UNA ENTREVISTA CON EL EMPERADOR

Germania Superior, abril de 89 d. C.

La legión VII Gemina estaba exhausta. Todos los legionarios habían recibido un nuevo par de sandalias en Aquitania, pero incluso las nuevas caliagae daban muestras de agotamiento: presentaban descosidos en el cuero, suelas gastadas, rozaduras y sabañones por todas partes. Caía la tarde y, como tenía costumbre el legatus Trajano, la marcha proseguía mientras hubiera un rayo de luz; si había luna, se continuaba andando incluso durante parte de la prima vigilia. Sabían que la Galia había llegado a su fin hacía varios días y que caminaban ya por tierras de Germania Superior, pero no se veía a nadie por los caminos. Las puertas y ventanas de los pueblos próximos a las calzadas por las que caminaban estaban cerradas y el miedo se palpaba en el aire. Los legionarios de la VII Gemina, procedentes en su mayoría de la refundación la I Germánica y la VII Galbiana, habían participado activamente en la guerra civil del 69 y sabían reconocer ese ambiente de terror que inunda a los pueblos que sienten cómo el monstruo de la guerra se abalanza sobre ellos. Estaban cerca, muy cerca. Así, al descender una colina, Trajano, Manió, Longino y Lucio Quieto vislumbraron la llanura de Moguntiacum y allí, a los pies de la ciudad, encontraron la devastación rotunda, inconfundible, de la guerra: miles de cadáveres esparcidos por lo que había debido de ser una enorme batalla campal.

—Llegamos tarde —dijo Longino, aunque lamentó en seguida haberlo dicho; nadie podría haber llegado antes de lo que había conseguido Trajano.

El legatus no parecía molesto por aquel comentario. Estaba concentrado en escrutar el horizonte intentando interpretar bien lo que se veía.

—Hay un gran campamento frente a Moguntiacum y se han levantado puestos de guardia —dijo—. Son las legiones del emperador… —Pero no terminó la frase.

—Si el emperador está fuera de Moguntiacum es que Saturnino sigue dentro —concluyó Lucio Quieto. Trajano lo miró sonriendo y le puso la mano sobre el hombro, algo que sólo había hecho hasta la fecha con Longino o con Manió.

—Eso es, muchacho, eso es —dijo el legatus hispano al joven oficial norteafricano. Miró entonces a Longino, sonriendo—. A lo mejor no llegamos tan tarde.

Longino asintió. La marcha se reinició. Miró a Quieto. El joven oficial de caballería se había ganado el afecto de Trajano en aquella marcha. Longino no sentía envidia; apreciaba demasiado a Trajano para sentir algo tan mezquino. Sabía que él era sólo un tullido que apenas podía blandir el arma en combate y que estaba donde estaba por el afecto de Trajano, por el pasado, por aquellas cacerías de juventud en la lejana Bética; por una cacería en particular. No, no era eso lo que le preocupaba. Lo que le angustiaba era no saber si Quieto sería la persona que Trajano pensaba que era. Quizá sí. Era difícil saberlo sin verlo en combate. Las referencias de sus actos en Moesia y Dacia eran excelentes, pero Longino sólo creía a sus ojos.

—Dominus et Deus, acaba de llegar Trajano con la VII —anunció Norbano nada más entrar en el praetorium del campamento imperial.

El emperador estaba sentado frente a una mesa con un mapa de la ciudad de Moguntiacum para estudiar la mejor forma de asediarla. Lapio Máximo le estaba indicando en el plano las posiciones más débiles de las murallas. Domiciano levantó la vista sin mover la cabeza.

—Tarde —dijo—. Llega tarde.

Norbano no replicó nada, sin embargo Máximo, que era consciente de las dificultades de aquel asedio y de lo que implicaba dejar desprotegidas las fronteras de Germania Inferior y Superior y Raetia y Noricum mientras no se resolviera la rebelión de Saturnino, se aventuró a apuntar una opinión personal que podía chocar con el punto de vista del emperador.

—Sí, Dominus et Deus, llega tarde para la batalla, pero quizá pueda sernos útil en el asedio. —Y como viera que el emperador le miraba fijamente con el ceño fruncido añadió razonamientos que respaldaran sus palabras—: Su padre fue muy útil en el asedio de Jerusalén cuando estaba al servicio del emperador Tito.

Recordar a Domiciano la gran victoria de su hermano en el pasado no contribuyó a relajar su faz. Lapio Máximo calló y bajó la mirada.

—Que venga —dijo al fin Domiciano mirando a Norbano, que esperaba en la puerta.

Pero no fue Norbano, sino Lapio Máximo el que salió a saludar a Trajano y a sus oficiales Manió, Longino y Lucio Quieto, fuera de la gran tienda del praetorium. Les separaban una veintena de pasos de la entrada y el gobernador de Germania Inferior aprovechó para resumir la situación al legatus recién llegado con la rapidez que requería la urgencia de aquel momento.

—Saturnino se ha hecho fuerte en Moguntiacum; los catos no han podido cruzar el río por el deshielo, pero siguen al otro lado lamiéndose las heridas. Esto no está resuelto, aunque el emperador piensa que sí.

Trajano escuchaba con atención y asentía a cada frase. Estaban ya en la puerta: dos guardias pretorianos se hicieron a un lado para dejar pasar al legatus recién llegado de Hispania cuando Máximo recordó algo importante y se lo comentó en voz baja.

—Hay que dirigirse al emperador como Dominus et Deus.

No tuvo tiempo de explicar a qué se debía este cambio. Trajano dedicó una mirada de sorpresa a Máximo pero no había tiempo para más palabras. Entró en el praetorium.

Tito Flavio Domiciano recibió al legatus hispano sentado en una gran cathedra mientras degustaba una copa de vino dulce en una hermosa y pesada copa de bronce. Se la había hecho traer desde Roma para mantener un mínimo de comodidades en aquella pesada y fría, lluviosa e inclemente campaña del norte. Manió, Longino y Quieto entraron también, pero se quedaron junto a la puerta de la tienda, a una distancia prudencial de aquel encuentro entre el emperador Domiciano y el legatus Trajano.

—Llegas tarde —espetó el emperador a Trajano, que no tuvo tiempo ni de saludar—. Llegas tarde —repitió y aclaró por qué—: Llegas tarde a todo, Trajano: los catos están ahogados en el Rin y Saturnino escondido como una comadreja en su madriguera. Ha sido una nueva gran victoria de tu Dominus et Deus—advertía así a Trajano de su nuevo estatus—. He vuelto a derrotar a los catos como lo hice hace unos años. Soy Germánico dos veces ya, y además he aplastado una rebelión; todo eso pese a no tener la ayuda de todas las legiones que convoqué para que llegaran al norte a servirme lealmente.

La mención a la cuestión de la lealtad de Trajano enfrió aún más el ambiente, de por sí ya bastante gélido. Quieto observó con el rabillo del ojo cómo Longino se llevaba su tullida mano derecha a la empuñadura de su spatha. Aquel gesto le transmitió con precisión lo grave de la situación.

—Llego tarde, Dominus et Deus —respondió Trajano con solemnidad—. No he sido capaz de cumplir las órdenes recibidas. —No dijo más.

Domiciano le miraba nervioso. Esperaba un enfrentamiento con el orgulloso legatus hispano, pero éste callaba y, además, se había dirigido a él de forma apropiada. Era algo, algo… pero poco, muy poco.

—Las buenas palabras no cambian el hecho de tu incapacidad —sentenció el emperador.

Trajano asintió antes de volver a hablar.

—Mi Dominus et Deus tiene razón, como no puede ser de otra forma, pero quizá pueda redimirme ayudando en el asedio a Moguntiacum.

—Hummm —dijo el emperador mientras se reclinaba sobre el respaldo de su asiento y extendía su brazo con la copa de bronce para que un esclavo la rellenara con el mejor vino dulce traído desde la distante y lujosa Domus Flavia—. Este asedio no tiene muchos secretos, legatus; les cercaremos hasta que el hambre y la sed acabe con ellos y luego me permitiré la satisfacción de entrar en la ciudad y matar uno a uno a todos y cada uno de los hombres de la XIV Gemina y la XXI Rapax. Eso enseñará a esos malditos lo que ocurre cuando alguien se rebela contra su emperador, contra su Dominus et Deus.

Se levantó para subrayar así la importancia de sus palabras. Todos guardaban silencio. Trajano se acercó despacio al mapa de la mesa y lo analizó con rostro muy serio, pero no dijo nada y esperó a ser preguntado. La curiosidad imperial era conocida por todos y, al poco, hizo acto de presencia.

—Maldita sea, Trajano, si tienes algo que decir, dilo de una vez o márchate y déjame en paz con los que sí me han demostrado lealtad en el combate.

Trajano seguía mirando el mapa y respondió al emperador sin levantar la cabeza, con sus ojos fijos en las líneas que representaban las fortificaciones de Moguntiacum.

—La ciudad está bien protegida. Saturnino se habrá pertrechado bien antes de rebelarse y tendrá provisiones para bastante tiempo, semanas o quizá meses, y el río les garantiza agua suficiente. Es un río demasiado grande para poder desviarlo. Saturnino podrá resistir mucho tiempo, y mientras resista y retenga aquí al emperador y sus legiones toda la frontera, desde aquí hasta aquí —trazó con su índice una línea invisible entre Moguntiacum y el mar siguiendo el curso del Rin—, y desde aquí hasta aquí —dibujó una segunda línea desde Moguntiacum hasta Raetia y Noricum—, estará completamente desprotegida. Los catos han sido derrotados, sin duda, pero pronto se extenderá por todo el norte del Rin que las legiones de Roma están inmersas en una confrontación civil y muchos se aventurarán a cruzar el río en cuanto vean que apenas se les ofrece resistencia desde las fortificaciones del limes. Saturnino quiere que el César —se corrigió con rapidez—, que nuestro Dominus et Deus, permanezca aquí largo tiempo. Es su plan para acabar con la dinastía Flavia.

Calló y se separó del mapa. Por las miradas de Máximo, Norbano y otros oficiales presentes, Domiciano intuía que todos pensaban igual que el recién llegado Trajano y no podía evitar sentir una rabia brutal por aquel hecho, pero el anuncio de que Saturnino buscaba terminar con su dinastía le hacía contenerse.

—Sea —aceptó al fin Domiciano—. ¿Y tiene acaso nuestro legatus hispano algún plan para terminar con este asedio en menos tiempo?

Como Trajano se mantenía en silencio, el emperador empezó a sonreír satisfecho. Parecía que el hispano tenía muchas palabras pero pocos planes, hasta que asintió despacio y, para su sorpresa, retomó la palabra.

—Yo enviaría, Dominus et Deus, mensajeros a Moguntiacum anunciando el perdón imperial a aquellos legionarios de la XIV y la XXI que deserten de las filas de Saturnino. La victoria de esta mañana habrá sembrado muchas dudas entre las tropas rebeldes y un anuncio de este tipo hará que muchos se rindan. Es posible que en pocos días Saturnino se encuentre muy solo y en unas semanas las legiones pueden estar de nuevo en sus posiciones en la frontera, asegurando la integridad del Imperio y…

Pero Trajano no pudo terminar su frase. El emperador se levantó de súbito y volcó la mesa con furia.

—¡Jamás! ¡Por Júpiter y Minerva y Marte y todos los dioses! ¡Jamás! ¡Quiero a todos los hombres de la XIV y la XXI muertos y quiero la cabeza de Saturnino en un asta! ¡No me importan ni el tiempo ni los recursos que esto requiera!

Como veía que los oficiales que le rodeaban le miraban con una mezcla de miedo y desconfianza, Domiciano intentó contenerse un poco y lanzar un argumento difícil de refutar:

—Y si no, legatus, si no… ¿cómo voy a evitar futuros levantamientos, cómo puede un emperador perdonar a los que se han rebelado contra él?

Domiciano consiguió así que las miradas se volvieran de nuevo hacia Trajano, quien, para admiración de todos, no se arredró un ápice por el furor imperial y respondió con una serenidad enigmática.

—Dominus et Deus, es incuestionable que hay que ejecutar a Saturnino y a sus oficiales de más alto rango, pero el Imperio necesita a la XIV y a la XXI para proteger sus fronteras. Eliminarlas sólo nos hará más débiles frente a los catos, los dacios y los partos. Es un lujo que el Imperio no puede permitirse.

—Y el perdón a dos legiones rebeldes —replicó Domiciano— es un lujo que un César tampoco puede permitirse.

—Un César no, pero un dios sí, Dominus et Deus—contestó Trajano con solemnidad—. Un dios sí.

Domiciano lo miraba fijamente, con los ojos casi fuera de sus órbitas, pero le escuchaba, le escuchaba mientras hablaba y eso era lo esencial. Trajano siguió con su arriesgada apuesta para persuadir al emperador del mundo.

—¿Cuántas veces ha sido Roma indigna de sus dioses y sus dioses la han perdonado una y otra vez hasta convertirla en la más grande de las ciudades, hasta transformarla en el más grande de los imperios? La misericordia y el perdón de un César tiene límites, pero la de un dios es infinita. De hecho sólo un dios podría ser capaz de perdonar a las legiones XIV y XXI si se rinden y entregan a Saturnino y sus oficiales. Sólo un dios.

Domiciano seguía mirando fijamente a Trajano, pero sus ojos estaban más relajados, aunque igual de abiertos que su boca. Por un instante nadie respiró en el interior del praetorium. Trajano se mantuvo firme frente al emperador, señor y dios de Roma, hasta que la faz de éste se relajó y estalló en una larga y sonora carcajada a la que se fueron uniendo, uno a uno, todos los presentes excepto Trajano, que se limitó a esbozar una amplia sonrisa para evitar desencajar con la algarabía reinante en la tienda imperial.

—Haremos lo que dices —espetó al fin el emperador sentándose de nuevo en su cathedra—. Perdonaré a la XIV y la XXI si se rinden y aplacaré mi ira divina crucificando a Saturnino y sus oficiales. Como dices, sólo el Dominus et Deus de Roma y del mundo entero puede ser capaz de una misericordia tan grande; sí, sólo un dios puede ser tan generoso con sus enemigos.

Levantó su mano derecha y moviendo el dorso de la misma varias veces dio a entender a todos que la audiencia había terminado. Estaba cansado, tremendamente agotado. Una copa de vino más y se iría a dormir. Los dioses, a fin de cuentas, también dormían.

Longino y Manió dejaron a Trajano en la puerta de su tienda. Manió se puso en marcha hacia la suya, pero Longino se quedó un instante viendo cómo Trajano se despojaba de la coraza militar ayudado por un joven esclavo. En ese momento la tela de la puerta volvió a caer y ocultó a sus ojos la figura del legatus hispano que había sido capaz de influir con habilidad inimaginable en la mente imprevisible del César. Longino se giró y siguió los pasos de Manió. El tribuno caminaba despacio. Tenía, como casi todos los hombres de la VII Gemina, callos y sabañones en los dos pies después de la larga marcha desde Hispania. Se permitió una sonrisa. Pronto se correría la voz al norte de las empalizadas del limes de que Marco Ulpio Trajano, el Guardián del Rin, había vuelto.

Los asesinos del emperador
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