LA REBELIÓN JUDÍA

GALBA

Puerto marítimo de Cesarea, Siria

Junio de 68 d. C.

Marco Ulpio Trajano padre caminaba con prisa. En modo alguno podía permitirse llegar tarde a la reunión del Estado Mayor de Vespasiano, convocada para resolver la estrategia a seguir en la guerra contra el levantamiento judío de Oriente. Este le había incorporado al nuevo ejército de Siria por su experiencia en las campañas dirigidas por su antecesor Corbulón. Trajano padre lo organizó todo para que su esposa Marcia, su hija Ulpia Marciana y su hijo Marco fueran de regreso a Itálica y él partió con Vespasiano hacia Asia. Era más prudente, teniendo en cuenta que Nerón tenía cada vez más enemigos, que la familia estuviera en Hispania, no fuera que durante su ausencia en Siria surgiera alguna nueva rebelión que pudiera derivar en una auténtica guerra civil. El estaría bien con Vespasiano, pero su familia estaría entonces mejor en Itálica que en la imprevisible Roma, al menos, hasta su regreso. Además su hijo, y su esposa también, hacía tiempo que preferían regresar a Hispania.

Tito Flavio Sabino Vespasiano escuchaba los informes que llegaban de Occidente atento y concentrado en cada palabra que se pronunciaba. Había que entender no solamente lo que se decía en aquellos informes, sino también lo que se callaba, que seguramente, según su experiencia, sería aún más importante. A su alrededor se había congregado su Estado Mayor en la guerra contra los judíos, entre los que destacaban las figuras de su hijo Tito, de veintiocho años, y la de un recio general, Marco Ulpio Trajano padre, que a sus treinta y ocho era ya todo un veterano en las guerras de Oriente; por eso mismo, Vespasiano, hombre cauto, reclamó sus servicios para la campaña que el emperador le ordenaba emprender en Siria en sustitución del malogrado Corbulón. Hasta la fecha, los combates marchaban bien: Tito se había mostrado capaz en el mando y en el frente de guerra en diversos puntos y, al ser su hijo, contaba con su plena confianza; por su parte, Trajano acababa de doblegar la resistencia en la ciudad de Jericó con la legión X Fretensis, en una acción de alto valor estratégico, pues tras la caída la resistencia judía se había concentrado en la ciudad de Jerusalén y la fortaleza de Masada al sur del país. Alrededor de estos dos hombres, en el edificio que Vespasiano había elegido junto al puerto de Cesarea como improvisado praetorium, se encontraban una veintena de oficiales escogidos por el propio Vespasiano, por Tito y por Trajano; la mayoría tribunos y centuriones experimentados en el combate. La resistencia judía, pese a las derrotas que habían sufrido, era tenaz, y ése era el tipo de oficiales que necesitaban para conseguir una victoria sin paliativos, que era lo que buscaba: los judíos se habían rebelado ya en demasiadas ocasiones y era necesario hacerles ver, con una victoria absoluta, que sus constantes insurrecciones eran una absurda pérdida de energías para todos.

Sin embargo, las noticias de Roma lo complicaban todo. Vespasiano, no obstante, curtido en la conquista de Britania y superviviente a las locuras de Calígula en el pasado y de Nerón en un tiempo mucho más cercano, sabía que uno debía tomarse con cierta calma los golpes inesperados de la diosa Fortuna.

—Así que Nerón ha muerto —dijo Vespasiano, repitiendo el mensaje que acababa de transmitirle el joven emisario imperial remitido por el Senado desde Roma para informar al legatus. Miró entonces a su hijo y a Trajano—. Parece que estamos reconquistando Judea como nos ordenó Nerón, pero ahora no sabemos a qué emperador vamos a entregársela.

No lo pudo evitar: habían sido muchos meses de tensión y combate, y se echó a reír un buen rato. Su hijo Tito, Trajano y otros compartieron un poco aquella risa, pero sin excesos. Allí no había sitio para aduladores, sólo guerreros. Vespasiano sabía por experiencia militar y política que sólo se puede ganar una guerra con hombres valientes y rectos.

—¿Y qué hay de Víndex? —inquirió mirando al emisario del Senado. Víndex, gobernador de la Galia Lugdunensis, se había rebelado contra un cada vez más impopular Nerón. Esas eran las últimas noticias antes de que llegara el nuevo emisario. También habían llegado rumores de que Galba en Hispania y quizá Otón en Lusitania se habían unido a la rebelión. Vespasiano meditaba a la espera de las explicaciones del mensajero del Senado. Seguramente tantas rebeliones fueron demasiado para un cobarde como Nerón. Quizá se había suicidado. Eso sería lo único digno de todo su reinado. El nuevo emisario senatorial tenía noticias frescas que confirmarían o desmentirían los pensamientos de Vespasiano.

—Víndex fue derrotado y ejecutado por las legiones del Rin comandadas por Lucio Verginio Rufo; el Senado ofreció hasta tres veces la dignidad de imperator a Rufo, pero éste la rechazó en las tres ocasiones. Galba asumió entonces el liderazgo en la lucha contra Nerón y recibió el apoyo del Senado, lo que hizo que Nerón se suicidara cuando comprobó que la guardia pretoriana aceptaba los dictámenes del Senado. Galba es ahora el emperador de Roma.

—Galba —dijo Vespasiano meditabundo e inclinándose hacia atrás en su sella sin respaldo. Miró entonces a Trajano un instante. Luego posó su vista en el suelo y, al fin, volvió a atender al mensajero.

—De acuerdo. Verginio Rufo ha declinado vestir la púrpura imperial. Luchamos ahora en Oriente a las órdenes del emperador Galba. Debes de estar cansado. Que proporcionen agua y comida a este enviado del Senado.

El mensajero, agradecido, saludó militarmente al legatus de Oriente y salió de la estancia dejando a Vespasiano con su alto mando. El legatus volvió a mirar a Trajano.

—Trajano, tú eres de Hispania. ¿Qué sabemos de Galba?

Trajano dio un paso al frente, saludó con el puño cerrado sobre el pecho y empezó a hablar sin rodeos, como correspondía a un militar que cumplía una orden directa.

—Galba ha gobernado en Aquitania y en África en el pasado, y sirvió bien en Germania deteniendo a los bárbaros en tiempos de Calígula. De hecho muchos…

—… muchos pensaban en él como emperador tras Calígula, pero Galba no se rebeló contra Claudio y se hizo amigo del nuevo emperador. ¡Trajano, por Hércules, todo eso ya lo sé! —le interrumpió algo impaciente Vespasiano—; como sé que, antes de los tiempos de Claudio, Galba gozaba del favor de Livia, la esposa de Augusto, pero cuando ésta murió fue apartado del poder por Tiberio. Lo que me interesa ahora es que fue gobernador en la Tarraconensis durante al menos seis o siete años, y, aunque sé que has estado muchos años sirviendo fuera de tu patria, me consta que habréis coincidido más de una vez en Hispania. Trajano, no me des lecciones de historia. No las necesito. Dime algo que no sepa o no digas nada.

Trajano miró al suelo. Era evidente que Vespasiano estaba nervioso. Aquellos movimientos en el occidente del Imperio podían derivar en una auténtica guerra civil. La dinastía Julio-Claudia, la que iniciara Augusto y continuara con Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, había llegado a su fin y Roma buscaba cómo solucionar el gobierno de un Imperio tan inmenso y complejo que necesitaba de un hombre capaz de entender todo el complicado mecanismo para liderarlo en un momento en que se veía amenazado en el norte por germanos y dacios, en oriente por los partos y en sus entrañas por la rebelión interna de los judíos. Vespasiano quería saber si Galba iba a ser ese hombre. Trajano levantó los ojos y encaró con respeto la mirada de Vespasiano.

—Galba es tacaño —dijo Trajano.

Vespasiano asintió despacio mientras digería aquella respuesta.

—¿Muy tacaño? —indagó buscando confirmación y precisión.

—Mucho —respondió Trajano padre—. Es cierto que ha sabido introducir disciplina en algunas unidades algo relajadas en diferentes lugares durante sus años de servicio, pero siempre ha sido muy tacaño; recuerdo que cuando convidaba a una cena en su casa, incluso cuando era gobernador y disponía de recursos de sobra, servía dos tipos de comida: una buena para sus más allegados y otra de pésima calidad para la mayoría. En parte lo hacía para humillar, pero también porque es un tacaño consumado.

—Tacaño —repitió Vespasiano, como si buscara ahondar en las implicaciones de aquel calificativo. El legatus de Oriente tenía claro lo que le estaba diciendo Trajano: un tacaño nunca podría durar mucho en una Roma que acababa de ser gobernada por Nerón, quien había vaciado las arcas del Estado en todo tipo de banquetes y juegos repletos de festivales líricos y, sobre todo, de gladiadores, un entretenimiento que apasionaba a los ciudadanos pero que era tremendamente costoso de mantener. Además, estaba la guardia pretoriana. Desde su creación por Augusto, ésta se había visto siempre mimada desde el punto de vista económico por su creador y luego por sus sucesores. Tiberio entregó a cada pretoriano 1.000 denarios cuando éstos terminaron con el rebelde Sejano; luego Calígula les dio 2.500 dracmas por cabeza al ascender al trono para garantizarse su lealtad y Claudio elevó esa cantidad a 3.750 denarios, que equivalía a unos 45.000 sestercios por soldado de la guardia imperial. Nerón mantuvo la cantidad de su predecesor y volvió a entregar 3.750 denarios a cada pretoriano cuando accedió al poder. Todo el Senado compartía la idea de que aquello era un dispendio excesivo y brutal, pero nadie se atrevía a contradecir al emperador de turno, y mucho menos una vez que cada pretoriano tenía en sus bolsillos, o en sus cofres, aquella pequeña gran fortuna. Vespasiano frunció el ceño. La cuestión era saber si un viejo y tacaño senador como Galba estaba dispuesto a seguir con aquella costumbre.

Los asesinos del emperador
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