UNA CARTA DE ORIENTE

Itálica, otoño de 70 d. C.

Trajano hijo fue a las termas de Itálica. Allí se bañó en el caldarium y, en lugar de pasar rápidamente al tepidarium del agua tibia, prefirió quedarse un buen rato en el asfixiante calor de aquella sala, como si al sudar pudiera quitarse de encima todos los remordimientos. Acababa de cruzarse con Longino en la palestra de las termas y lo había visto haciendo ejercicios para poder batirse en combate blandiendo una pesada espada de madera con su brazo izquierdo. El derecho le había quedado inutilizado para siempre. No lo soltó nunca. Nunca. Lo mantuvo en el aire y en un momento se le ocurrió zarandearlo, columpiarlo hasta que él, el supuestamente valeroso Trajano hijo, pudiera alcanzar otras raíces que emergían un par de pies más allá. Longino lo consiguió, pero en el balanceo su brazo hizo crac y algo se rompió. Al tiempo que Trajano conseguía asirse a aquellas nuevas raíces, más grandes y más fuertes que la primera y desde las que pudo escalar hacia arriba para ponerse a salvo, Longino lanzó un desgarrador grito de dolor total.

Cuando Trajano llegó junto a él, su amigo estaba hecho un ovillo y sostenía su brazo derecho que parecía desencajado, más largo de lo normal, girado casi al revés. En un principio ambos intentaron pensar que sólo estaba fuera de sitio, pero los médicos de Itálica no pudieron conseguir que el brazo se recuperara de nuevo por completo y quedó como una extremidad medio inerte, hinchada durante semanas y que le provocó tremendas fiebres a Longino. Al fin, la inflamación bajó y las fiebres desaparecieron, pero ya no era capaz de mover aquel brazo con una mínima agilidad. Había quedado incapaz para cargar un arco o para combatir blandiendo un gladio. Cneo Pompeyo Longino era un tullido. Y la culpa de todo era suya, sólo suya, de Marco Ulpio Trajano hijo, un imbécil.

Se hundió una vez más en el agua. Longino fue quien mató al lince con una flecha que le clavó en mitad de los ojos con una puntería que ya no le valdría para nada más porque no disponía de la capacidad de cargar rápidamente un arco. Trajano emergió de nuevo del agua caliente y se sacudió el pelo como un perro mojado hace cuando sale de un río. Un perro. Esa era una buena comparación. Su padre acababa de conquistar Jerusalén junto a un César, junto al hijo del emperador, mientras que él, su hijo, había conseguido dejar inválido a un hijo de un amigo suyo.

Sintió asco de sí mismo. Cerró los ojos mientras recordaba el contenido de la carta que su padre les había hecho llegar desde Siria.

Querida Marcia:

Espero que todos estéis bien, tú, Ulpia y su pequeña niña Matidia, y el joven Marco. La campaña contra los judíos va por buen camino. Jerusalén, por fin, es parte de Roma y muy pronto lo será toda Judea. Los últimos enfrentamientos han sido muy duros, especialmente alrededor del Gran Templo de los judíos. Ha habido muchos muertos y heridos en las legiones. Yo mismo, te lo digo una vez que ya ha pasado, estuve a punto de perder la vida en esta última parte de la contienda. En una absurda e imperdonable distracción me vi rodeado por una decena de enemigos, pero la acción valiente y rápida de un tribuno, de nombre Suburano, que ordenó intervenir a una docena de sus mejores hombres, hizo que los sicarios que me rodeaban cayeran abatidos antes de que pudieran herirme. Sexto Atio Suburano es su nombre completo. Alguien a quien siempre deberemos estar agradecidos. Rezo a los dioses porque podamos disponer de su ayuda en el futuro, pues es, sin duda alguna, un hombre valeroso en extremo y de honor por lo que luego he podido averiguar consultando a su legatus. Pero Marcia, no debes ya temer por mí. Una vez conquistada Jerusalén, mi regreso a Roma es cuestión de poco tiempo y en unos meses espero poder estar de vuelta a nuestra amada Itálica.

MARCO ULPIO TRAJANO

Siempre supo que nunca estaría a la altura de su padre, pero no pensó que fuera, además, a decepcionarle tanto.

Longino se lo había tomado bien, con una dignidad extraña. Como si el hecho de que le hubieran acogido en Itálica fuera pago suficiente a tanto sufrimiento. Y no cejaba. No se daba por vencido igual que no lo hizo en el precipicio. No, nunca abrió la mano. Ahora llevaba semanas intentando entrenarse para poder combatir con la mano izquierda. Le había visto atarse un escudo militar al brazo tullido. Era una torpe figura en sus movimientos, pero no había visto jamás una muestra tan clara de tenacidad y valor. No, aquel tullido, estaba claro, era mil veces más valiente que él.

Los asesinos del emperador
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