PARIS

DOMITIANVS

Roma, febrero de 82 d. C.

El pueblo recibió la muerte de Tito con enorme dolor. La popularidad del mayor de los hijos de Vespasiano era enorme: sus ayudas a Pompeya y Herculano, los juegos en el anfiteatro Flavio y su glorioso pasado como conquistador de Jerusalén estaban en la mente de todos. El Senado no dudó en deificar de inmediato al emperador fallecido y Domiciano, hábilmente, se mostró favorable a dicha consideración al tiempo que se exhibía compungido en público. El pueblo quiso percibir en la faz triste del nuevo emperador que Domiciano se lamentaba sinceramente por la muerte del gran Tito. Eso le valió el afecto de la plebe, al menos, al principio.

Domiciano no tenía pasado militar brillante, pero era un Flavio, hermano de Tito, hijo de Vespasiano, y los Flavios habían hecho mucho por el engrandecimiento de Roma. El pueblo estaba dispuesto a confiar. El Senado dudaba, pero, con la guardia pretoriana claramente decantada por el nuevo emperador, ninguno de los patres conscripti se atrevió a decir nada. Quizá, después de todo, así como con Galba, del que todos esperaron tanto y luego resultó ser un gobernante mediocre, a lo mejor con Domiciano podía ocurrir lo contrario: nadie esperaba mucho de él y quizá les sorprendiera a todos transformándose en un emperador juicioso, magnánimo en Roma y fuerte frente a los numerosos enemigos de las fronteras del Imperio. Eso pensaban todos, eso esperaban todos. Todos menos dos personas: Partenio, quien en silencio engullía todo lo ocurrido en el fallecimiento de Tito a sabiendas de que una sola palabra, una sola mirada altiva, podría ser el fin de su vida; y, por supuesto, Domicia Longina. Partenio tenía datos, Domicia su intuición y muchos años, demasiados ya, al lado de Domiciano.

Con el primero, Domiciano se limitó a evitarlo durante semanas, pero manteniéndolo en su puesto. Partenio se sabía vigilado, pero comprendió que si callaba quizá el nuevo emperador, que aún no tenía consolidada su posición, respetara su vida para evitar que se extendiera ningún rumor sobre las circunstancias de la muerte de Tito. Si uno de los consejeros imperiales, siempre leal a Vespasiano y a Tito, no decía nada es que nada había pasado. Partenio estaba atrapado en su silencio, pero, por otro lado, sólo desde el silencio podría conseguir estar alguna vez en situación de cumplir el último encargo de Tito. Así, mudo, casi inactivo, Partenio fue testigo de cómo el nuevo emperador Domiciano convocaba a los arquitectos imperiales, en particular a Rabirius, para felicitarles por haber dado término a gran parte del nuevo gran palacio imperial en el centro de Roma, al que deseaba llamar Domus Flavia, y de cómo Domiciano ordenaba el traslado de toda la familia imperial al nuevo gran edificio que se alzaba imponente sobre la colina del Palatino encarando el siempre impresionante circo Máximo. Eso sí, el emperador conminó a Rabirius y al resto de arquitectos a que rápidamente se terminara la gran Aula Regia, que debía servir como gran sala de audiencias, con un majestuoso trono de enormes dimensiones en su centro.

En el caso de Domicia, la relación entre ella y Domiciano se tensó más que nunca, algo que de por sí parecía imposible. Y es que el sufrimiento de Domicia ante la muerte de Tito fue de una amargura casi incontenible; ella, en público, mostró su dolor, mientras que, en privado, entre los muros de la nueva Domus Flavia, Domicia plasmaba su intenso sufrimiento con largos silencios, miradas gélidas y un distanciamiento insalvable con su marido. Pero a los pocos meses incluso aquel silencio agresivo fue insuficiente para Domicia Longina y su espíritu rebelde pronto buscó nuevas formas de manifestar no ya su desprecio, sino su odio más absoluto hacia su esposo, el nuevo emperador de Roma. En el pasado reciente le hirió yaciendo con Tito; más aún: enamorándose de él. Ahora utilizaría la misma arma, pero buscando la forma de humillar al emperador del modo más espeluznante que pudiera. Y la encontró. No quiso recordar Domicia la advertencia de Antonia Cenis: la rabia ilumina o ciega de forma a veces inaudita. La rabia siempre encuentra camino, no importan los muros de contención ni los diques y mucho menos las advertencias. La rabia, como el agua de tormenta que fluye en torrenteras violentas, no se detiene ante nada. Así, Domicia Longina, hija del senador Corbulón, esposa del emperador de Roma, fijó sus ojos, una aciaga tarde en el teatro Marcelo, en el popular actor Paris. Así se hacía llamar y así le conocía toda Roma. Paris, por su parte, cegado a su vez por la vanidad alimentada por su gran popularidad, había concluido que todo le estaba permitido y se dejó conducir por la rabia de Domicia hasta el mismo lecho de la emperatriz. Y todo fue bien para ambos amantes hasta que, a los pocos meses, el joven actor fue detenido por una docena de pretorianos a la salida del propio teatro Marcelo. En su ingenuidad, Paris creía haber tomado todas las medidas necesarias para que su romance con la emperatriz de Roma pasara desapercibido. Ignoraba que para Domicia era esencial que terminara siendo descubierto. El pobre actor no sabía hasta qué punto su persona era prescindible para la propia Domicia. Sin saberlo, Paris se había situado en medio del más terrible de los campos de batalla del siglo I: el palacio imperial de Roma.

Cornelio Fusco, jefe del pretorio, miraba al maltrecho Paris mientras éste se abrazaba las piernas acurrucado en una esquina, sollozando. A Fusco le daban asco los hombres que lloraban, pero tenía que hablar con aquel miserable. Se agachó y le cogió por el pelo de la cabeza estirando hacia abajo, de forma que el preso le mirara directamente a los ojos.

—¿Cómo puede alguien ser tan estúpido? —preguntó el jefe del pretorio. Como no esperaba respuesta, cuando Paris intentó argüir alguna razón a lo ocurrido recibió un nuevo puntapié; esta vez en la cara. El labio superior se le partió y empezó a salir mucha sangre; Paris se llevó las manos a la boca intentando detener la hemorragia y llegó entonces una nueva pregunta—: ¡Por Marte! ¿Por dónde accedías a la cámara de la emperatriz?

—Hay… un pasadizo… en el palacio… desde el hipódromo hasta la cámara de la emperatriz…

Paris hablaba tragando sangre de cuando en cuando; Fusco le miraba en pie, desde lo alto de sus gruesas piernas, con los brazos enjarra. Ese pasadizo se había hecho para posibilitar una huida desde las cámaras privadas de la familia imperial; hasta ahí habían llegado las averiguaciones de Fusco en una conversación con Rabirius, el arquitecto del palacio. El emperador había sospechado de Paris por las frecuentes conversaciones que mantenía con la emperatriz en las fiestas de palacio; luego el actor se ausentaba y lo mismo hacía la emperatriz arguyendo agotamiento. Ahora estaba claro adonde iba cada uno: a la cámara de Domicia Longina, la una escoltada por pretorianos por el peristilo superior, el otro, acompañado por algún esclavo o esclava de confianza de la emperatriz, al hipódromo, con cualquier excusa, pero con el fin último de acceder a la cámara de la emperatriz por aquel pasadizo. Fusco sonreía. Ya lo tenían todo. Habían interrogado a los esclavos de palacio y ya habían ejecutado a la que había cooperado con Paris, pero, por alguna razón, el emperador quería al actor vivo. Fusco le asestó una nueva patada y volvió a agacharse sobre el encogido actor ensangrentado, recostado sobre el suelo, aullando de dolor.

—¿Te duele o sólo lo finges? Sí lo finges eres en verdad un gran actor —dijo Fusco y se rió de su gracia; luego frenó sus carcajadas y volvió a hablar con seriedad—: El emperador quiere saber cuántas veces os habéis visto.

Paris asintió.

—Cinco… cinco veces…

—Bien. —Se despidió con un último puntapié en la cabeza—. Vigiladle —dijo a los pretorianos que custodiaban al preso y salió en busca del emperador.

En la cámara imperial de la nueva Domus Flavia, el emperador hablaba con pasmosa tranquilidad.

—Había pensado en arrojarlo a los leones —decía Domiciano mientras una desafiante Domicia le mantenía la mirada con orgullo e insumisión grabadas a escoplo en su frente—, pero las fieras a veces matan con demasiada rapidez. Además, esto no deja de ser un asunto privado. He ordenado que le descuarticen y luego que den los pedazos de su cuerpo a las alimañas del anfiteatro, aunque no creo que encuentren mucho alimento en ese saco de huesos. —Se acercó a Domicia—. Ni siquiera es bien parecido. Mi hermano al menos lo era.

—Cualquiera es mejor que tú —replicó Domicia con saña, pues le había dolido de forma especial la alusión a su amado y ya muerto Tito.

Domiciano, por su parte, se separó unos pasos hasta llegar a la mesa donde estaba el vino endulzado artificialmente, demasiado para la mayoría, pero justo en su punto para el emperador de Roma. Se sirvió un vaso y no usó agua para rebajarlo. Bebió despacio, un sorbo, dos, tres y, de golpe, vació la copa de un trago largo. Se volvió de nuevo hacia Domicia.

—Sé que no me tienes miedo, en eso es en lo único en lo que me diviertes. Me hace gracia que siendo tan vulnerable a lo que me plazca hacer no parezcas nunca temer las consecuencias. El actor, en cambio, estaba aterrorizado. En eso le reconozco sensatez. A veces me pregunto si no estarás loca.

Domicia se echó a reír.

—Por supuesto, por todos los dioses —respondió la emperatriz en cuanto terminó con aquella extraña carcajada—; loca y ciega al casarme contigo, pero era joven y me engañaste, como estás engañando ahora a toda Roma, pero más tarde o temprano, ellos, el pueblo, el Senado, todos sabrán cómo eres realmente y entonces se echarán sobre ti. Supongo que pronto ordenarás mi ejecución; sólo lamento no vivir lo suficiente como para ver el día en que Roma te devore igual que tú devoras todo lo que tocas. Ni siquiera sabes dar una caricia. Tú sólo arañas, hieres, muerdes.

Domiciano enarcó las cejas.

—Nunca había pensado en mí de esa forma, pero es mucho mejor morder y arañar que ser débil. Para gobernar Roma hay que ser fiero como un león y sí, lo admito, engañar a todos, al menos durante un tiempo. Es cierto que al final todos se darán cuenta de que quien les gobierna no es débil como mi padre o como mi hermano, pero para entonces tendré a toda Roma bien sujeta en mi mano. De eso puedes estar segura. Además, por Minerva —y sonrió—, lo podrás ver con tus propios ojos, porque no pienso matarte. No, eso es lo que en el fondo deseas. Hace tiempo que andas rondando la idea de dejar este mundo y adentrarte en el Hades, quizá con la esperanza de reencontrarte allí con mi deificado hermano muerto, pero yo no te haré ese regalo. No. Para nada. Me has humillado y lo has hecho a conciencia. Aunque ejecute a Paris, aunque destroce su cuerpo y con ello infunda miedo a los demás, lo que has hecho me ha humillado a los ojos de todos, especialmente de los pretorianos, así que no voy a matarte. Sé que para ti la vida es ahora sólo sufrimiento: tu padre muerto, tu madre muerta, tu hermana muerta, tu antiguo marido muerto, Tito recién fallecido y tu hijo muerto también. No tienes nada ni nadie por lo que vivir, por eso quiero que vivas, pero en condiciones en las que ni puedas matarte ni puedas volver a humillarme. Sólo quiero que vivas, que sufras, que maldigas cada nuevo amanecer. Y más aún cuando veas como toda Roma, todo el Imperio, terminan completamente subyugados a mí. Tú y mi hermano me ofendisteis cuando os creíais poderosos, intocables. Bien, primero empezaré contigo, y luego me ocuparé de desquitarme de mi hermano; aún puedo hacerle más daño más allá de la muerte, esto es sólo el principio de mi odio. —Volvió a acercarse hacia Domicia—. Pero volviendo a tu caso: he dado orden de que se emita un edicto de divorcio entre tú y yo y que, al instante, seas desterrada. Así no me molestarás más, pero haré que te lleguen noticias de mis progresos en el gobierno de Roma. —Volvió a sonreír mostrando unos dientes ligeramente ennegrecidos por el vino ingerido—. Maldecirás haber nacido, Domicia, y maldecirás haber intentado enfrentarte a mí. Es un error no medir bien las fuerzas de uno— y se dio media vuelta y miró a Fusco, que en una esquina de la habitación asistía como único testigo a aquella conversación; el jefe del pretorio asintió y llamó a la guardia. Seis pretorianos entraron y rodearon a Domicia Longina, que permanecía inmóvil hasta que, al fin, al tiempo que abría la boca, empezó a caminar despacio.

—Domiciano, tu padre conquistó Judea; Tito los muros de Jerusalén; tú no eres nada, nada… Pronto todo el pueblo de Roma lo sabrá y caerás como caen las hojas cada otoño y el viento te arrastrará hasta los confines del mundo y nadie ya nunca se acordará de tu miserable existencia. Sí, querido esposo, maldeciré cada día que viva, pero sobreviviré para que maldigas no haberme matado y sea yo quien vea tu gran caída.

Fusco, que caminaba justo detrás de la emperatriz, no pudo por menos que admirar la entereza de aquella mujer, tan distinta al actor al que estaban descuartizando en el hipódromo.

Tito Flavio Domiciano, que acababa de servirse una nueva copa de vino, encaró a su mujer mientras los pretorianos la conducían hacia el exterior.

—Lo dudo, Domicia, dudo que llegue el día en que lamente no haberte matado; tu sufrimiento es tan perfecto que es casi una obra de arte —respondió, y hundió su faz en el bronce oscuro de su copa.

Los asesinos del emperador
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