EL MONTE TESTACEUS

Roma, septiembre de 97 d. C.

Un año después del asesinato

Casperio, recién recuperada su posición de jefe del pretorio con el apoyo recibido por Norbano, caminaba por Roma como si fuera un perro de presa. Habían peinado muchos de los barrios de la ciudad; sólo les quedaba la siempre imposible Subura y también el lugar hacia donde se dirigía ahora escoltado por un centenar de pretorianos. Casperio quería encontrar a los gladiadores para fortalecer más aún su posición en aquella extraña Roma de Nerva, donde el emperador era demasiado débil como para poder controlarles, a él o a Norbano.

—¡Vamos, por Marte, vamos! —exclamó sin volver la mirada atrás. Todos los pretorianos aceleraron el paso.

Avanzaban entre los grandes harrea del puerto fluvial de Roma junto al Tíber. Las mercancías de todo el mundo llegaban al gigantesco puerto de Ostia en la desembocadura del río, pero luego, con grandes barcazas de poco calado, eran transportadas hasta los almacenes de la ciudad en su puerto del Tíber. Y ahí, magnífico, impactante, emergía de entre todos aquellos edificios de los muelles el Porticus Aemilia. Los pretorianos de Casperio no podían dejar de admirar el más grande edificio comercial construido por Roma, con sus siete grandes naves longitudinales que se entrecruzaban con cincuenta naves transversales, todas rematadas por imponentes bóvedas. Allí se almacenaba el trigo, aceite, vino y todo tipo de mercancías de Roma. Un buen lugar para esconderse, pero Norbano ya había mirado allí. Casperio, sin embargo, había tenido otra idea. Dejaron atrás los edificios del puerto, atravesando las calles que ascendían hacia el interior y llegaron al gran vertedero de Roma: una suave colina que tras años, siglos, de acumular los despojos de millones de ánforas rotas, empezaba a emerger como una pequeña montaña en el sur. Y es que las ánforas, especialmente las que habían contenido aceite, no eran reutilizables, así que las acumulaban en aquel basurero. Pero no se trataba de una acumulación desordenada de cerámica quebrada, sino que se iban levantando progresivamente muros de contención para evitar corrimientos de toda aquella masa acumulada, de forma que durante las lluvias no hubiera peligro de que la montaña de ánforas se llevara por delante los horrea que habían dejado atrás.

—¡Vamos allá! —aulló Casperio al tiempo que se tapaba el rostro con la mano izquierda, abrumado por el mal olor de toda aquella basura, mientras que con la derecha esgrimía su espada con la que pinchaba entre los escombros—. ¡No dejéis nada sin revolver! —volvió a decir, pero luego calló.

Si hablaba, la peste del vertedero se metía en lo más profundo de sus entrañas. La cal que echaban los esclavos del basurero no parecía suficiente para contener toda aquella podredrumbre de restos de aceite putrefacto.

Casperio tardó toda aquella jornada en concluir que los gladiadores huidos no se encontraban allí. Nadie podría resisitir aquel mal olor tantos días. Tenían que volver a buscar en los barrios de la ciudad. No podían haber escapado, pues las puertas estaban férreamente vigiladas. Estaba seguro de que seguían en Roma. Irían calle a calle, ínsula a ínsula, piso a piso, hasta que dieran con ellos. Y si no… Casperio se detuvo en seco, allí, en lo alto de aquel Mons Testaceus, la cima de la montaña de las vasijas rotas, y empezó a pergeñar un nuevo plan de acción. Los gladiadores no habían sido los únicos asesinos del emperador, y Norbano compartía esa idea con él. Habían recibido ayuda desde el interior del palacio imperial. Quizá estaban buscando donde no debían. Quizá habían querido empezar su venganza por el final. Quizá debían empezar por el principio, por aquellos que dieron las órdenes y ya llegarían al final de la cadena. Ya habría tiempo para llegar a los gladiadores.

Los asesinos del emperador
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