EL ORIENTE DEL IMPERIO

Antíoquía, Siria

18 de agosto de 96 d.C.

Un mes antes del día marcado para el asesinato

Lucio Licinio Sura y los dos senadores que le acompañaban llegaron hasta Antioquía en medio de un calor sofocante. El viaje había sido largo y muy duro. En treinta días habían cruzado el Imperio desde la ribera del Rin hasta la capital de Siria pasando por toda la frontera del Danubio. Licinio no había concertado ninguna entrevista con los legati del sur del Danubio, ni con los que estaban apostados en Dalmacia, Panonia o Moesia; todos ellos carecían de importancia en aquel momento. Sólo Trajano en el Rin o Nigrino en Oriente reunían el suficiente poder, y un número significativo de legiones bajo su mando como para poder poner en peligro la transición planeada por el Senado junto con la colaboración de Partenio.

Licinio, pese a ser hispano, se mostraba algo inseguro en medio de aquel calor, y eso que les habían traído unas bacinillas con agua con las que refrescarse a la espera de que Nigrino hiciera acto de presencia en el palacio del gobernador de Siria.

—¿Aceptará el plan? —preguntó uno de los senadores, demasiado tenso como para callar por más tiempo.

—No lo sé —respondió Licinio Sura. En ese momento se abrieron las puertas del gran palacio y una decena de jinetes irrumpieron al trote en el interior del gran patio porticado. En medio de aquella escolta cabalgaba recio, orgulloso, Marco Cornelio Nigrino, gobernador de Siria, quien desmontó con la ayuda de dos de sus jinetes más jóvenes y, sin dilación, se dirigió a Licinio Sura, al que reconoció de campañas pasadas.

—¡Por Júpiter, Licinio, qué lejos estamos aquí de Britania!, ¿verdad?

—Cierto, muy lejos.

Recibió el abrazo de Nigrino con algo de nostalgia. Todo empezaba bien, pero, así como Trajano era frío, Nigrino era de sangre demasiado caliente y en cualquier momento podía cambiar de humor.

—Una embajada del Senado y sin aviso previo del palacio imperial, algo poco frecuente, ¿no, Licinio? —inquirió Nigrino, directo al grano, a la vez que invitaba a que pasaran todos a un amplio peristilo conectado al patio de entrada, en donde había varios triclinia dispuestos para que pudieran recostarse y saborear algo de vino y fruta. Licinio Sura respondió mientras se acomodaba en su sitio, en el medio lectus, a la derecha del gobernador.

—Es una embajada del Senado, no del emperador. Tú mismo lo has expresado perfectamente —precisó Sura.

—Hummm —masculló Nigrino mientras cogía unas uvas de la mesa que tenía enfrente—. Eso no parece nada bueno.

Se hizo un silencio en el que se pudo escuchar cómo Nigrino masticaba con energía los granos de fruta hasta convertir en añicos incluso las pepitas duras de la uva que se negaba a desechar de su boca. Licinio Sura dejó pasar el tiempo sin añadir explicación alguna. Como esperaba, Nigrino prorrumpió en un torrente de preguntas y autorrespuestas, como en los viejos tiempos.

—¿Significa esto que el emperador no sabe nada de vuestra presencia aquí? Sin duda, así es. ¿Tramáis algo? Sin duda, así es. ¿Tramáis algo muy peligroso? Sin duda, así es. Y queréis saber lo que voy a hacer yo, ¿verdad? De qué lado estoy. —Licinio Sura se limitó a asentir varias veces, tantas como preguntas hacía Nigrino, que continuaba con sus propias respuestas en voz alta—. Todo esto lo he pensado con tiempo, porque con tiempo, Licinio, me has advertido de vuestra visita con un mensajero. No demasiado, sólo una semana, insuficiente para que pueda comunicar con el emperador, pero lo suficiente para que pueda pensar. Querías que tuviera pensada mi decisión y eso quiere decir que sea lo que sea que tramáis es algo que ya está en marcha y que no pensáis detener, ¿me equivoco?

—Como de costumbre —empezó Sura con una pequeña sonrisa en su boca—, Nigrino es muy sagaz en todas sus conclusiones. Todo lo que has dicho es correcto.

Un breve silencio. Nigrino tomó más uvas y volvió a masticarlas con fuerza.

—También decías —continuó entonces el gobernador sin dejar de comer uvas— que antes habías pasado por el Rin, lo que quiere decir que antes has ido a ver a Trajano y que ya sabes de qué lado está.

Licinio Sura volvió a asentir.

—Sea entonces —y Nigrino escupió una uva que no le pareció dulce—; si quieres saber mi respuesta, antes quiero saber la de Trajano. Lo justo es que tenga la misma información sobre ese punto antes de hablar, y más aún cuando he de sufrir la humillación de que el Senado me pregunte a mí después.

Licinio esperaba esa altanería de Nigrino.

—El Rin está más cerca. Es una ruta más lógica: primero el Rin y luego Siria. Además, si Trajano se hubiera puesto contra nosotros ya no tendría sentido haber continuado hasta Siria.

Nigrino iba a discutir sobre si ir primero al Rin era la ruta más lógica, pero como Sura en sus palabras había mostrado cuál había sido el sentido de la respuesta de Trajano, eso distrajo su atención y dejó de pensar que era el segundo en ser consultado.

—¿Trajano no se ha puesto de parte del emperador, no se ha puesto contra vosotros?

Licinio Sura sonrió cínicamente.

—¿Crees que seguiríamos vivos si Trajano hubiera tomado ya parte activa a favor del emperador?

—No, supongo que no. Seguro que no.

—Trajano —continuó Sura— no nos va ayudar, pero no va a hacer nada. Si fracasamos seguramente será el primero en seguir las órdenes del emperador y acabar con todos los que estamos en esto, pero si tenemos éxito ha prometido acatar lo que el Senado decida.

—Sí, eso suena a palabras de Trajano —concluyó Nigrino mientras se echaba hacia atrás en su triclinium.

Por un rato todos parecieron relajarse y compartir con algo de sosiego la comida y el excelente vino del que se vanagloriaba el gobernador. Fue al final de la tercera copa de vino rebajado con agua, con poca agua para Nigrino, cuando éste, en lugar de decir por fin cuál iba a ser su actitud futura, lanzó una última pregunta.

—¿Y en quién ha pensado el Senado para suceder a Domiciano? —Licinio Sura dejó de beber y lo mismo hicieron los otros dos senadores—. Creo que tengo derecho a saberlo. De hecho, ése es el precio que exijo por comportarme como Trajano: si queréis que me quede de brazos cruzados, por todos los dioses, si queréis que no me levante contra vosotros y que no advierta al emperador, tendréis que decirme antes a quién deberé lealtad en el futuro próximo.

Licinio Sura asintió despacio e ignoró las claras negativas que sus compañeros exhibían de forma ostentosa sacudiendo la cabeza.

—Es justo lo que pides —dijo Sura, y retrasó por un instante, que añadió dramatismo a su anuncio, pronunciar el nombre del que debía ser, si todo salía bien, el próximo emperador de Roma—: Marco Coceyo Nerva.

Nigrino se alzó furioso y volcó la mesa. Este era el Nigrino que Licinio Sura recordaba.

—¡Por Júpiter! ¡Estáis todos locos, mucho más locos de lo que yo pensaba! ¡Peor! ¡Por todos los dioses, Licinio, estáis más locos que el emperador! —Nigrino hablaba desde el centro del patio, junto al impluvium, vociferando—. ¡Nerva es débil! ¡Es débil! ¡Débil! —Y lo repitió aún cinco veces más; luego bajó algo el tono al tiempo que se acercaba a Sura—. Dime que no es cierto, amigo mío, dime que no es eso lo que ha decidido el Senado. Sé que quedan pocos hombres, pero Nerva es viejo, tiene… tiene…

—Sesenta y un años —precisó Licinio Sura.

—Un viejo, Licinio, un viejo. Y claramente opuesto a los jefes del pretorio. Los pretorianos nunca le aceptarán; no durará ni un año sin que se le rebelen. Si ése es vuestro plan vamos directos a la guerra civil y, te lo advierto, Licinio, es una guerra que se librará en las calles de Roma, como cuando murió Nerón. Vais camino de repetir la historia. Luego nosotros, Trajano y yo, cuando triunfe una de las dos facciones, veremos qué hacemos, pero probablemente ya estéis todos vosotros muertos.

Sura suspiró largamente. En gran parte compartía la visión del gobernador de Siria.

—Es cierto lo que dices, Nigrino, no lo niego, pero no hay muchos que se atrevan a dar el paso. Si nos descubren, tras nosotros el siguiente en ser ejecutado será Nerva. Quedan pocos senadores valientes; Domiciano se ha ocupado de ello con meticulosidad. He perdido ya la cuenta de los senadores consulares ejecutados por orden expresa del emperador o que han muerto exiliados en extrañas circunstancias. Nigrino, éste es nuestro plan. Un buen plan o un mal plan, pero es mucho mejor que esperar sentados en nuestras casas a que los pretorianos del emperador acudan bajo cualquier pretexto falso para asesinarnos. Las cosas han llegado a un punto de no retorno. Se trata de Domiciano o de nosotros. Más aún, y tú lo sabes: se trata de Domiciano o el Imperio. La frontera del Danubio es casi inexistente. Decébalo campa a sus anchas en el norte, y con frecuencia en el sur del gran río, y tanto tú como Trajano carecéis de suficientes recursos para frenar a germanos y partos indefinidamente; Domiciano no ve nada de todo esto. No ve nada. Sólo está interesado en sus pretorianos y en asistir cada tarde al anfiteatro Flavio para ver a decenas de gladiadores combatir a sus pies hasta morir. No, Nigrino, quizá éste sea el plan de unos locos, pero vamos a llevarlo a cabo hasta el final o a morir en el intento. Sólo te pedimos que actúes como Trajano, sólo te pedimos que no hagas nada.

Marco Cornelio Nigrino despachó con una mirada a unos esclavos que intentaban poner en pie la mesa que había volcado y éstos desaparecieron por donde habían venido, dejando la mesa en el suelo. El gobernador se sentó sin recostarse ya en su triclinium y miró a Licinio Sura con seriedad.

—No haré nada, Licinio. Pero me entristece ver que camináis hacia vuestra muerte. Pese a todo, lo más probable es que no podáis con la guardia del emperador, y Domiciano se revolverá contra vosotros como un león herido. Esa noche no morirá el emperador, sino todos los senadores de Roma.

A todos se les cortó el apetito. Nigrino se despidió sin decir más, se agachó, cogió unas uvas del suelo, se las llevó a la boca y dejó a los senadores solos.

Licinio se quedó pensativo. Quizá Nigrino tuviera razón y Partenio no conseguiría reunir hombres capaces de doblegar a los pretorianos.

—Es curioso que Trajano no preguntara por quién nos hemos decidido para suceder al emperador —dijo uno de los senadores que acompañaban a Licinio.

La reflexión se clavó como una flecha en el ánimo de éste: era evidente que Trajano estaba convencido, como Nigrino, de que iban a fracasar, por eso su falta de interés en saber nada más. Licinio sacudió la cabeza. Trajano y Nigrino eran legati, muy buenos altos oficiales del ejército, seguramente los mejores del Imperio en esos días, los únicos que habían sobrevivido a la incontrolada envidia del emperador, pero no eran políticos ni entendían bien lo que pasaba en Roma. Si se trataba de planear la invasión de alguna región o de defender una frontera, Licinio Sura tenía claro que no había juicio mejor que el de esos hombres, pero, y a esa esperanza se aferraba Sura con todas sus fuerzas, no sabían bien lo que pasaba en Roma, no estaban al corriente del grado de odio extremo que el emperador había generado a su alrededor. Sí, sí que se podía tener éxito. Todo dependía, por todos los dioses, todo dependía de los hombres que reclutara Partenio.

Los asesinos del emperador
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