SIN REFUERZOS

Germania, otoño de 83 d. C

Los dardos caían por todas partes. Trajano se esforzaba porque los legionarios mantuvieran las posiciones en la empalizada, pero habían caído muchos y los catos venían en grandes grupos, cargados con antorchas que dejaban a los pies de aquel gran muro de madera que pretendía ser la frontera de Roma. De forma sorprendente, hacía una semana que no llovía y la hierba, más seca que de costumbre, prendía con facilidad. Pronto toda la empalizada estaba ardiendo.

—¡La fortificación está perdida! —gritó Longino a su espalda. Trajano se revolvió como un loco.

—¡Nunca! ¡Por Júpiter, eso nunca! —Y caminando por detrás de la empalizada en llamas aullaba sus órdenes a los centuriones de cada cohorte—: ¡Mantened las posiciones! ¡Bajad de la empalizada si ésta arde, pero mantened las posiciones justo detrás! ¡No cederemos ni un paso, ni un solo paso!

Los centuriones saludaban militarmente y hacían sonar los silbatos en un empeño testarudo por mantener la formación de sus tropas justo al pie de las fortificaciones en llamas. Longino caminaba detrás de Trajano y sacudía la cabeza. Empezaron a emerger decenas, centenares de catos por entre las llamas. Ni siquiera se esperaron a que la empalizada fuera consumida por completo. Se acercaban aullando como bestias Longino se quedó atónito. Pese a las hordas bárbaras que penetraban por diferentes puntos, los legionarios se mantenían en sus posiciones, relevándose de forma ordenada y luchando con fiereza brutal. Sólo resistir era algo grande, pues cada vez resultaba más evidente que los catos habían reunido un enorme ejército. Estaba claro que buscaban venganza por la derrota que les había infligido el año anterior el emperador de Roma. No habían tenido un día de paz desde que Domiciano se retirara a celebrar su gran triunfo sobre aquellos mismos bárbaros contra los que ahora combatían. Pero muy vencidos no parecían, no. Allí estaban de nuevo. Longino pensó que al final, quisiera o no Trajano, tendrían que retroceder. En eso llegó Manió al frente de la caballería por un costado, desde las colinas peladas, sin árboles, pues los habían utilizado todos para construir aquella interminable fortificación. Los jinetes romanos embistieron al ejército enemigo por el flanco. Trajano hizo sonar su voz aún con más fuerza que antes.

—¡Al ataque! ¡Avanzad las posiciones! ¡Haced que regresen más allá de la empalizada! ¡Por Júpiter, por Roma! —Y se lanzó junto con la primera cohorte.

Longino le siguió, como hacía siempre. Atravesaron las cenizas de la empalizada mientras los catos, algo confundidos por el ataque de la caballería romana, retrocedían unos pasos. Fue suficiente para que el avance de la infantería romana les pillara por sorpresa. Los legionarios acertaron a herir a muchos catos en la primera embestida. Manió, por su parte, empezó la persecución de un amplio sector del ejército enemigo que se batía en franca retirada hacia el bosque.

Fue una sangría. Una más.

La empalizada de toda aquella zona había sido destruida, había centenares de legionarios y de catos heridos y muertos, pero la frontera de Roma se había mantenido en el punto donde había quedado fijada por la última campaña del emperador al norte del Rin.

Trajano estaba en el centro de la llanura, paseando entre cadáveres, custodiado por un grupo de legionarios que actuaban de guardia personal para evitar que ningún herido intentara un ataque por sorpresa contra el legatus del Rin. Las tropas de la frontera, toda vez que el emperador se había ido a Roma hacía meses para celebrar un triunfo inmerecido, habían aprendido a confiar en aquel hombre que era capaz de mantener a los germanos a raya pese a que no llegaban ni refuerzos ni más apoyo desde Roma.

Manió llegó a caballo y desmontó junto a Trajano.

—Una vez más ha sido por muy poco —dijo.

Trajano no respondió. Estaba detenido en medio del campo de batalla, con los brazos en jarra, mirando hacia el bosque.

—Volverán —dijo Longino. Trajano asintió lentamente.

—Sí, siempre vuelven —concedió el legatus hispano. Añadió unas palabras, pero como si pensara en voz alta o como si recordara viejos relatos de un pasado ya muy lejano—: Julio César tenía un plan, un plan para conquistar toda Germania, todos los territorios al norte del Rin… tenía un plan… —Pero no siguió; negó con la cabeza, como quien rechaza aquella idea del pasado como algo imposible y se volvió hacia Manió y Longino—: Hemos de reconstruir la empalizada antes de que vuelvan.

Dio media vuelta sin esperar respuesta. Manió y Longino se miraron.

—No podremos resistir eternamente; cada vez son más —dijo Manió. Longino negó con la cabeza indicando que compartía el mismo sentimiento. Ya le había pedido a Trajano que escribiera al emperador pidiendo refuerzos en varias ocasiones, pero Trajano se negaba siempre. Y ni él ni Manió entendían aquel empecinamiento en no informar al emperador de los problemas en el Rin.

Los asesinos del emperador
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