LOS HOMBRES DE MARCIO

Roma, julio de 96 d. C.

Marcio se dirigió al viejo sagittarius. Era, con mucho, el más veterano de cuantos había en el Ludus Magnus. Marcio lo recordaba desde que era niño, siempre allí, con sus flechas, presto a aniquilar con su fina puntería a cualquiera que se moviera cuando fuera preciso en la gran arena del anfiteatro Flavio. Pero Marcio había percibido que la destreza del veterano sagittarius con el arco había disminuido. En ocasiones debía lanzar varias flechas para abatir a un enemigo en movimiento. Un sagittarius así no le habría salvado a él y a Atilio de los vitelianos. Pero aquello fue hacía mucho tiempo. El problema de la merma en la puntería del viejo sagittarius no era otro que la edad que, más tarde o más temprano, acabaría con todos ellos, reduciendo sus fuerzas y su vista y sus reflejos hasta que un gladiador más joven los sorprendiera una tarde y, bajo la fría mirada del emperador, les rebanaría el cuello o les clavaría una espada mientras la multitud del pueblo de Roma aclamaba enfervorecida al nuevo luchador victorioso. Marcio, desde la ejecución del lanista, no hablaba ya prácticamente con nadie, a excepción de Alana, pero con el veterano sagittarius sí, ocasionalmente. Marcio respetaba la veteranía, aquella perseverancia del viejo gladiador por sobrevivir más allá de lo imaginable, y no podía olvidar que sus flechas los salvaron a él y a Atilio. Por eso, cuando tomó la decisión de reclutar a algunos hombres entre los luchadores del colegio de combate para la misión que le había encomendado Partenio, se dirigió primero a aquel viejo sagittarius.

Era una tarde tórrida de verano y los hombres se habían ocultado en las sombras de los pórticos sostenidos por columnas. Los entrenamientos se retomarían con la caída del sol. Era el horario que seguían en verano. Eran los mejores gladiadores de Roma y se les permitían esos pequeños lujos.

Marcio se acercó al sagittarius y se sentó junto a él en un banco de piedra que, al estar a la sombra de los muros del anfiteatro de la escuela de lucha, permanecía ligeramente fresco, un alivio en medio de aquel calor asfixiante. El viejo sagittarius bebía un poco de vino en silencio y no miró al recién llegado, pero esperaba paciente sus palabras, pues Marcio nunca hacía nada por nada, y era muy extraño que se le acercara. Muy extraño. Sólo hablaban entre ellos antes o después de un combate. Y no siempre.

—Necesito unos hombres —dijo Marcio. Spurius, el sagittarius, no dijo nada y siguió bebiendo; Marcio añadió más información para que el veterano arquero se pudiera hacer una idea del asunto que se llevaba entre manos—: Me han propuesto la libertad y mucho oro por matar a un patricio, pero creo que necesitaré algunos hombres para tener éxito en la empresa. Los que me ayuden conseguirán también la libertad y oro, más del que puedan imaginar.

El veterano sagittarius le miró apreciativamente. Marcio sabía que había captado su atención, claro que no había revelado el objetivo exacto de aquella conjura. Antes de desvelar más, quería ver cómo reaccionaba aquel arquero y gladiador.

—¿Cuántos hombres? —dijo al fin Spurius mirando al suelo.

—Cuantos más mejor, pero no pueden ser muchos porque han de ser de confianza. Vamos a matar a alguien importante.

Marcio pensó que ése sería el momento en que Spurius le preguntaría a quién se suponía que debían matar, pero no fue así.

—Mi vista no es la de antes —respondió el sagittarius—, y un plan, cualquier plan, que me ofrezca la libertad es bueno. Además los sagittarii lo tenemos muy difícil para que nos liberen en la arena. Nuestras acciones nunca resultan tan espectaculares a los ojos del público como las vuestras, luchando con la espada. Y estoy cansado. —Escupió en el suelo—. Puedes contar conmigo; ahora bien, veamos… hombres de confianza… Eso es más difícil. No hay tantos.

Miró a su alrededor: decenas de gladiadores yacían medio dormidos en las sombras de los pórticos, tomando la siesta al aire libre en un intento por refrescarse en medio de aquel horrible calor.

—Tendrá guardias este patricio, ¿verdad? —inquirió Spurius sin dejar de mirar en torno suyo.

—Muchos —confirmó Marcio.

—¿Atacaremos de noche?

—No lo sé. Sólo sé que habrá guardias pero que contaremos con ayuda desde dentro. Nos ayudarán a llegar hasta él.

—¿Y a salir? ¿Nos ayudarán a salir?

Marcio asintió una vez. Spurius sonrió. No estaba seguro de que les fueran a ayudar mucho en la huida, pero prefería morir combatiendo, donde fuera, para quien fuera, que allí a la espera de que un jovenzuelo le rebanara el cuello. No tenía nada que perder. Sólo la vida, pero eso no le parecía mucho. Se concentró en las cuestiones técnicas de la tarea.

—Habrá entonces que matar a varios de esos guardias en silencio. Por eso mis flechas, ¿no es cierto? —Miró a Marcio, que volvió a asentir—. Sea, pero necesitaremos más dardos. Ese otro sagittarius es bueno. —Spurius señaló a un joven tumbado boca arriba y roncando con la boca abierta de par en par, por cuyos labios paseaba una mosca negra atraída por el dulzor de unos restos de vino—. Es el mejor de los sagittarii y sabe que no tiene opciones de ser liberado. Hará lo que se le pida. Luego tenemos al samnita que vino de Pérgamo, junto con el gran tracio. Es muy bueno y sólo piensa en regresar a su tierra. Creo que tiene alguna cuenta pendiente, lo que explica esa rabia con la que lucha y le mantiene vivo. Estará con nosotros. Y está el nuevo provocator. No me mires así. Ya sé que nunca habrá otro provocator como Atilio, pero es bueno y tiene esa mirada de quien cree que puede con todo. Nos vendrá bien si las cosas se tuercen, y suelen torcerse en estos asuntos. Luego… Déjame unos días y pensaré un poco. Podré reunir una docena de insensatos más.

Sonrió mientras volvía a beber.

Marcio tragó saliva. No era justo no desvelar el nombre de quien debían asesinar, incluso si el veterano sagittarius era tan discreto de no preguntar. Debía saber a lo que se enfrentaban y, en el fondo, Marcio buscaba que alguien le dijera que aquello era una locura absurda y le intentara convencer de que debía desistir. Muerto el lanista, sólo aquel sagittarius podía persuadirle de que abandonara la idea. Sin embargo, aquel maldito consejero imperial tenía razón: Alana no duraría ya mucho más con vida. Y era una forma de vengarse, por fin, de la muerte de Atilio. Incluso si moría, si morían todos, merecía la pena intentarlo. Pero ése era su parecer, sólo lo que él pensaba. ¿Y los demás?

—Hemos de matar al emperador de Roma—dijo Marcio al fin.

El viejo sagittarius asintió despacio, luego levantó las cejas en señal de asombro, volvió a asentir y echó un último trago de su vaso de vino.

—Eso no será posible —respondió el viejo arquero lacónicamente—; incluso si nos ayudan desde dentro, no será posible: son demasiados los pretorianos que le protegen. A un emperador sólo lo puede matar su propia guardia, como hicieron con Calígula o con Galba, pero si buscan hombres de fuera para matarlo es que la guardia pretoriana está con él. No tenemos ni una oportunidad.

Marcio suspiró.

—Entonces, ¿no cuento contigo?

—Yo no he dicho eso —apuntó el viejo sagittarius reclinándose hacia atrás en el banco hasta apoyar su espalda en la pared del muro del anfiteatro de entrenamiento—. Yo no he dicho eso; sólo he dicho que no podremos, pero… —esbozó una profunda sonrisa—… odio a ese miserable: siempre allí, mirándonos a todos como si fuera un dios, siempre decidiendo sobre la vida de todos nosotros. Y ni siquiera es como Tito, o como su padre, que eran generosos y liberaban a muchos de los buenos luchadores, como hicieron con Prisco y Vero y tantos otros. Domiciano es diferente. Es simplemente cruel. —Hizo una pausa hasta que al final apostilló una conclusión definitiva—: No, no podremos contra toda su guardia pretoriana, pero será divertido intentarlo. Disfrutaré muriendo en esta locura. Me parece una muerte épica. Nos merecemos este final. Me gusta.

Marcio se vio sorprendido de ver que no era el único a quien le parecía excitante la idea.

—¿Y el resto de hombres? ¿Pensarán lo mismo que nosotros? —preguntó Marcio.

El veterano arquero no vaciló en su respuesta.

—Aquí estamos todos locos hace años. Los hombres que te he dicho irían al Hades si allí encontraran la libertad y un puñado de oro al otro lado del río del inframundo, y no dudarían en luchar con el mismo Caronte si éste se interpusiera en su camino. ¿No nos entrenaron para estar dispuestos a morir? Pues nos entrenaron bien.

Los asesinos del emperador
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