LA RISA DE DECÉBALO

Palacio real de Sarmizegetusa, 88 d. C.

Decébalo recibió a los embajadores romanos sin contener la satisfacción que afloraba en su relajado rostro en forma de una impertinente sonrisa que, sin duda, debía lacerar el orgullo de aquellos enviados del César. El embajador más veterano se presentó y explicó las condiciones que el emperador Domiciano proponía para la paz.

—Mi nombre es Tetio Juliano; he sido gobernador y cónsul del Imperio romano y en la actualidad soy senador y legatus del ejército imperial desplazado al norte del Danubio. Me envía el César para acordar una paz duradera con el gran rey de la Dacia.

Juliano habló de prisa; le mordía la rabia por dentro desde el mismísimo día en el que había recibido las instrucciones del emperador en aquella odiosa carta: «Has de pactar una paz efectiva con el rey de la Dacia, cueste lo que cueste; has de aceptar todo lo que proponga, incluido el pago de dinero anual, si eso es necesario para asegurar una paz duradera; es prioridad absoluta del emperador conseguir esta paz y sólo su consecución será aceptada como cumplimiento efectivo de esta orden. Cualquier otra circunstancia es secundaria y debe ser asumida como necesaria si permite la obtención de la paz en esa región del Imperio». Luego venían unas posibles condiciones que ahora él debía recitar ante un crecido rey dacio que le miraba con marcado desprecio.

Tetio Juliano sabía lo del levantamiento de Saturnino en Germania y sabía que el emperador buscaba una paz con los dacios para poder usar todas las legiones del Danubio contra Saturnino, pero después de tanto tiempo combatiendo contra los roxolanos primero, cuando era legatus de la VII Claudia en Moesia veinte años atrás, y luchar después junto con Fusco contra la alianza de dacios, roxolanos, bastarnas y sármatas, no podía evitar que se le descompusiera el cuerpo al verse obligado por el emperador a pactar una paz que le repelía después de dos decenios de combates contra aquel maldito enemigo; pero tenía que hacerlo, debía hacerlo. Continuó hablando pese al evidente menosprecio del rey dacio.

—Como senador de Roma y legatus tengo la potestad imperial para pactar con el rey de la Dacia una paz definitiva. Como el rey sabe, mis legiones rodean la ciudad de Tapae: el emperador está dispuesto a que éstas se retiren de dicha ciudad y se replieguen hasta volver al sur del Danubio, de forma que se olvide nuestra victoria de este año y vuestra victoria del año pasado y se restituya la frontera a su posición inicial delimitada por el curso del gran río, tal y como estaba antes de que roxolanos, sármatas, dacios y otros pueblos la cruzaran para atacar posiciones romanas en Panonia y Moesia. Es una proposición generosa, teniendo en cuenta que mis tropas dominan ya gran parte de la región al norte del Danubio hasta las mismísimas murallas de Tapae.

Tetio Juliano calló en espera de una respuesta del rey dacio.

Decébalo le había escuchado con la sonrisa permanente en su faz hasta que Juliano terminó su discurso. De súbito, la borró y transformó su rostro en un semblante serio, agresivo, feroz.

—¿Generosa esa oferta? —Se levantó para incomodar aún más a un sorprendido Tetio Juliano que, sin darse cuenta, dio un paso atrás en la sala real de audiencias de Sarmizegetusa, al igual que lo hicieron la docena de legionarios, desarmados por los dacios, que le acompañaban—. Escúchame, romano, y escúchame bien, porque no lo repetiré: os retiraréis de la Dacia, lo que por supuesto conlleva que dejaréis el asedio de Tapae de inmediato. Cruzaréis el Danubio para no volver a cruzarlo más, pero además Roma deberá pagarme en oro y plata por todo lo que ha destruido en estos años de guerra. Y quiero además ingenieros y arquitectos romanos para fortificar mis ciudades contra el acoso de los pueblos de las estepas que nos atacan desde el norte. La Dacia se convertirá así en aliada de Roma y, además, en protectora de sus fronteras al norte del río, pero para ello necesitaremos ese dinero y a esos ingenieros. A cambio me comprometo por mi parte a que ni sármatas ni roxolanos ni dacios ni ningún otro pueblo bajo mi control cruce el río hacia Moesia o Panonia. Esto sólo será posible si se cumplen las tres condiciones que hemos discutido aquí: retirada incondicional de las legiones de Roma, pago anual y envío de ingenieros y arquitectos romanos a mi reino.

Seguro de sí mismo como pocos hombres, Decébalo se sentó en su trono real y, nuevamente, hizo retornar su sonrisa impertinente a su faz, divertida al observar cómo aquel veterano general romano engullía su rabia mezclada con su propia saliva.

Y es que a Tetio Juliano le hervía la sangre por dentro. ¿Un pago anual e ingenieros y arquitectos? Aquel infame rey de la Dacia debía de saber, de algún modo, lo de Germania, y se estaba aprovechando miserablemente. Eran unos términos completamente inaceptables en cualquier otra circunstancia, pero, ante el levantamiento de Saturnino y con las órdenes recibidas de Roma de aceptar cualquier condición, Tetio Juliano estaba atado, muy a su pesar, de pies y manos. Así que, sin querer decirlo, lo dijo.

—Roma acepta esas condiciones —pronunció muy bajo.

Decébalo levantó las cejas e interpeló una vez más a Tetio Juliano. Quería que todos sus pileati, incluido el impertinente Vezinas y el siempre soberbio y engreído sumo sacerdote Bacilis, oyeran a aquel gran general de Roma arrastrándose ante él.

—No te he oído bien, legatus.

Tetio Juliano inspiró profundamente y repitió su respuesta esta vez alto y claro.

—Roma acepta esas condiciones.

Decébalo sonrió aún más descaradamente al tiempo que asentía.

—Entonces está todo hablado —apostilló el rey, pero Juliano añadió algo más.

—Para sellar la paz será necesario que el rey se desplace a Roma para rendir pleitesía al emperador o que, en su defecto, el rey de la Dacia envíe a un representante del más alto rango a la ceremonia que debe tener lugar en Roma para certificar este tratado.

Decébalo miró al legatus romano girando ligeramente la cabeza. Frunció el ceño. Era cierto que el emperador había enviado a su legatus augusti del Danubio, como lo llamaban los romanos, pese a que podría haber sido retenido por él y usado como rehén. Parecía razonable aquella petición aunque rendir pleitesía a quien te va a pagar oro y plata parecía un poco absurdo. Decébalo leyó con claridad en el silencio desesperado de aquel enviado de Roma que el emperador Domiciano necesitaba aquella ceremonia para vender el pacto con la Dacia como una victoria ante sus propios pileati, a los que en Roma llamaban senadores. A Decébalo no le importaba participar en aquella pantomima, si bien no personalmente, si con ello conseguía el oro, la plata, los ingenieros, los arquitectos y la retirada de Roma sin tener que luchar. Era la más dulce de las victorias.

—Enviaré a uno de mis pileati, uno de mis mejores nobles a esa ceremonia, legatus —confirmó Decébalo. Tetio Juliano asintió. El rey, borrando su sonrisa y en tono conciliador, se dispuso a ofrecer algo de hospitalidad a aquel mensajero y su escolta—. Ahora, si lo deseas, tú y tus hombres podéis comer con nosotros y relajaros en mi corte hasta mañana.

Pero Tetio Juliano negó con la cabeza y tuvo que responder mordiéndose la rabia para no deshacer el pacto al que se había llegado.

—Mis hombres y yo debemos partir hacia el sur para poner en marcha este acuerdo de paz y para transmitir todo lo que hemos pactado al emperador de Roma.

Decébalo se sintió molesto y Tetio Juliano vivió aquella pequeña decepción del rey de la Dacia como una mínima victoria personal, algo muy minúsculo, eso sí, frente a tan gigantesca derrota militar y política propiciada por la debilidad del emperador Domiciano.

—Si eso es lo que queréis, marchad de mi palacio lo antes posible —respondió el rey claramente indignado—. Marchad, salid de mi palacio, de mi ciudad, de mi reino y no volváis nunca más ni tú ni tus hombres ni ningún otro ejército de Roma, o quedará sepultado como quedaron las legiones que enviasteis contra mí el año pasado y de las que guardo preciosos recuerdos —y señaló las insignias de la legión V Alaudae que Tetio Juliano y sus hombres, con sus ojos siempre fijos en el rey de la Dacia, no habían visto expuestas en una de las esquinas de aquella gran sala real. La visión de los estandartes de la V legión, rematados en los elefantes que recordaban la batalla de Tapso, fue el golpe maestro con el que Decébalo partió en dos el corazón guerrero de todos aquellos soldados de Roma. Tetio Juliano no encontró palabras con las que responder a aquella última humillación y, al no poder hacer nada ni decir nada que no pusiera en peligro el tratado de paz, dio media vuelta y, sin poder dejar de mirar aquellos estandartes ensangrentados y presos en aquel palacio dacio, salió envuelto en un mar de ira y odio y asco de sí mismo y de Roma entera, todo ello aderezado con una burlona carcajada emitida con potencia y felicidad hiriente por el ahora victorioso rey de la Dacia. Una risa aquella de Decébalo que trepanaba los oídos de Tetio Juliano hasta corroerle las mismísimas entrañas.

Tetio Juliano acababa de comentar al tribuno Nigrino las condiciones que Decébalo había exigido y que él había aceptado en nombre del emperador para concertar la paz que éste le había exigido. Nigrino se sentó en una de las sellae que había dispuestas unos pasos por detrás de las grandes catapultas junto a las que se encontraban. Estas habían tardado mucho más de lo esperado en llegar, pues una gran nevada y una fuerte ola de frío dejaron impracticables los caminos durante casi un mes. Pero, una vez montadas las catapultas, Nigrino se había visto obligado, contra su criterio, a adelantarlas mil pasos hasta quedar muy próximas a las murallas de la ciudad. Había seguido escrupulosamente las órdenes de Tetio Juliano antes de que éste partiera hacia Sarmizegetusa. Para Nigrino era evidente que Tetio Juliano albergaba la esperanza de que el rey de la Dacia tendría un arranque de soberbia y despreciaría cualquier acuerdo de paz y quería que todas las catapultas del asedio de Tapae se encontraran lo más próximas a la ciudad que fuera posible, a una distancia que les permitiera a los legionarios cargar las grandes máquinas sin temor a las flechas enemigas pero lo suficientemente cerca para bombardear no ya las murallas, como habían hecho las semanas pasadas, sino el interior mismo de la ciudad.

—Es un acuerdo vil —dijo Tetio Juliano, que seguía de pie, con los brazos en jarras, mirando hacia las murallas de Tapae. Hablaba con rabia y ansia y decepción a raudales—. Tantos muertos en Moesia y Panonia y luego en esta última batalla en el valle, el año pasado y éste también, para tener ahora que retirarnos y encima pagarle a ese miserable que los dacios tienen como rey. Es demasiado.

—Es lo que el emperador quiere —dijo Nigrino desde su asiento, suspirando con impotencia—. Es lo que el emperador necesita. No puede luchar una guerra civil y, a la vez, mantener una guerra al norte del Danubio.

—Supongo que tienes razón —aceptó Tetio Juliano, pero lo hizo con una voz tan extraña que Nigrino lo miró nervioso, especialmente cuando Juliano añadió una pregunta inesperada—: ¿Están cargadas todas las catapultas, tal y como ordené?

Nigrino se levantó con movimientos lentos, con cuidado, y se aproximó al legatus del ejército del Danubio como quien se acerca a un perro rabioso al que sabe que hay que calmar.

—¿Qué vas a hacer, Juliano? —preguntó con voz forzadamente serena.

—¿Están cargadas?

—¡Por todos los dioses! —respondió Nigrino elevando la voz, incapaz de tanto autocontrol—. ¡Lo están! ¡Sí, tal y como ordenaste: cargadas para cuando regresaras del norte! ¡Pero se ha acordado la paz, por Júpiter, Juliano, tú mismo has aceptado la paz en nombre del emperador!

Juliano no tenía oídos para las palabras de Nigrino; se dio la vuelta y encaró al tribuno hispano. Los legionarios de alrededor y todos los oficiales allí reunidos asistían atentos a aquel debate entre sus dos máximos líderes.

—Quiero que descarguen una andanada, Nigrino, una sola andanada sobre la ciudad —explicó Tetio Juliano con pasión de guerrero humillado hasta el infinito—. Una sola andanada que les haga sentir la mordedura de Roma en sus tripas, que los aplaste, a decenas de ellos, quizá a cientos si hay suerte, con sus mujeres y sus niños. Una andanada que les deje un recuerdo imborrable del paso de Roma por su valle maldito, Nigrino. —Al ver que Nigrino negaba con la cabeza, Juliano insistía.— ¡Por todos los muertos de la V legión, Nigrino, y los demás caídos en combate en estos años de guerra! ¡Por la V legión Alaudae ¡Por todos los dioses, Nigrino, he tenido que pasar bajo los estandartes apresados por ese maldito rey dacio! ¡Los tiene allí, en su palacio, en Sarmizegetusa, manchados de sangre romana! ¡Una sola andanada que les rasgue la piel a tiras a unos cuantos de esos malditos dacios!

Nigrino sintió que todos le miraban. Tetio Juliano podía ordenar esa andanada de proyectiles sin necesidad de recurrir a su apoyo; para ello tenía el mando supremo del ejército en la región, pero Juliano buscaba implicarle, quería que él mismo se involucrara en esa decisión y por eso había hablado en voz alta y delante de todos. Ahora todos los oficiales y los legionarios lo miraban y sólo veían a un cobarde y un sacrilego con el recuerdo de sus compañeros caídos si no confirmaba la orden del legatus. Pero Nigrino era de casta extraña: era de aquellos hombres para quienes la palabra dada debe cumplirse o nada tiene ya valor en el mundo, incluso si éste se ha vuelto loco. Tetio Juliano había acordado la paz con el rey de la Dacia en nombre del emperador y no se podía faltar al honor del emperador, no importaba ni el motivo ni la causa, o ya ningún bárbaro creería en Roma o, peor aún, ni ellos mismos tendrían nada en qué creer. Nigrino volvió a negar con la cabeza y, delante de todos, engullendo las miradas de vergüenza ajena que sentían todos los oficiales y legionarios hacia él, se giró y dio la espalda a Tetio Juliano. El legatus, por su parte, más irritado aún de lo que ya estaba, escupió en el suelo.

—Eres un cobarde, Nigrino —dijo Juliano.

Lo peor para Nigrino fue que, al levantar la mirada y confrontar la de todos los centuriones que le despreciaban, tuvo que afrontar la propia mirada de su joven sobrino, que se había acercado al lugar advertido por otro decurión sobre la discusión. Nigrino tío bajó la mirada ante su sobrino y se mantuvo firme, en silencio, de espaldas a lo que iba a ocurrir. Cerró los ojos y oyó rotunda la voz potente de Tetio Juliano dando las órdenes.

—¡Apuntad bien, por Marte! ¡Apuntad al centro de la ciudad! ¡Una andanada de proyectiles! ¡Ahora!

Y medio centenar de catapultas silbaron casi al mismo tiempo arrojando sobre la ciudad de Tapae sus proyectiles de muerte. Nigrino, con los ojos aún cerrados, escuchó aquel silbido que conocía bien. Luego vinieron los golpes secos de las rocas al impactar sobre la ciudad de Tapae y, a continuación, aullidos desde el interior de las murallas, que se elevaban por encima de los muros dacios para júbilo de los legionarios. Pero había más: para mayor regocijo de las tropas romanas, Tetio Juliano decidió recrearse aquella tarde. Se retirarían, sí, pero no sin antes haber apaleado a aquella maldita bestia bárbara.

—¡Cargad otra vez!

Nigrino seguía todo sin abrir los ojos y, en silencio, se limitó a negar con la cabeza.

Diegis salió de su palacio en el centro de Tapae en cuanto se oyeron los primeros impactos y los gritos de sus soldados. Las mujeres y los niños habían sido llevados a los templos del centro de la ciudad, más alejados de las murallas, en previsión de que ocurriera lo que estaba pasando. Diegis había ordenado esa precaución en cuanto observó que los romanos acercaban las catapultas a los muros de la ciudad. El noble dacio se cruzó con un grupo de guerreros que llevaban a varios heridos en brazos hacia un lugar cubierto donde pudieran ser atendidos de sus heridas. Por dos mensajeros, de la media docena que Decébalo le había enviado y que sí habían podido cruzar por la noche las líneas romanas, Diegis sabía que se había acordado la paz, pero también podía intuir el enorme resentimiento de los oficiales romanos por verse obligados, seguramente contra su voluntad, a retirarse.

—Es una pataleta de niños rabiosos —dijo Diegis a sus oficiales.

—¿Qué hacemos? —preguntó uno de sus pileati.

Diegis lo tuvo muy claro.

—Responder con la misma moneda. A los perros rabiosos sólo se los calma así, a palos. Así se irán doblemente humillados. Pocos quedarán con ganas de volver a cruzar el Danubio.

El tribuno Nigrino había contado ya tres andanadas. Juliano y todos los oficiales que parecían compartir sus ganas de sangre enemiga estaban enfervorecidos y querían más. El veterano Nigrino abrió los ojos, se dio media vuelta y, cuando estaba a punto de empezar a andar para enfrentarse a Juliano de nuevo y así detener aquella locura, oyó ese silbido que ya había oído en otras ocasiones en su larga vida de soldado de Roma. Pero no era el viento cortado por rocas que despegaban contra el enemigo sino otro distinto, más rápido, más fugaz, un silbido que sólo te da un ínfimo instante para reaccionar: no el de las rocas al salir contra el cielo, sino el silbido de los grandes proyectiles que están a punto de caer sobre uno mismo.

—¡Al suelo! ¡Dispersaos, por Júpiter! —acertó a decir Nigrino al tiempo que se tumbaba y buscaba con la mirada a su sobrino sin poder encontrarlo. Varias rocas llovieron sobre ellos. Piedras enormes, como las que habían estado arrojando ellos mismos, lanzadas con máquinas iguales a las suyas, que cayeron sobre las dos catapultas más próximas y las hicieron añicos, hasta el punto de que varias astillas que volaban por el aire sin rumbo se clavaron en uno de sus brazos.

—¡Aaaaah! —gritó Nigrino mientras se reincorporaba y miraba a su alrededor en busca de su sobrino y luego hacia delante buscando a Tetio Juliano.

Había varios legionarios heridos y algunos muertos. Nigrino vio entonces el cuerpo de Juliano tendido en el suelo con gran parte de una roca que se había partido aplastando su espalda. Había un enorme charco de sangre y más sangre del legatus por todas partes: Juliano había reventado y las salpicaduras de la sangre del más alto oficial de Roma al norte del Danubio habían alcanzado al propio tribuno Nigrino, quien, rápido, se arrodilló junto al legatus.

—¡Juliano, Juliano!

Este, con una mueca de dolor estática en su rostro, no podía decir ya nada. Su cuerpo estaba destrozado por dentro y por fuera. Los dacios seguían respondiendo y cayeron nuevas andanadas de piedras. Nigrino se levantó rápido y asumió el mando.

—¡Retroceded! ¡Maldita sea, por todos los dioses, retroceded! —exclamó mientras continuaba buscando a su sobrino. Los legionarios empezaron a retirarse pero dudaban: no querían abandonar las catapultas, pero retirarlas requería que muchos hombres se reunieran en un punto y si una roca caía entonces sobre ellos todos morirían. Los dacios sabían lo que hacían. Ellos, desde las murallas, podían ver si daban o no a las catapultas enemigas, mientras que los romanos disparaban a ciegas. Nigrino sabía que tenía que decidir entre salvar las catapultas o salvar a los hombres. Siempre se podían hacer más máquinas de guerra en pocos meses, pero reponer un legionario requería veinte años.

—¡Abandonad las catapultas y retiraos, por Marte, retiraos!

Había sido absurdo, una temeridad acercarse tanto a las murallas de Tapae y asumir que los dacios no tenían nada con que responder a sus proyectiles que no fueran flechas.

—¡Tío! —oyó el veterano tribuno.

Junto a una de las catapultas vio a su sobrino que, cojeando, intentaba alejarse del lugar; fue junto a él y ayudándole, caminaron los dos lo más velozmente que pudieron para escapar del alcance de las máquinas dacias. Cuando lo consiguieron, bien lejos ya de los muros de la ciudad, el tribuno Nigrino dejó a su sobrino en el suelo y se sentó junto a él.

—¿Estás bien, muchacho?

—Sí, no es nada. —Le daban vergüenza muchas cosas; le daba vergüenza su torpeza—. Es sólo una torcedura, tío; quise retirarme al ver las rocas que caían del cielo y doblé mal el pie.

Sobre todo sentía vergüenza por haber dudado de su tío y éste lo leyó en aquella mirada.

—No digas nada, muchacho. Son muchos años de guerra a mis espaldas. Bombardear a los dacios, una vez pactada la paz, era una deshonra, pero además se ha demostrado un auténtico desastre militar. —Miró hacia las murallas de Tapae—. Ya sabemos dónde están las catapultas que los dacios arrebataron a Fusco y sus pretorianos. Ya sabemos que no las quemaron. Quizá, después de todo, los dacios no sean unos bárbaros.

Los asesinos del emperador
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