LA VOZ DE LA EXPERIENCIA

Moguntiacum, Germania

Superior 18 del julio de 96 d.C., hora prima

Trajano se sentó junto a su padre. La respiración del enfermo era muy débil y se inclinó sobre el rostro para sentir el aliento. Era apenas perceptible, pero seguía allí, con él. Ahora estaba dormido. El médico había sido ambiguo: podía recuperarse del todo o no mejorar y fallecer en pocos días. Eran infinitas batallas, varios asedios y unas cuantas heridas de guerra las que arrastraba su padre. Y una denodada lucha en el Senado por hacer valer el derecho de los senadores hispanos. Los dioses decidirían. Trajano volvió a incorporarse. Se quedó en silencio sentado junto al enfermo. Había sido un buen padre, un gran padre y un gran legatus de Roma. Recordó los días del asedio de Jerusalén; qué tremenda batalla y qué capacidad de mando la de su padre. Lo sabía sólo de forma indirecta —él era entonces sólo un muchacho—, pero las cartas de su propio padre primero y luego los elogios de los emperadores Vespasiano y Tito en privado y en público le hicieron ver que su padre no era uno más de Roma, sino un gran líder político y militar. Nunca estaría a su altura, pero le gustaba pensar que había heredado esas dotes de mando, aunque en momentos como aquél, de tan intensa tristeza a la par que preocupación, le costaba convencerse de que era así, de que él era siquiera la mitad de válido que su padre ante los ojos de los legionarios o ante las siempre agudas mentes de los senadores de Roma.

—¿Eres tú, hijo? —la tenue voz de su padre le sorprendió.

—Sí. Aquí estoy.

Su padre, como tantas otras veces, se mostró algo hosco, siempre poniendo énfasis en lo que debía hacerse en lugar de en lo que se estaba haciendo.

—Deberías volver con esos senadores.

—Longino está con ellos, padre —respondió Trajano con paciencia.

—Longino es un buen hombre, Marco. No te desprendas nunca de él. Después de lo de Manió es lo mejor que tienes. —De inmediato, nada más decirlo, el padre enfermo apretó los labios; su hijo se dio cuenta del gesto y supo que lamentaba haber pronunciado el nombre de Manió. Se sintió obligado a decir algo para tranquilizarle, pues ya tenía bastante con esforzarse en respirar.

—Nunca me separaré de Longino, no en espíritu al menos. Incluso si el emperador nos obliga a combatir en regiones apartadas o si debo dejarlo al mando de una fortificación y marchar a combatir a la otra punta del Imperio, siempre mantendré contacto con él, padre.

—Harás bien. Longino, pese a ese brazo tullido, vale más que mil legionarios, más que una legión entera. Sólo tú lo sabes. Sólo tú. Que no te importe lo que piensen los demás.

—Lo sé padre, lo sé.

Sólo habían hablado una vez con sinceridad del brazo medio inútil de Longino, ese que le obligaba casi a atarse el escudo cuando combatía, por su incapacidad de sostenerlo con una mano izquierda que no le respondía bien. Muchos infravaloraban a Longino y pocos entendían la confianza que Marco Ulpio Trajano depositaba en el valeroso pero tullido militar. Trajano hacía caso omiso a esas miradas de duda o desprecio. Sabía, tal y como decía su padre, que cuando tuviera un problema, un problema de verdad, allí estaría Longino. Lo demás era insignificante en comparación con ese tipo de lealtad.

—¿Qué quiere el Senado de ti? —preguntó el enfermo con dificultad.

Trajano se lo pensó, pero no era momento para mentiras o medias verdades y menos con su padre.

—Hay una conjura para asesinar al emperador. Quieren saber cómo reaccionaré ante la muerte de Domiciano. —Y levantó las cejas para añadir una breve apostilla—: Si es que lo consiguen.

Su padre se incorporó en el lecho y le cogió con fuerza del brazo.

—¡Nunca te rebeles contra el emperador, hijo, nunca! ¡Y menos contra Domiciano! —exclamó agotando sus energías y derrumbándose sobre el lecho de golpe, pero sin dejar de repetir sus exclamaciones—. ¡Nunca, hijo! ¡Por Júpiter! ¡Nunca!

—No lo haré, padre —respondió Trajano hijo ayudando al enfermo a recostarse de nuevo con orden en la cama—, no me rebelaré contra el emperador aunque…

—No valen excusas, hijo. Sé que el emperador está loco, todos lo sabemos, pero sólo somos legati de Roma, senadores hispanos, no valemos más que para guardianes de la frontera, no somos nada más. Te temen porque el ejército te respeta, nos respeta, pero nunca te aceptarán en Roma como nada más que eso, un guardián de la frontera. Hubo un tiempo en que pensé que podría cambiar eso… hubo un tiempo… pero no es posible… no es posible…, no se puede cambiar Roma… no tanto. Si buscas algo más sólo crearás una guerra civil y perderás, hijo, perderás. No te rebeles contra el emperador, no importa el pasado, no importa Manió, ¿entiendes?, no importan las guerras que se combatieron mal, no importan las persecuciones: nunca te rebeles contra Domiciano o Domiciano nos asesinará —aquí se corrigió—, os asesinará a todos. No lo hagas, por la familia, hijo, no lo hagas nunca.

—Puedes estar tranquilo, padre. No me rebelaré contra el emperador.

Su padre cerró entonces los ojos. Parecía que la enfermedad podía con él y volvió a dormirse.

Marco Ulpio Trajano se levantó despacio. Licinio Sura estaría en el praetorium esperando una respuesta. Era persistente; no se iría de Germania sin una contestación clara por su parte. Trajano no quería traicionar el ruego de su padre moribundo, pero, a un tiempo, detestaba a un emperador que había perdido la razón hacía tiempo y que los conducía a todos, a todo el Imperio, a la destrucción total. Era difícil cumplir la palabra dada a su padre, y sin embargo no podía hacer otra cosa. Acababa de prometérselo.

Los asesinos del emperador
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