LA COLINA CAPITOLINA
Roma
18 de diciembre de 69 d. C.
Aulo Vitelio Germánico, emperador de Roma, se encontraba en lo alto del podio de entrada al templo de la Concordia, justo en el centro de la gran pronaos donde seis altísimas columnas corintias le rodeaban como vigilantes de un emperador que necesitaba, más que nunca, amparo y ayuda. Sudaba; a sus cincuenta y cuatro años y sus más de noventa quilos, se unía a la apresurada marcha desde el palacio imperial hasta el foro de Roma. Las negociaciones con Antonio Primo, el enviado de Vespasiano en Italia, no habían ido mal del todo. Aún tenía posibilidades de conseguir el perdón de Vespasiano cuando éste llegara a Roma, siempre y cuando cumpliera las condiciones pactadas: comprometerse a la paz y entregar a Sabino y a Domiciano intactos a las tropas leales a Vespasiano en un plazo de una semana. Había acudido al templo de la Concordia para hacer un sacrificio en aras de la paz, como forma de ejemplificar ante todos los senadores y ciudadanos de Roma que había decidido ir por ese camino y no continuar levantado en armas contra un Vespasiano que, apoyado por las legiones del Danubio, de Siria, de Judea, de Egipto, las antiguas legiones de Otón y sus pretorianos licenciados, era ya, sin lugar a dudas, el hombre más fuerte de todo el Imperio y a quien el Senado veía claramente como el próximo emperador de Roma.
—Un pañuelo —dijo Vitelio, y uno de sus soldados le entregó un paño blanco. Se secaba el sudor despacio cuando un legionario se aproximó a ellos cruzando la explanada del foro a toda velocidad. No podía ser presagio de nada bueno.—¡Ave, César! —dijo el legionario en cuanto llegó al pie de la escalinata del templo de la Concordia.
Vitelio sonrió al oír cómo alguien aún se refería a él como César. Tenía claro que había gobernado mal, que se había dejado llevar por la locura que sus oficiales habían propiciado y que había sido un mal estratega en la última batalla de Bediacrum, pero al menos conocía bien su larga lista de errores. A partir de ahí aún podía enmendarse algo. La clave era ahora entregar a Sabino y Domiciano vivos. Aquel mensajero, con esa urgencia, no podía ser bueno.
—¿Qué ocurre? —preguntó Vitelio.
—César, Sabino, el prefecto de la ciudad, ha convocado a todos los senadores que quieran a su casa. Va a proclamar a Vespasiano emperador de Roma con el apoyo de tantos senadores como pueda reunir.
Vitelio suspiró exasperado. Ese no era el pacto, no era el pacto. Sabino actuaba de forma precipitada. Vitelio sabía que sus oficiales se negaban a rendirse, pues temían que el perdón que Vespasiano pudiera otorgar a Vitelio no se hiciera extensivo al resto de oficiales bajo su mando. Las locuras cometidas en Roma, la lista de crímenes era demasiado larga como para que el nuevo emperador se mostrara generoso con ellos. Y aquel legionario, en su completa estupidez, anunciaba a gritos que Sabino adelantaba la proclamación de Vespasiano. Vitelio sintió las miradas asesinas de sus oficiales. Eso no era lo convenido. Primero tenía que entregarse a Sabino y luego varias decenas de oficiales conseguirían el perdón de las tropas de Vespasiano. Luego vendría la entrega de Domiciano a cambio del perdón para el resto de oficiales y del propio Vitelio, y sólo entonces se reuniría el Senado para proponer a Vespasiano como emperador. Vitelio leyó el miedo en los ojos de sus oficiales y algo aún más infame: la locura. De pronto ocurrió lo peor: varios centuriones se alejaron del templo de la Concordia sin esperar a recibir instrucción alguna de su emperador. Vitelio aullaba palabras que se perdían en el aire del foro sin que nadie las escuchara.
—¡Deteneos, por Júpiter, deteneos todos!
Aquellos centuriones se alejaban en dirección a la casa del prefecto de la ciudad. Iban a detener el nombramiento de Vespasiano como fuera.
Sabino vio cómo llegaban cada vez más y más senadores, la mayoría animados por la derrota de los vitelianos en Bediacrum y por la proximidad de las tropas fieles a Vespasiano. El prefecto de la ciudad los recibía a todos en el atrio y los saludaba afectuosamente. Estaba feliz. Habían sido semanas muy duras, pero el final de Vitelio se acercaba y, más importante aún, el imperio de su hermano estaba a punto de comenzar.
Y estaban Tito en Oriente y Domiciano aquí; no era un cambio cualquiera, era el principio de lo que podía ser una nueva dinastía. Con él en el Senado y con su hermano como emperador podrían afianzarse en el poder contando con el apoyo de muchos senadores, sanear las cuentas públicas y ocuparse de reforzar las fronteras del Imperio en el Rin y el Danubio. Toda Roma iba a cambiar para bien en cuestión de pocos días y todo empezaría aquella mañana, aquella misma mañana. Todo iba perfectamente hasta que unos legionarios de las cohortes urbanae anunciaron las maniobras de las tropas de Vitelio.
—¡Vienen a centenares, prefecto! ¡Ascienden desde el foro y son demasiados para detenerlos!
Sólo entonces comprendió Sabino la magnitud de su error. Se había adelantado demasiado. O bien el propio Vitelio se había desdicho de su pacto o bien era ya incapaz de controlar a unos oficiales que llevaban demasiados meses haciendo su voluntad por las calles desgobernadas de Roma. Lo peor era que Domiciano no estaba allí; el muchacho no había llegado a tiempo y ahora ya era tarde. Tendría que valerse por sí mismo hasta la entrada de las tropas de su padre.
—¡Rápido! —reaccionó Sabino con vehemencia— ¡Volveremos a la colina Capitolina y volveremos a hacernos fuertes allí!
Algunos senadores le siguieron, y también muchos familiares y amigos. Otros senadores se perdieron por entre los callejones buscando un regreso veloz a la seguridad de sus propias casas, donde esperarían acontecimientos. No tenían pensado volver a salir hasta que las tropas de Vespasiano tomaran de forma efectiva todos y cada uno de los barrios de Roma.
Domiciano despertó con un sobresalto. Se llevó la mano a la cabeza. Notó un pequeño bulto cerca de la nuca. Le habían golpeado. Iba recordando escenas como en rápidos destellos. Los pretorianos de Vitelio le arrestaron cuando estaba próximo a llegar a casa de su tío Sabino. Arremetieron contra la docena de legionarios de las cohortes urbanae que le escoltaban con una ferocidad bestial, como si el pacto de Vitelio con Antonio Primo y las legiones de su padre ya no tuviera sentido. Lo arrastraron por la calle y cuando intentó oponer resistencia le golpearon. Palpaba la nuca con la mano. No tenía sangre, sólo un dolor de cabeza que parecía no querer irse nunca. Se sentó. Estaba en la estancia de una domus; quizá alguna de las casas de alguno de los senadores ajusticiados ya por los vitelianos. Había una mesa y un solium. Estaba en el tablinium, sentado en el suelo, su espalda apoyada en la pared. Una tela le separaba del atrio. Se oía a algunos soldados hablando. Eran dos voces, pocos hombres: dos legionarios de Vitelio.
—Pronto cogerán al prefecto.
—¿Y entonces?
—No lo sé. Es todo muy confuso.
—¿Y el pacto con los hombres de Vespasiano?
—No vale nada. Mi centurión dice que sólo van a perdonar a Vitelio. Al resto nos crucificarán o nos decapitarán, eso último sólo si hay suerte.
Callaron. Domiciano se levantó despacio y se sentó en el solium con cuidado de no hacer ruido. Las voces volvieron a hablar.
—¿Adonde han ido los demás?
—Han salido a por refuerzos. Tenemos al hijo de Vespasiano. Es lo más importante para todos, para Vitelio y, sobre todo, para Antonio Primo y los demás legati de Vespasiano. Pero algunos han huido directamente.
—¿Tú crees que lo mejor sería escapar de Roma ahora?
—Quizá.
Volvieron a callar. Domiciano buscaba algo en la mesa, por las estanterías, cualquier cosa podía valerle. Eran sólo dos. En la confusión en la que se encontraban las tropas de Vitelio, le habían dejado sólo con dos hombres y además éstos dudaban. Entraba algo de luz por encima de la cortina. Una hoja de metal brillaba en una de las estanterías. Domiciano se levantó y, con cuidado de no hacer ruido con las sandalias, llegó hasta la estantería. Era una navaja, una navaja en forma de media luna, una navaja de afeitar de bronce templado. Podía ser suficiente. Se sentía como una fiera antes de ser arrojada a la arena. No iba a quedarse allí quieto esperando su muerte. ¿Qué hacía allí aquella navaja? Minerva se la enviaba. Quizá el que fuera dueño de aquella domus tuviera la costumbre de afeitarse en el tablinium mientras leía documentos. Un esclavo dejaría olvidada aquella navaja allí y Minerva ahora se la había iluminado para que la viera. La cogió con fuerza, todos los dedos de la mano derecha asiendo fuertemente el mango de aquella improvisada arma. Las voces volvían a hablar.
—Voy a asomarme y ver si vienen —dijo uno. Mientras hablaba sus palabras perdieron fuerza, como si se alejara. Domiciano sentía que todo era precipitado, pero no había otro camino. Con los dedos de la mano izquierda entreabrió ligeramente la cortina. En el atrio sólo había un legionario y de espaladas a él. A sus dieciocho años, Domiciano concluyó que lo mejor era solucionar aquello por la vía más rápida posible. Tiró de la cortina, ésta se abrió, el legionario se giraba lentamente, había presentido algo, pero él emergió como un rayo de Apolo y le clavó la navaja en el bajo vientre una, dos veces. Se separó, el legionario se llevó las manos a las heridas abiertas en su costado y cuando fue a gritar Domiciano le rebanó el cuello de cuajo. El hombre cayó de bruces con un grito ahogado que parecía salir del propio cuello cortado. Entró entonces el otro legionario y Domiciano, como un felino, con la misma navaja le atacó con una ferocidad que incluso a él mismo le sorprendió. El viteliano se defendió con la mano izquierda mientras con la derecha intentaba desenfundar su gladio, pero llegó tarde a todo. Al poco, los dos legionarios yacían muertos en sendos charcos de sangre. Domiciano se asomó entonces por la puerta dispuesto a matar a todo el que se opusiera a su avance. No había nadie en el exterior. En la confusión total en la que luchaban los vitelianos, sin un líder definido, con órdenes contradictorias de unos oficiales y otros, le habían dejado con sólo esos dos guardias. Pero no sabía dónde estaba. Le habían traído inconsciente, quizá en un carro; el caso era que no podía situarse. Salió a la calle, un callejón estrecho, y se adentró en Roma en busca de una avenida más ancha o de un edificio que pudiera reconocer para averiguar dónde estaba.
Caminaba cubierto de sangre en las manos, con la navaja asida fuertemente con la derecha. Se oyó un tumulto de gentes y Domiciano se escondió en el umbral de una puerta. Decenas de vitelianos armados cruzaban por una avenida más ancha. Se quedó quieto, conteniendo la respiración, hasta que aquella unidad armada desapareció. Anduvo entonces hacia aquella avenida y vio el teatro Marcelo. Ya sabía dónde estaba: en el Campo de Marte. Los vitelianos se dirigían a las puertas de la muralla Seruiana para entrar en la colina Capitalina. Sin duda su tío volvería a hacerse fuerte allí, como en los enfrentamientos de las últimas semanas. Podría acudir en su ayuda. Era una locura, pero los vitelianos, como aquellos que acababa de matar, tenían tantas dudas que quizá si se presentara como el hijo del que pronto sería el nuevo emperador podría detenerlos en su ataque a la colina Capitolina. Sería un gesto honorable, valiente, épico por su parte. Pero era también muy posible que le volvieran a apresar o que simplemente le mataran. No, no tenía tanto valor en sus entrañas. No aquel día. Quizá nunca. Quizá en otro momento. Era demasiado joven. Escipión salvó a su padre con sólo diecisiete años, sólo diecisiete, en la batalla de Tesino; una carga épica de la caballería romana. El podría salvar o intentar salvar a su tío. Pero eran otros tiempos. No. Se detuvo. Se debatía, era el momento de decidir por dónde quería ir en su vida. Pudo más la inercia de la supervivencia; pudo infinitamente más. Reemprendió la marcha en busca de la Via Lata, pero comprendió que era una avenida demasiado grande. Se paró de nuevo y se dirigió hacia el Porticus Octaviae. Pasó por delante de la biblioteca, rodeó el circo Flaminio y siguió ascendiendo hasta llegar frente a uno de los viejos obeliscos egipcios. Frente a él se alzaba el majestuoso templo de Isis, que Calígula ordenara levantar treinta años atrás. Apretaba la navaja con fuerza; además de la libertad, le estaba dando una idea. Entró en la plaza del templo. Varias parejas de obeliscos egipcios se alzaban desafiantes ante él y pasó entre todos ellos. El silencio allí era un contrapunto enigmático frente a los disturbios del centro de la ciudad. Llegó a la entrada del imponente edificio y pasó bajo las grandes arcadas que daban acceso a su interior. Dentro, el silencio era aún más total. Sólo la diosa Isis parecía mirarle dándole una extraña bienvenida. Se sintió más seguro. No se veía a nadie. Los sacerdotes debían de haber abandonado el templo hacía días, quizá semanas. Había polvo por todas partes. Buscó por las paredes hasta encontrar lo que anhelaba: una estrecha puerta. La empujó y tuvo acceso a una de las estancias donde los sacerdotes se vestían. Eso era lo que ahora necesitaba. Allí estaban. Allí: las túnicas blancas de los iniciados en la adoración a Isis. Se quitó su sucia toga gris ensangrentada y se puso la túnica blanca de un sacerdote de Isis. Se mojó entonces con ambas manos el pelo de la cabeza, un pelo escaso para su juventud que anunciaba que la calvicie sería pronto una preocupación en su vida —si sobrevivía a aquellos días de locura—, y, por fin, empezó a afeitarse engullendo el dolor que su falta de pericia incrementaba. Se cortó en dos ocasiones, pero consiguió su objetivo al cabo de un lento rato de tortura. Por eso en Roma se apreciaba tanto a un buen tensor que supiera afeitar sin dolor. Pero ya estaba, ya estaba. Se limpió los cortes con más agua fresca. El afeitado había sido horrible, pero necesario: los sacerdotes de Isis siempre iban con el cuero cabelludo completamente rapado. Domiciano sonrió. Ahora, a fin de cuentas, sí que se parecía a los bustos del viejo Escipión que había visto en el foro. Quizá la apariencia sólo fuera externa, pero eso no le preocupaba. Seguía vivo. La cuestión era por cuánto tiempo. Se sentó allí y dejó pasar un rato largo. Comprendió que aquel escondite no valdría para siempre. Decidió volver a salir e intentar averiguar qué pasaba. Entró de nuevo en el templo, cruzó bajo la estatua de Isis y llegó a la plaza de los obeliscos. Pasó entre ellos y, caminando en dirección este, se aproximó a la Via Lata otra vez. Fue allí cuando se percató de la nube de humo que cubría el sol. Miró hacia el sur. Había un incendio, pero ¿dónde? Un grupo de esclavos ascendía la gran avenida corriendo, huyendo del centro de la ciudad. Domiciano, confiado en el anonimato que le confería su vestimenta de sacerdote de Isis, abordó a uno de los esclavos.
—¿Qué ocurre en el centro de la ciudad?
—Un incendio. —El esclavo no quería detenerse, pero un sacerdote de Isis era siempre respetado, por lo que ralentizó su marcha.
—¿Dónde? —preguntó Domiciano, nervioso de que el esclavo sólo le hubiera dicho lo obvio.
—En la colina Capitolina. Los vitelianos han incendiado el templo de Júpiter, sacerdote, el templo de Júpiter, y han matado al prefecto.
Aprovechando el silencio que su respuesta generó en aquel sacerdote de Isis, el esclavo revisó que llevara todo su dinero en una pequeña bolsa de cuero. Domiciano pensó en girar e ir hacia el sur. Los vitelianos habían matado a su tío y habían incendiado el mismísimo templo de Júpiter. El mismísimo templo de Júpiter. No se detendrían ante nada y, como si el esclavo estuviera dentro de su cabeza, éste, antes de volver a correr, le lanzó unas últimas palabras, que Domiciano sintió como si Minerva misma le hablara.
—Buscan ahora al hijo de Vespasiano. Buscan a Domiciano y lo queman todo a su paso. Todo… —Por fin, el esclavo se alejó corriendo a toda velocidad.
Domiciano comprendió que no estaría seguro durante mucho tiempo ni con su túnica de sacerdote de Isis en el templo abandonado de la diosa egipcia. Tenía que encontrar otra solución. Pero su tío había muerto y las cohortes urbanae estaban huidas, desaparecidas, ocultos todos sus legionarios, buscando cada uno de ellos escapar a la ira de los vitelianos. ¿Y Vitelio? Quizá consiguiera imponer orden en sus tropas. Sólo entonces tendría sentido presentarse ante él para volver a negociar con los enviados de su padre, pero de momento tenía que encontrar quien le defendiera. Pero ¿quién podría defenderle, quién podría salvarle? Quedaba la opción de luchar, de reunir a los senadores amigos que hubieran sobrevivido a la lucha en el Capitolio y hacerse fuerte con ellos en algún otro punto de la ciudad, pero luchar por sí mismo nunca era su primera opción. Ya lo había hecho. Había matado con sus propias manos a dos vitelianos y no había conseguido nada, nada más que estar perdido en la inmensa Roma sin nadie que le protegiera y rodeado por miles de enemigos que le buscaban por todas partes. Marchaba en silencio, mirando al suelo. ¿Quién podría protegerle? ¿Quién?