UNA BODA PROVINCIAL
Nemausus, Galia Narbonensis, 85 d. C.
Marco Ulpio Trajano padre recibió a su hijo con un abrazo a la puerta de la ciudad de Nemausus [27]. El legatus del Rin acababa de desmontar y apenas entregó las riendas de su montura a Longino, los brazos de su padre ya le envolvían con fuerza. No parecía que el tiempo hubiera pasado por él por la fuerza de aquel gesto de cariño, pero, en cuanto se separaron, Trajano hijo vio las arrugas del tiempo en la faz de su padre. Sí, retenía fuerza en su cuerpo, pero había envejecido.
—Ven, muchacho, ven —le dijo su padre, tomándole por el antebrazo y conduciéndole hacia la ciudad andando. Longino, Manió y otros oficiales les seguían a caballo—. No te importa andar, ¿verdad?
—No, padre. Me hará bien. No he dejado de cabalgar desde Moguntiacum.
—Un viaje largo, pero estos días en Nemausus te irán bien. Podrás descansar. A mí andar me revitaliza; me hace sentir fuerte aún, hijo. Y ésta es una buena ciudad, forjada por los veteranos del divino Julio César. Aquí estaremos bien estos días.
Caminaron unos instantes en silencio. Trajano hijo se fijó en los edificios de la ciudad: la basílica de justicia, la Curia, el gymnasium, pero, sobre todo, las imponentes murallas con sus altas torres que protegían la mayor parte de aquella gran ciudad del sur de la Galia. [28]
—Me alegro de que hayas aceptado esta boda, hijo —dijo al fin su padre.
Trajano hijo asintió. Apenas hacía dos meses que había recibido dos cartas en dos días consecutivos. En la primera el emperador le relevaba de su puesto de gobernador de Germania Superior y lo enviaba como legatus a Legio [29], en el noroeste de Hispania. En la segunda su padre le proponía que aceptara un matrimonio con una joven de la aristocracia del sur de la Galia Narbonensis. Ninguna de las dos cartas le sorprendió. Eran cosas que se veían venir. El emperador no dejaba que nadie permaneciera demasiado tiempo en un mismo puesto, ya fuera como gobernador o como legatus, y con ambos rangos a la vez aún menos. El había estado casi tres años en Moguntiacum vigilando la frontera del Rin. Para Domiciano eso ya era demasiado tiempo. Quizá sospechara de su silencio. En cualquier caso, abandonar la dura guerra de la frontera no le vendría mal. Estaba cansado de batallar sin un ejército lo suficientemente fuerte como para ganar. Y esa permanente lucha de desgaste le tenía consumido por dentro. Por dentro, porque nadie sabía de sus sentimientos. Longino quizá se hubiera dado cuenta, pero se guardaba mucho de comentarlo abiertamente y él lo agradecía. Lo que no le convencía era que el elegido para reemplazarle en Germania fuera Saturnino, un hombre no demasiado experto en campañas de frontera; pero determinar quién debía gobernar Germania Superior y vigilar a los catos no era potestad suya, sino del emperador. Por otro lado, el asunto de la boda era también previsible: a sus treinta y un años seguía soltero. Su falta de interés por las mujeres no le había hecho difícil mantener aquella situación, pero sabía que su padre desearía cambiarla pronto. La seleccionada era una joven de veintiún años de Nemausus.
—Padre —dijo Trajano hijo deteniéndose en medio de la calle—, ¿estás seguro de esta boda? —preguntó en voz baja.
Su padre volvió a tomarle por el brazo y le hizo avanzar de nuevo.
—Muy seguro, hijo, muy seguro. —Pero como viera que el joven legatus no parecía muy convencido añadió una explicación, siempre entre susurros—: Es una buena boda para nosotros, hijo. Escucha y escúchame bien, y haz el favor de sonreír, que se te vea feliz. Aquí todos conocen a la familia de Plotina, tu futura esposa, todos les aprecian y todos saben que tú eres el elegido, así que sonríe, pero escúchame. —Trajano hijo forzó una sonrisa débil, pero suficiente para que las miradas que les observaban se sintieran tranquilas; mientras, su padre seguía hablando en voz baja pero con rapidez—. Son muchas las cosas que he de decirte y no tenemos mucho tiempo. Hemos de atender a todo lo concerniente a los preparativos de la boda; he considerado que era mejor que tu madre y tu hermana se quedaran en Hispania, así que nos corresponde a nosotros cuidar esos detalles, pero salgo del asunto primordial. Escucha: el emperador te releva de Germania, pero no te envía a Siria o a Egipto, que sería donde correspondería que fuera alguien con tu rango y de una familia como la nuestra, tan leal a la dinastía Flavia y más después de haber estado en el Rin. No, en lugar de eso Domiciano te envía a Legio, por todos los dioses, a las minas de Legio en Hispania. Se excusa, lo sé, lo sé —levantó la mano para que su hijo no le repitiera lo que le había explicado en su última carta—, el emperador argumenta que necesita el oro de la región y que, como eres hispano, sabrás ganarte la confianza de todos en Legio y sus alrededores con rapidez, pero en realidad te está degradando, a los ojos de todos te está degradando. En Germania Superior estabas al mando de varias legiones, como lo estarías en Oriente, pero en Legio, en Hispania, tendrás una única legión a tu mando. Así dejarás de preocuparle. Es un destierro velado.
»Escucha, hijo: sé que has combatido bien en el Rin, como lo saben todos tus oficiales. ¿Acaso crees que no escriben a sus familiares y que éstos no hablan con sus amigos en las calles de Roma, en las termas, en los foros, en las tabernas, por todos los dioses, en las letrinas de toda la ciudad? ¿Cuánto crees que le ha costado al emperador averiguar que todos te llaman el Guardián del Rin y que luchas valerosamente contra los catos desde hace dos, tres años sin tan siquiera pedir refuerzos? Domiciano no tiene sólo sus oídos, sino también los ojos y los oídos de una densa trama de delatores; sí, hijo, delatores. Está Caro Mecio, uno de los peores, y Mesalino, el peor de todos.
Éste es ciego, pero sus oídos son los más finos de toda Roma. Lo oye todo, lo percibe todo y luego lo usa frente al emperador para hundir a sus enemigos. Pronto, escúchame bien, habrá persecuciones contra algunos senadores. Domiciano ha promulgado una nueva ley de lesa majestad por la que los que son acusados de traición son ejecutados y sus bienes incautados. Para muchos es una forma más de que el emperador consiga dinero, el que necesita para financiar la conclusión de las obras de la Domus Flavia, su gigantesco palacio imperial; dinero para las inacabables luchas de gladiadores en el anfiteatro, para sus banquetes; dinero, dinero, y más dinero. En medio de todo esto, para muchos eres como un héroe, aunque nadie lo diga en voz alta por miedo a los delatores, los mismos que han informado a Domiciano de cómo empieza a considerarte el ejército. El emperador, este emperador, no quiere héroes; no los quiere, no le gustan los que consiguen grandes victorias como Agrícola, ni tampoco le gustan los héroes silenciosos como tú. Por eso envía a Saturnino, no muy capaz, por cierto, lo sé.
»La cuestión es que Domiciano no quiere gente capaz con varias legiones a su mando. Además, Saturnino cayó en desgracia en alguna velada en la Domus Flavia. Su traslado a Moguntiacum y la frontera del Rin es un castigo. No me preguntes por qué, no lo tengo claro, pero eso no es de nuestra incumbencia ahora. Gracias a nuestra lealtad, y a tu prudencia, el emperador sólo te envía a Legio.
Aquí su padre calló por un instante; había hablado en voz baja pero como un torbellino y necesitaba recuperar el aliento para seguir de inmediato.
—Por eso esta boda, hijo. Hemos de hacer ver al emperador que sigues con tu vida, con normalidad. Te casas, que es lo que te corresponde a tu edad. Ya debías haberlo hecho antes, pero ahora está bien, está bien, y lo esencial es que te casas con una provincial. Nada de un enlace con una patricia nacida en Roma, ni siquiera en Italia. Nada que pueda hacer intuir al emperador que queremos emparentamos con los patricios de Roma. No, eso sólo alentaría sus sospechas. La familia de Plotina es una buena alianza para nosotros, entre provinciales; nos fortalece pero sin intimidar al emperador. Una buena alianza, sí.
—Domiciano también ha enviado a Agrícola a Africa, otra degradación después de su gran conquista de Britania —apuntó Trajano hijo.
Su padre no respondió. El joven se detuvo. Su padre seguía en silencio. Miró alrededor. Se aseguró de que no hubiera nadie cerca y, al fin, musitó unas palabras.
—Agrícola está muerto.
Trajano hijo se quedó petrificado. Su última información era la del nombramiento de Agrícola para África. Nada más. Su padre volvió a susurrarle.
—Hay que sonreír, muchacho, hay que seguir caminando y sonreír.
Los dos reemprendieron la marcha. Trajano hijo hizo un esfuerzo y relajó las facciones de su rostro. Esbozó un tímido y torpe amago de sonrisa.
—¿Cómo ha sido? —preguntó.
—No lo sabemos, hijo. De pronto, una tarde, después de comer, Agrícola se sintió enfermo y al día siguiente estaba muerto. Es mejor no hablar más del tema, pero ahora entenderás por qué es esencial que te cases con una provincial, que obedezcas el mandato imperial y que te limites a vivir en Legio por un tiempo, sin hacer nada. El emperador tiene muchos enemigos. Habrá rebeliones, sobre todo si la guerra con los dacios estalla; ya sabes que las cosas en el Danubio están muy revueltas y si Domiciano se ve incapaz de resolver bien el asunto de aquella frontera… dejémoslo ahí. Llegado el momento te alinearás con el emperador, como hice yo con su padre Vespasiano, y eso reforzará de nuevo su confianza en ti. Hasta entonces sólo debe llegarle a Roma una cosa desde Hispania. —Miró fijamente a su hijo—. Una sola cosa, hijo: silencio.
Padre e hijo continuaban caminando hacia el corazón de Nemausus. Tenían una boda que celebrar esa misma tarde. Pero Trajano hijo aún tenía una pregunta. Como todos los legati, era consciente de que los dacios atacaban en el Danubio igual que los germanos en el Rin. Era una guerra pendiente desde hacía tiempo y su padre acababa de sugerir que pronto Domiciano iba a tomar una decisión sobre el asunto, pero con Agrícola muerto…
—¿En quién está pensando el emperador para enviar al Danubio?
Su padre mantuvo la sonrisa abierta, cálida y miraba saludando a los que les rodeaban.
—En Cornelio Fusco, su jefe del pretorio —dijo y le cogió al tiempo por el brazo para que no se detuviera. Trajano hijo dejó de sonreír. Fusco carecía de cualquier experiencia militar de relevancia. Su padre volvió a hablarle—. Tenemos una boda, una boda; eso es lo importante ahora. Y luego Hispania. Deja que el Imperio siga su curso. Lo importante estos años es sobrevivir.
Dos días después, Trajano hijo se vestía con cierta lentitud. Las fronteras del Imperio, sus guerras, todos esos asuntos parecían haberse diluido un poco en su cabeza. Estaba solo con su mujer. Los esclavos respetaban el alba de los recién casados. Ella se levantó entonces y se acercó a su marido. Plotina había conocido a aquel hombre el día anterior y acababa de perder la virginidad con él. Ella no había disfrutado, pero tenía la percepción, más preocupante teniendo en cuenta la forma en la que la habían educado, de que su marido tampoco había disfrutado mucho. Plotina sabía que no era una mujer hermosa. Su familia era de gran dignidad en la Galia Narbonensis y ella había llegado pura al matrimonio; era todo lo que podía ofrecer a aquel valeroso, según decían todos, legatus del emperador. Era orgullosa. A ella no le parecía poco lo que aquel hombre había cosechado con el recién celebrado matrimonio: emparentar con una noble familia de la Galia y disfrutar de una romana virgen; muy inexperta, seguramente, pero virgen. Se acercó a su esposo con tiento. Él aceptó que le ayudara con la toga.
—Las cosas están bien —dijo él sorprendiéndola en medio de sus cábalas—. Las cosas están bien —repitió.
Ella, ajustando el último doblez de la toga, asintió sin decir nada. Trajano hijo tuvo la necesidad entonces, ante el silencio de su esposa, de volver a hablar.
—No soy un hombre apasionado.
Plotina, una vez que su esposo estaba vestido, dio unos pasos atrás y se sentó en la cama. Cruzó los brazos abrazándose la túnica íntima que cubría su cuerpo.
—Y yo no soy una mujer hermosa —dijo.
Trajano la miró y dudó un instante en acercarse y abrazarla con dulzura, pero se contuvo. Tampoco quería parecer débil a los ojos de su esposa. Suspiró.
—Plotina… —empezó al fin el legatus hispano—, partimos mañana para Legio. Será un viaje largo y Legio es un sitio pequeño y frío, pero haré lo posible porque estés bien atendida en todo momento.
Ella, con los brazos aún cruzados, abrazándose a solas, asintió de nuevo un par de veces sin decir palabra alguna. Trajano se acercó y se sentó a su lado. No la abrazó, pero habló con voz suave intentando, sin conseguirlo, imitar la voz que su madre usaba con él cuando era pequeño.
—Plotina, no voy a engañarte: no creo que nos queramos nunca; no de la forma en la que se quieren los que se enamoran. Nuestro matrimonio tiene otro fin y tú lo sabes: es un acuerdo entre nuestras familias. Pero aunque no nos queramos de esa manera, podemos intentar respetarnos.
Ella miraba al suelo.
—Respetarse está bien —dijo la muchacha—. Está bien.
Trajano se levantó y, sin volver la vista atrás, salió de la habitación. Plotina se quedó a solas. Muy lentamente se dejó caer en la cama hasta quedar recostada de lado. Tenía los ojos muy abiertos. Su matrimonio, en el que tantas veces había soñado, no era para nada como había imaginado. Siempre había dibujado en sus pensamientos una noche de pasión y luego infinitos días de felicidad tras pronunciar las palabras soñadas que señalarían su enlace el día de su boda: ubi tu Gaius ego Gaia [donde tu Gayo, yo Gaya] [30], pero de todo eso no había nada. Su mundo cambiaba para siempre y empezaba un viaje no ya hacia Legio en Hispania, sino hacia lo desconocido. No tenía ni idea de lo que le depararía el futuro, y no es que se sintiera mal con aquel marido que la diosa Fortuna, y sus padres, habían destinado para ella; parecía un hombre sincero y lo de respetarse era, sin duda, una buena base para un matrimonio duradero y pacífico. No era eso lo que la preocupaba, lo que la mantenía nerviosa; se trataba de otra cosa: respetarse estaba bien pero ella quería más y no podía evitar estar plenamente convencida de que más tarde o más temprano, en algún momento, llegaría el día, o la noche, en que echaría de menos que alguien la amara con auténtica pasión. Y eso lo cambiaría todo. Eso, aunque ella no pudiera ni tan siquiera imaginarlo, cambiaría el curso de la Historia.