EL SACRIFICIO DE DOMITILA

Roma, agosto de 96 d. C.

Flavio Clemente había resistido lo inimaginable. Había resistido incluso más allá de lo que él nunca pensó que pudiera resistir, pero por los hijos se hace todo, se da todo, se sacrifica todo. Flavio Clemente había aceptado entregar a su esposa como concubina de su primo Domiciano, el César, el emperador, el Dominus et Deus, el mayor miserable sobre la faz del mundo. Esa entrega era la que había permitido que todos sobrevivieran, por el momento; ella, como amante del emperador, él, como protegido del César y los dos pequeños como sucesores de un Tito Flavio Domiciano que ya se consideraba divino en vida. Flavio Clemente pensó, ingenuamente, que nada podía haber peor a lo que ya estaban sufriendo, pero cuando un esclavo abrió la puerta de su casa y Norbano, el jefe del pretorio, el más fiel servidor de Domiciano, irrumpió en el atrio apartando a empellones a los esclavos que salían a su paso y escoltado por decenas de pretorianos armados, preguntando por los niños, Flavio Clemente comprendió que la vida podía ser aún infinitamente más cruel con él, con su esposa y, lo peor de todo, con los niños.

—Es tarde —respondió Flavio Clemente clavado en el centro del atrio, interponiéndose al avance de Norbano—. Es tarde y los niños están durmiendo.

Estéfano asomó por el tablinium y no tardó en concluir que algo muy grave iba a pasar. Se desvaneció y, sigiloso, llegó al cuarto de los niños.

—Levantaos —dijo Estéfano entre susurros, pero los pequeños, de cinco y siete años, dormían profundamente. Estéfano les había cogido un afecto sincero en los pocos meses que llevaba en aquella casa. Eran buenos niños, bien educados, que trataban a esclavos y libertos con consideración, con sorprendente consideración para unos niños patricios de tan corta edad. Estéfano se acercó al mayor y le habló con más fuerza al oído—: Levántate, despierta, despertad los dos.

Hasta allí llegaron los gritos del atrio. Clemente seguía oponiéndose al paso de Norbano.

—¡Están descansando, mis hijos están descansando!

Norbano dio un paso al frente mientras desenfudaba su spatha.

—Esto no va contigo, de momento no —le dijo el jefe del pretorio—. ¡Aparta de una vez! ¡Nadie se interpone ante la guardia pretoriana!

—¡Yo sí lo hago! —exclamó Flavio Clemente con vehemencia, sin moverse un ápice del lugar que ocupaba—. ¡El emperador tiene a mi esposa! ¿Qué más quiere? ¿Qué más quiere?

—¡Aparta! ¡Es la última vez que lo digo!

En el dormitorio de los niños, Estéfano había conseguido despertar al mayor que, sentado en la cama, se frotaba los ojos.

—Vamos, pequeño, vamos —decía Estéfano a la vez que, suavemente, movía el hombro del hermano pequeño—. Vamos, despierta. Tenemos que irnos, tenemos que irnos.

En el atrio Norbano habló por última vez a Flavio Clemente.

—¡El emperador ha dado orden de ejecutar a los niños! ¡Aparta!

—¡Nunca, eso nunca!

Olvidándose de su fe cristiana, Clemente se arrojó con sus propias manos al cuello del prefecto del pretorio, pero éste se hizo a un lado al tiempo que dos pretorianos atravesaban a Flavio Clemente con sus gladios. Se oyó el grito de dolor y, mucho peor aún, de terror, de Clemente al caer al suelo. Norbano no miró atrás y siguió avanzando, adentrándose en la domus del primo del emperador. Tenía una orden imperial que cumplir y pensaba hacerlo con precisión.

En el dormitorio de los pequeños, Estéfano, que ya comprendía bien por qué Partenio había insistido en que fuera a servir en la casa de Clemente, había cogido en brazos al más pequeño y empezaba a correr hacia la puerta seguido por el hermano mayor cuando justo en el umbral emergió la figura terrible del prefecto del pretorio. No hubo palabras al entrar. Sin dudarlo un solo instante, Norbano clavó su spatha en el cuello del pequeño de siete años, que no tuvo tiempo ni de gritar ni de llorar ni de decir nada. Cayó hacia atrás llevándose las manos al cuello, con los ojos muy abiertos, la lengua fuera y una horrible mueca de pánico en su pequeña faz. Estéfano dio un paso, dos, hacia atrás con el hermano pequeño en brazos.

—El niño —dijo Norbano con una frialdad que helaba el corazón del más valiente y Estéfano no lo era. Era un hombre bueno, un sirviente fiel, alguien que aborrecía la crueldad sin sentido, pero no era un valiente, no lo era. Partenio tenía que haber buscado a otro para aquel puesto, a alguien valiente y fuerte y capaz. Así, sintiendo asco de sí mismo, se agachó y depositó el cuerpo del niño de cinco años aún dormido en el suelo frío de aquella habitación ya manchada de sangre infantil. Estéfano se limitó a mover la cabeza de un lado a otro mientras Norbano cortaba el cuello del pequeño antes incluso de que despertara. Esa fue la única misericordia del jefe del pretorio: no despertarlo. Estéfano pensó que para lo poco que había valido, no debería haber despertado al otro hermano; le habría ahorrado horror y sufrimiento. Se orinó encima. Esperaba el golpe de gracia de un momento a otro, pero Norbano dio media vuelta y lo dejó a solas con los cadáveres de los dos niños muertos. No tenía orden de ejecutar a nadie más, sólo a los niños y a quien se opusiera a su ejecución, como había hecho Flavio Clemente. Las pisadas de los pretorianos se alejaban, pero Estéfano lloraba las lágrimas que los niños no habían podido derramar y sentía desprecio de sí mismo y un terrible asco de seguir viviendo. Vinieron las arcadas y vomitó.

En el palacio imperial, Domiciano recibió la visita de Norbano bien entrada la prima vigilia.

—¿Entonces están muertos los dos niños y el padre también? —inquirió el César buscando confirmación mientras echaba un buen trago de vino endulzado con plomo.

—Sí, Dominus et Deus —respondió Norbano con marcialidad y, con algo de orgullo, se permitió añadir unas palabras—: Yo mismo los he ejecutado.

Domiciano asintió compartiendo aquel estado de plena satisfacción de su jefe del pretorio.

—Y serás recompensado por ello, Norbano, serás generosamente recompensado.

Levantó la mano indicando que le dejara solo. Norbano le saludó con el brazo extendido, dio media vuelta y salió del Aula Regia. El emperador se llevó la copa de bronce, recubierta de una fina capa de plomo, a los labios y apuró el contenido de la misma. Esa noche dormiría algo más tranquilo. Lo de nombrar a sus sobrinos-nietos sucesores había estado bien para conseguir disfrutar de Domitila con cierta aquiescencia por su parte, pero ahora era más importante que no hubiera sucesor designado. El miedo a una guerra civil si le mataban haría que muchos renunciaran a un plan para asesinarle. Si los niños hubieran seguido vivos, en cuanto tuvieran unos años más, el Senado los utilizaría para encabezar una rebelión contra él. Matarlos cuando aún eran sólo unos niños era una gran idea, una de esas ideas de las que Domiciano se sentía orgulloso. Además, desde que se había enterado del viaje de toda la familia de Trajano desde Itálica hasta Moguntiacum, en Germania Superior, las sospechas sobre una rebelión inminente se habían desatado en su cabeza. Sí, lo de no tener sucesor designado les pararía a muchos los pies, al menos por un tiempo. Por un tiempo. Pero para cuando fueran a por él, ya habría pasado a la acción. Y sonrió.

Domitila se enteró de la muerte de sus hijos por boca de Estéfano. La joven patricia no dedicó un instante de su tiempo a escuchar las lamentaciones de aquel liberto que se avergonzaba de haber sido incapaz no ya de detener a los pretorianos sino de ni siquiera ofrecer una mínima resistencia o de no ser más ágil para haber escapado con los niños. No, Domitila abandonó su cámara sin mirarle, pasando a su lado como un lémur, como un espíritu torturado. Al poco, Estéfano pudo oír los gritos desgarrados de una madre fuera de sí que caminaba por los pasillos de la Domus Flavia en dirección al Aula Regia en busca de Domiciano.

Domicia Longina, echada en su cama, de lado, con los ojos abiertos, oyó aquellos gritos que atravesaban el ánimo de cualquier mortal y se sentó de golpe en la cama. Más gritos, más horror. Presintió lo peor. En la Domus Flavia ponerse en lo peor era acertar.

Domitila irrumpió en el Aula Regia aullando, con los ojos casi salidos de sus órbitas. Domiciano la observaba desde su trono mientras ella, casi corriendo, se acercaba con los puños cerrados, esgrimiéndolos como torpes armas de un rencor tan brutal como ingenuo, tan descarnado como incapaz de infligir dolor en el enemigo.

—¡Miserable! ¡Miserable y maldito! ¡Mil veces maldito!

Golpeó a Domiciano con sus pequeños puños en el pecho. El emperador se levantó y, de un empujón, la alejó de sí. El cuerpo de Domitila, sin fuerzas por el sufrimiento absoluto que soportaba en su interior, rodó por el suelo de gélido mármol hasta detenerse a diez pasos del trono.

—Mañana serás desterrada —dijo Domiciano mirando cómo la mujer intentaba levantarse entre lágrimas y sollozos incontrolados—. Estás loca. El destierro será lo mejor para ti; además, nunca has sido gran cosa en la cama.

El Dominus et Deus echó a andar en dirección al gran peristilo exterior. Estaba cansado y quería dormir con sosiego. Los pretorianos habían cumplido la orden de dejar pasar a Domitila, pero el César observó que había otra mujer en la puerta del Aula Regia retenida por los guardias. Era Domicia.

—Supongo que puedo asistirla esta noche —dijo la emperatriz cuando Domiciano la miró curioso, intrigado, algo sorprendido, pero sin dar demasiada importancia a que Domicia se interesara por Domitila.

—Haz lo que quieras —le respondió Domiciano—. Ya sabes que hace tiempo que me da igual lo que hagas.

Se marchó rodeado por su guardia hacia su cámara personal.

Domicia Longina entró en el Aula Regia. Domitila continuaba postrada allí donde había caído al suelo. No tenía fuerzas ni para levantarse. La emperatriz de Roma se sentó a su lado y la abrazó con afecto, pero no dijo nada. Le habría gustado poder anunciarle que la venganza estaba en marcha, pero ella recordaba lo que era perder un hijo, y sabía que ni esas palabras bastarían para consolar a Domitila en ese momento. No, no hay consuelo para una pérdida como ésa. Sólo queda espacio para la venganza fría, despiadada y sin límite. Eso era lo único que mantenía a Domicia viva, pero aquella era una fuerza, la del odio extremo, que no valdría para Domitila. La emperatriz compartió en silencio el llanto de su sobrina. Un llanto más, entre aquellas paredes, un gemido más que se quedaría pegado a aquellos muros para siempre y que se podría oír durante años, durante siglos, si uno se detenía en el silencio de la noche y escuchaba con la atención de quien buscase oír el latido lento y torturado de la dinastía Flavia.

Los asesinos del emperador
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