitro no se opuso porque Atilio había permitido antes a Marcio recuperar la espada, así que aquello era justo. El público bramaba. Los que habían pedido la muerte de Atilio callaban. En el fondo todos querían que el combate continuara, sólo que algunos habían concluido que todo estaba ya decidido, pero el gesto de Marcio les ofrecía la posibilidad de alargar aquella gran lucha y compartían, en el fondo de su ser, que era legítimo que Marcio devolviera el gesto de recuperar la espada.

—Quizá el mirmillo lamente dar esta nueva oportunidad al provocator—dijo el emperador, genuinamente entretenido por el combate, mirando un instante al lanista que se encontraba a su espalda.

El preparador de gladiadores se incorporó un poco en su asiento y afirmó con la cabeza al tiempo que respondía.

—Seguramente, César, seguramente.

Continuó el intercambio de golpes y Atilio, embravecido por la nueva posibilidad de defenderse, pasó al ataque. Poco podía hacer ya tan sólo deteniendo golpes, pues sus heridas le tenían exhausto, así que decidió brindar al público una rápida serie de golpes en los que Marcio se vio sorprendido. Aunque detuvo los mandobles que buscaban su cabeza o su pecho con el escudo, estuvo un instante lento para defenderse de la espada cortante de Atilio, que segó la superficie de su muslo izquierdo.

—¡Aaaaggh! —aulló el mirmillo, dolorido y contrariado por su torpeza, pero sin poder evitar alegrarse de que Atilio le hubiera alcanzado. Ahora sangraban los dos por heridas similares. Ahora que el espectáculo estaba completo, la lucha más igualada, la posibilidad de pedir clemencia al público en favor de los dos y no de uno sólo aumentaba. Se acercaban a repetir la hazaña de Prisco y Vero. Marcio contraatacó mientras su mente acariciaba con esperanza aquella posibilidad de ser perdonados los dos. Atilio acertó a defenderse con destreza una vez más. El sol caía en el cielo. Las antorchas del anfiteatro Flavio en el corazón de Roma se encendían aunque aún había bastante luz. El emperador, recostado y satisfecho, disfrutaba del combate. El pueblo de Roma aplaudía, vitoreaba a uno y a otro. La sangre de Marcio y Atilio se vertía sobre la arena central del gran Imperio. Flavia Julia observaba cómo aquellos hombres luchaban a muerte, incluso si eran amigos, todos sometidos por las ansias de un emperador y de un pueblo ajenos ya a percibir cualquier sentimiento de misericordia. El lanista percibía que se acercaba el momento en el que iba a perder mucho dinero, pues uno de los dos tendría que morir. Y también, confuso, sintió algo extraño: sentía lástima de perder a uno de esos dos luchadores que había criado desde niño. Concluyó que se hacía viejo para aquel negocio. Viejo y débil.

Atilio retrocedió y resbaló en un charco de sangre de una de las mujeres destrozadas por las bestias de Carpophorus. Marcio podía haberlo matado en ese momento pero se contuvo. Resultaba evidente que Atilio no podía responder bien ya a sus ataques, pero la lucha había sido descarnada, fiera, brutal a la par que igualada, espectacular, intensa. Sin embargo, habían cometido la torpeza de herirse demasiado pronto el uno al otro, y en las heridas Atilio parecía haberse llevado la peor parte. Era imposible alargar el combate sin que aquello no derivara en una pantomima de verdad. Si pudieran retroceder atrás en el tiempo lo habría hecho de otra forma, de otra forma… Marcio miró hacia las gradas. Gran parte del público agitaba pañuelos blancos. Estaban contentos, satisfechos con el combate. Atilio intentaba recuperar el aliento, pero había perdido demasiada sangre y aunque se levantara de nuevo no tenía ya fuerzas con las que resistir un nuevo ataque de Marcio, aunque si lo sacaban por la Puerta de la Vida aún tenía la posibilidad de sobrevivir si le cosían las heridas pronto.

Eso mismo presentía Atilio. No podría combatir en semanas, quizá meses, pero su cuerpo le decía que podría rehacerse y vivir, vivir, pero no en ese momento, no para alzarse en ese instante y volver a combatir. La lucha de aquella tarde, de aquella incipiente noche, ya había terminado. Estaba en manos del público, en manos del editor de los juegos y su decisión final; en manos, en suma, del emperador, pues hacia Tito Flavio Domiciano se volvían todas las miradas: la de Marcio, en pie detenido sobre la arena, goteando sangre por su muslo izquierdo, pero recio y firme; la del propio Atilio, exhausto, abatido, respirando entrecortadamente, y las de todo el público del gran anfiteatro Flavio. Eran miles los pañuelos. En el palco imperial, Partenio miró también a Domiciano. Se lo estaba pensando. Podía hacer como su hermano Tito y conceder la rudis a ambos gladiadores. Eso le pondría a su nivel, le igualaría con Tito, pero Partenio vio el ceño cruzado, fruncido con profundas arrugas en la frente del emperador e intuyó que Domiciano, como siempre, tenía su propio modo de ver las cosas.

Tito Flavio Domiciano, ante el descontrolado clamor del público, se alzó despacio de su gran trono y miró a un lado y a otro de las gradas. Los pañuelos seguían poblando cada uno de los rincones del gigantesco recinto. El emperador levantó su brazo derecho terminado en un puño de hierro. Era el momento de sacar o no el pulgar. Tito Flavio Domiciano sonrió levemente, todo aquello era una broma para él, un gran juego. Gran parte de la plebe quería la liberación de los dos gladiadores, el victorioso Marcio y el valiente Atilio que yacía herido en el suelo, pero él, Domiciano, no lo veía igual, no pensaba que fuera justo premiar a quien había sido derrotado; no importaba lo bien que hubiera luchado. Además estaba harto de esa eterna comparación que todos hacían permanentemente entre él y su hermano Tito. Sí, Tito quizá los hubiera liberado a ambos, como hizo con Prisco y Vero que lucharon de forma igualmente heroica, quizá algo más; daba igual. El no era Tito. No, Domiciano no era Tito. El emperador se permitió girarse un instante antes de hacer visible para todos su veredicto y dirigirse al lanista.

—Parece que el mirmillo no ha tenido que lamentar haber dado una segunda oportunidad a tu provocator.

Se volvió de nuevo hacia la grada y exhibió su pollice verso [el pulgar extendido] [25] y el clamor del público se transformó en una mezcla de murmullos de contrariedad y sorpresa. Por su parte el lanista, sin moverse un ápice en su asiento, negaba en su interior: tenía muy claro que Marcio lamentaba ahora más que nunca lo que estaba ocurriendo. El emperador no era capaz de entender lo que estaba pasando en la arena, pero el preparador de gladiadores se cuidó mucho de mover un solo músculo de su rostro y se mantuvo en silencio. Son negocios a fin de cuentas. Negocios. Los gladiadores ya saben el mundo en el que viven. Ya lo saben. Pero cerró los ojos; por primera vez en su vida, cerró los ojos en un anfiteatro.

Marcio permanece inmóvil. Sus ojos están clavados en el puño cerrado del emperador. Es el editor de los juegos el que debe dictaminar lo que va a ocurrir, pero todos saben que desde hace decenios el editor sólo repite el gesto del emperador, y de una emperador como Domiciano aún más. El clamor del público es creciente y los pañuelos son millares. Marcio siente a Atilio arrastrándose hacia él, despacio, en busca de su destino, sea el que sea. Le conoce. Conoce tan bien a Atilio que aceptará lo que venga. Tan cegado ha llegado a estar con la vida de gladiador que es lo único que le da sentido a su existencia. Porque de niños no tuvieron nada, porque de niños no fueron nada. Marcio sabe que Atilio, como él, se ha encontrado a sí mismo allí, en la escuela de lucha, sólo que Atilio abrazaba aquella vida de una forma plena y Marcio, sin atreverse siquiera a decírselo a nadie, ni tan siquiera al propio Atilio, hacía meses que estaba dudando, dudando de aquel desatino de matar y matar y matar para vivir un día más, unos meses, quizá un año. Hasta que hubiera que matar una vez más y así para siempre, en la esperanza extraña, distante, de conseguir un día la rudis. El emperador se levanta en su gran podio imperial. Todos le miran. Todos. Y Marcio lo ve, ve como el pulgar del emperador del mundo señala un único camino: la muerte. Y de alguna forma Marcio no se sorprende, no le sorprende. Domiciano no era Tito. No lo era. Habían jugado a creer que sí y habían perdido. Y Atilio, como un perro fiel al Imperio, se arrodilla ante él y pone las manos en las rodillas de Marcio. Está entregado. Marcio mira a través de los agujeros de su casco. El público, ese público que hacía sólo unos instantes los aclamaba, de pronto, como gallinas asustadas, había dejado de batir pañuelos y permanecía en silencio. ¿Por qué no insistían? ¿Por qué no seguían pidiendo su libertad? ¿Por qué no se rebelan?

En el palco imperial, Domiciano volvió a dirigirse al lanista:

—El mirmillo parece lento en ejecutar a su compañero —dijo con una mezcla de desprecio y satisfacción: desprecio porque el lanista se vanagloriaba de que sus luchadores eran valientes hasta el final, en cualquier circunstancia y, sin embargo, ahora el mirmillo parecía flaquear; y satisfacción por sentir esa flaqueza, esa debilidad del invencible mirmillo que podía siempre contra todos y contra todo; ahora Domiciano había encontrado algo que le dolía de verdad: ejecutar a su gran amigo de toda la vida. Y ese poder, tener ese dominio sobre todos y cada uno de los seres que se congregaban en aquel inmenso anfiteatro, tener ese gobierno absoluto sobre la vida y la muerte de todos, henchía el pecho de Domiciano del regusto perfecto del poder absoluto.

Marcio seguía inmóvil y los murmullos empezaron a extenderse por las gradas. Desde los senadores hasta el último de los libertos empezaban a comentar la extraña actitud del fiero mirmillo. No importaba que fueran amigos: eran las leyes de aquella lucha y debían cumplirse siempre. De un modo peculiar, todos parecieron arrastrados por el emperador hacia el sabor amargo y espeso de sentirse también partícipes de ese control sobre los que salían a la arena; el emperador había dictado sentencia y el editor la había ratificado, como hacía siempre, y ésta debía cumplirse, pero Marcio, el maldito Marció, como empezaban a decir ya algunos, seguía inmóvil, como una estatua. Atilio, a sus pies, esperaba, desangrándose, herido, incapaz de resistir, entregado.

Atilio se apoya con una mano en el suelo y siente cómo cada gota de sus heridas cae lenta pero inexorable hacia el suelo y la arena las absorbe primero, hasta que, incontables, hacen pequeños charcos alrededor de él, que se unen hasta formar un espeso círculo rojo que le rodea. Y se da cuenta, por fin comprende que Marcio, su amigo desde niño, es incapaz de hacerlo, es incapaz de ejecutarle y todo se va a perder, todo por lo que han luchado durante tantos años se va a perder y él no quiere que eso suceda, no quiere que pierdan los dos, que mueran los dos. Eso no tiene sentido alguno. No lo tiene.

—Mátame, Marcio, mátame —dice primero con voz débil. Ante la incapacidad de su amigo para mover un solo músculo, Atilio extrae fuerzas de donde no le quedan y le sacude por las rodillas, intentando despertarlo de su trance—. ¡Mátame! ¡Mátame o nos matarán a los dos! ¡Mátame, por Némesis, mátame!

Pero Marcio sigue sin moverse, su espada, tan vencida y derrotada como la del propio Atilio, está en paralelo a su cuerpo erguido, sostenida levemente por una mano que está a punto de soltarla. Su amigo, que se ha quitado el casco, insiste y alza la mirada y la clava en los agujeros del caso de Marcio.

—¡Mátame o nos matarán a los dos y yo no quiero morir a manos de un pretoriano o de un esclavo del anfiteatro! ¡Mátame por lo que más quieras! ¡Marcio, estoy herido, no sobreviré de ninguna forma, he perdido demasiada sangre! —mintió así en su desesperación. Marcio sabía que mentía, que esas heridas podían tener cura, pero Atilio seguía hablándole y la voz de su amigo le llegaba como si viniera de lejos, de muy lejos—. ¡Mátame tú, mátame tú! —Atilio baja la cabeza otra vez mientras sigue no ya rogando, sino ordenando su ejecución—. ¡Levanta esa espada y mátame, por lo que más quieras, Marcio! ¡Marcio! ¡Marcio!

Al fin, como movido por un extraño resorte, respondiendo a las increpaciones incesantes de Atilio, el brazo de Marcio empieza a levantarse con la espada en ristre. Los pretorianos a los que el editor ha ordenado ya que tomaran posiciones rodeando a ambos luchadores se detienen, el público calla, el emperador se levanta genuinamente interesado en el desenlace de todo aquello, en saber hasta dónde llega su dominio sobre cada uno de los seres del mundo, del Imperio, y Marcio sigue levantando la espada mientras Atilio entre lágrimas sigue gritando, rogando por su propia muerte —«¡Mátame, mátame, mátame!»—, aunque sabe que Marcio no llegará nunca hasta el final, no, siente que no podrá hacerlo. La espada está en lo alto, en posición, con la punta debajo de su nuca, sólo falta hundirla; podría levantarse de forma inesperada e intentar que la espada se clavara en él, pero si Marcio no la sostiene con la suficiente fuerza la estratagema no valdrá de nada, y serán los pretorianos los que acaben con ellos, con los dos, uno por haber sido derrotado y otro por negarse a cumplir con la orden de ejecución del emperador. Atilio cierra los ojos y reza a Némesis en silencio, aspirando pánico y tragando la escasa saliva que le queda en su boca reseca y Némesis le responde, Némesis le responde desde el otro mundo y Atilio abre los ojos para recibir a la muerte.

—¡Mátame y yo viviré en ti, Marcio, mátame y yo viviré en ti! ¡Yo viviré en ti!

Y la espada de Marcio se hundió en el cuello de Atilio hasta asomar por la garganta y las palabras terminaron, terminaron para siempre.

Los pretorianos dieron media vuelta de regreso a la Puerta de la Vida.

Marcio extrajo la espada con precisión y arrastró un borbotón de sangre de Atilio en su salida. Su amigo, sin decir nada, sin ni siquiera un gemido de dolor, cayó doblado, inerte, con los ojos en blanco en medio del círculo de su propia sangre.

El público lo jaleaba todo. Cada movimiento, la forma en la que Marcio sacó la espada del cuerpo de su amigo, la forma valiente en la que, sin gritar, Atilio recibió la muerte y el modo elegante en el que su cuerpo se precipitaba sobre la arena. Había sido una ejecución perfecta. Había merecido la pena la incertidumbre, las dudas, la pequeña rebelión del mirmillo. Todo quedaba olvidado, tapado, oculto por la sensación plena de ver que su mundo, el mundo de la Roma imperial, seguía su curso por encima de todo y de todos, incluso de amistades inquebrantables como la que hasta hacía sólo un instante habían exhibido aquellos dos luchadores. Roma estaba por encima de eso, por encima de todo, por encima de todos ellos. Y el emperador se alzó y el público aplaudió, aplaudió como no lo hacía en mucho tiempo y Tito Flavio Domiciano regía ya sobre Roma, no como el recuerdo eterno de su hermano, sino como él mismo, como Tito Flavio Domiciano, Imperator Caesar Domitianus.

Y los vítores acompañaron a ambos gladiadores en sus caminos de salida de la arena, caminos divergentes: el cuerpo de Atilio, arrastrado por Caronte y sus esclavos en dirección a la Puerta de la Muerte, y la figura poderosa y fuerte de Marcio, andando, solo, en dirección a la Puerta de la Vida. Y clamaban, aplaudían y el estruendo de palmas y vítores era ensordecedor, descomunal, como pocas veces se había oído entre aquellos muros del anfiteatro Flavio, y sin embargo Marcio no oía nada, no sentía nada, no percibía nada. Sus ojos miraban la arena, los pequeños círculos de arena que los agujeros de su casco permitían ver y no oía nada. Su mundo, su vida tal y como la había conocido hasta entonces, había terminado. Acababa de matar a su mejor amigo, a su único amigo, y recordaba las calles de la Subura, corriendo juntos, Atilio y él, siempre los dos, con un par de manzanas que acababan de robar y cómo se escondían tras dejar atrás a todos sus perseguidores y se miraban los dos, y sonreían mientras daban bocados a aquellas manzanas que les sabían como los mejores manjares del mundo. Todo aquello había terminado. Eran recuerdos que ya no se permitía tener porque acababa de matarlos, sentía que había matado a Atilio y toda su vida juntos y todos sus recuerdos. No podía recrearse ya en recordar lo único bonito que había tenido su existencia, la amistad con Atilio, porque todo ese torrente de recuerdos le conduciría siempre hasta aquella maldita tarde en la arena y el desencanto infinito, la pena total, cruel, inmisericorde, siempre volvería a asfixiarle.

Caminó siguiendo a los pretorianos que lo custodiaban de regreso a la Puerta de la Vida, hasta penetrar de nuevo en la pequeña celda que había compartido con Atilio antes del combate. Le dejaron solo, se arrodilló ante la estatua de Némesis y a punto estuvo de romper a llorar como un niño, como aquel niño que fue junto a Atilio cuando robaban comida en la Subura.

En el exterior un pretoriano preguntó a otro:

—¿Qué hace?

El interpelado se asomó por la puerta de la celda, observó a Marcio y se alejó rápido de la puerta.

—Parece que está rezando a Némesis.

Y los pretorianos, excepcionalmente y por respeto, callaron.

No salió lágrima alguna de los ojos de Marcio. Era como si Atilio hubiera llorado ya por los dos todo lo que debía llorarse y ya no quedaran más lágrimas que verter sobre aquel asunto. No lloró, ni tan siquiera se permitió un leve gimoteo ni un mínimo suspiro. Némesis le hablaba como antes había hablado a Atilio y Marcio abrazó la única esperanza que le quedaba en su mundo roto para siempre: la venganza total, matar al emperador de Roma. No importaba que la venganza que anhelaba fuera imposible. En aquel momento sólo importaba sentir esa ansia, la única fuerza que podría mantenerle con vida.

Todavía quedaba una recreación de una cacería de fieras exóticas en la arena, pero, para el lanista, el resto de espectáculos carecía de interés. En su cabeza había quedado grabada la imagen de Marcio abandonando, encorvado y abatido, la arena por la Puerta de la Vida. Sabía que aquélla no era una salida como las otras y registró aquel dato con pericia. Nadie más parecía haberse dado cuenta: Partenio hablaba con el jefe del pretorio sobre Britania, o eso le había parecido; el emperador acariciaba el hermoso pelo de su sobrina Flavia Julia mientras ésta fingía estar interesada por la cacería y así todos y cada uno de los presentes, distraídos en mil cosas diferentes sin prestar más atención a aquella retirada de Marcio por la Puerta de la Vida con la cabeza inclinada, mirando al suelo, algo que no había hecho jamás, algo distinto, diferente. El lanista estaba confuso. Quizá aquello no significara nada relevante, o quizá algún día, haberse dado cuenta de ese detalle, del desconsolado abatimiento de Marcio tras la ejecución de su amigo, quizá algún día haberse percatado de eso fuera importante.

Los asesinos del emperador
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