EL SENADO DE ROMA
Roma, 27 de octubre de 96 d. C.
Al día siguiente, la Curia Julia estaba repleta de senadores. Todos sabían de los acontecimientos que se estaban desarrollando en la Domus Flavia. Como en tantas otras ocasiones durante los últimos años, sentían que la historia de Roma se escribía fuera de los muros de su legendaria Curia. Muchos añoraban los tiempos en los que el Senado de Roma forjaba los destinos no ya de aquella gran ciudad, sino del mundo entero. Pero todo eso era el pasado, un pasado casi olvidado; parecían tiempos míticos, más próximos a Eneas que al reciente gobierno del terror de Domiciano o al de los pretorianos que acababan de rebelarse contra la mismísima autoridad imperial.
Sí, ahora eran los jefes del pretorio los que parecían decidirlo todo. En el foro no se hablaba de otra cosa que no fuera que Nerva había sido incapaz de imponerse sobre los jefes del pretorio y que éstos campaban a sus anchas por el palacio imperial y por toda Roma. La imagen de un Nerva designado por el Senado como sucesor del último de los Flavios y, sin embargo, humillado en el palacio imperial impregnaba a todos los senadores de una sensación infinita de impotencia. No eran ya nada, un recuerdo que pronto sería barrido por el viento de la guardia pretoriana. ¿Y luego? Por todos los dioses, ¿qué importaba el futuro si en el futuro ellos ya no estarían allí? Domiciano había iniciado la gran masacre de senadores. Se había llevado por delante a los mejores de todas las grandes familias patricias de Roma; los pretorianos se estaban limitando a rematar el trabajo. Eran como los esclavos de Caronte en el anfiteatro Flavio, paseando con sus espadas desenvainadas mientras cercenaban las gargantas de los moribundos o de los que fingían estar muertos para poder sobrevivir; sólo que ahora los heridos de muerte eran ellos, ellos, los senadores de Roma. Y, para colmo, Nerva había reaccionado con otra locura: adoptando a un hispano, al legatus Marco Ulpio Trajano, como su hijo y heredero. A título privado podía hacer lo que quisiera, pero conferirle la dignidad tribunicia, procunsular y de César a un hispano… eso era ir más allá de todo lo imaginable.
Lucio Licinio Sura, en la primera fila de una de las grandes bancadas de asientos de la Curia, era de los que se resistía a que todo tuviera que terminar así. A él, como a otros hispanos y los galos y otros senadores provincianos, les había costado demasiado poder llegar allí, al Senado, al corazón del Imperio, para que luego todo aquello no sirviera de nada. El plan de deshacerse de Domiciano no estaba dando los frutos deseados. Nerva no había podido reconducir la situación y controlar a los pretorianos, pero Sura no era de los que se daban por vencidos fácilmente y, no obstante, allí, en una ciudad controlada por más de cinco mil pretorianos armados, todos estaban sujetos a los deseos de quienes dominaran la guardia imperial. Pero los controladores de todo eran Norbano y Casperio, los jefes del pretorio, y luego estaba el resto de los pretorianos, dispuestos a todo para perpetuar sus privilegios y mantenerse por encima de todos siempre. El otro recurso era recurrir a las legiones del exterior y, en consecuencia, comenzar una guerra civil. Tampoco parecía el mejor de los caminos. No si no había alguien capaz de asegurar a su vez el control sobre las legiones. Sura miró a su alrededor: la sesión no había dado comienzo. Todos esperaban a Nerva. Y Nerva llegó.
Marco Coceyo Nerva entró en el edificio de la Curia sin pretorianos que le escoltaran. Los pocos que le eran leales habían quedado fuera. Fue directo a donde se encontraba Sura. Se limitaron a mirarse. Lucio Licinio Sura se levantó y caminó hasta situarse en el centro de la gran sala; sólo entonces habló con voz potente haciendo que sus palabras resonaran por todos los recovecos del Senado de Roma hasta alcanzar el mismísimo altar de la Victoria del divino Augusto.
—No hay tiempo para grandes preámbulos. Todos sabéis para qué estamos aquí. Tenemos una constitutio principis que espera la ratificación del Senado.
Los senadores callaron. Sura era apreciado por muchos, odiado por bastantes —especialmente romanos que detestaban ver a un no nacido en Roma con tanto poder en el Senado— y, en todo caso, temido por todos. Algunos habían llegado a pensar que Sura aspiraba a lo más alto, a ser emperador algún día, pero ya era mayor y, sobre todo, era hispano, y un hispano en el trono imperial era algo impensable para todos, bueno, para casi todos, teniendo en cuenta la propuesta que traía Nerva ante el Senado.
Los senadores fueron tomando asiento. En el fondo estaban contentos de que se hubieran reunido para algo. Cualquier cosa, hacer lo que fuera, les parecía mejor que estar ahí parados, detenidos, a la espera de sólo los dioses sabían qué. Seguramente a la espera de que los jefes del pretorio vinieran con el nombramiento de uno de ellos como emperador en lugar de Nerva. Seguramente Norbano, que había sido procurador y legatus en Recia y que había estado siempre del lado del emperador Domiciano. Entonces habría sangre, venganza, listas de nombres, una vez más, y más ejecuciones…
Sura inspiró más profundamente que en toda su vida. Necesitaba mucho fuelle para decir lo que tenía que decir, pero sabía que las palabras de Nerva no podían soltarse así, de golpe, en medio de aquel cónclave, sin antes preparar a los senadores de Roma, a los más proclives a los cambios, a los menos predispuestos, y, de forma especial, a los más conservadores, la mayoría, para quienes el edicto de Nerva sería, como mínimo, sacrílego. Tenía que persuadirles de que, sin embargo, aquél era el único camino. Tenía que convencer al mayor número posible de senadores, a los jóvenes como Celso o Palma y a los que habían ascendido durante los últimos años en el cursus honorum como Plinio o Tácito pero, sobre todo, tenía que convencer a Lucio Verginio Rufo, el veterano y respetado Rufo. Este, antiguo gobernador de Germania Superior en los últimos años de Nerón, derrotó al rebelde Víndex en la Galia manteniendo así la unión del Imperio, y no sólo eso, sino que rechazó la púrpura imperial que le ofreció el Senado hasta en tres ocasiones. Verginio Rufo se mantuvo al margen de las luchas entre Galba y Otón, para luego unirse al Senado en el nombramiento de Vespasiano frente a la destrucción y el caos de Vitelio y sus legiones. Vespasiano y Tito le respetaron siempre y Domiciano, para sorpresa de todos, lo mantuvo fuera de su lista de sospechosos de traición durante años. «Verginio Rufo rechazó la toga imperial tres veces —dicen que comentaba Domiciano de él por los pasillos de la Domus Flavia sólo unos meses antes de su asesinato—, así que sólo sospecharé de él cuando lo acusen tres veces.» Sólo un delator se atrevió a denunciar a Rufo. El delator Caro Mecio fue ejecutado hacía tiempo y Rufo, sin embargo, seguía allí. Un superviviente. Un superviviente venerado que, con la cadera rota por una reciente caída, presa de terribles dolores, se arrastraba hasta su litera para que los esclavos lo condujeran al edificio de la Curia cuando el Senado aún se atrevía a reunirse. Los pretorianos dominaban Roma, el emperador Nerva estaba sujeto a los caprichos de aquella nefasta guardia imperial y ya nada parecía tener sentido, pero Lucio Verginio Rufo acudió, una vez más, a la reunión sagrada en la Curia Julia igual que el día anterior había acudido al templo de Júpiter para ser testigo de la adopción de Trajano por parte de Nerva.
Lucio Licinio Sura le miró fijamente antes de empezar a hablar. Era a Rufo a quien tenía que convencer. Si éste cedía, el resto de senadores le seguirían en tropel. Si se negaba a la propuesta de Nerva, no había nada que hacer. Rufo había sido nombrado cónsul por el propio Nerva, pero el mismo Verginio Rufo no sentiría que le debiera nada al emperador, de eso estaba seguro Licinio Sura. Nerva había nombrado a Rufo cónsul en un intento por poner a los más respetados al mando de las más altas instituciones de Roma, pero ni las palabras de éstos valían para contener la furia de los pretorianos. No, no en la Roma de siempre. Sura lo veía claro. No en la Roma del pasado, pero en la Roma del futuro que proponía Nerva, en esa nueva Roma, las palabras de Rufo unidas a las de Nerva podían cambiar la Historia. Podía ser, podía ser si le convencía.
—Patres et conscripta —empezó Sura utilizando la más antigua forma de dirigirse al conjunto de los senadores de Roma; por lo menos podía mostrarse conservador en la forma, otra cosa era el contenido de lo que iba a decir— ¡Roma ha muerto! ¡Roma no existe! —Calló un instante, un intervalo lo suficientemente largo como para que su anuncio permeara en la mente de todos los que le escuchaban, incluido Rufo, incluido el propio Nerva que había optado por dejar en manos de la mejor retórica de Sura la defensa de aquella constitutio—. Patres et conscripti, no me miréis así, confundidos, por todos los dioses, como si no supierais de qué os hablo: el Senado de Roma nombró hace unos meses un emperador y ayer mismo ese emperador fue ultrajado por sus propios jefes del pretorio. En Roma no gobierna ni el Senado ni el imperator, sino que toda la ciudad, todo el Imperio, se encuentran sometidos a los caprichos de un par de jefes del pretorio que se consideran por encima de todos nosotros, de toda Roma. Eso, queridos amigos, eso, patres et conscripti, no es Roma. Por eso os digo y os repito que Roma ha muerto. Estamos aquí reunidos para… nada. Estamos aquí hablando para… nada. Estamos aquí preocupados para… nada. Porque no queda nada por lo que reunirse o de lo que hablar o de lo que preocuparse, más allá de ocuparnos de salvar nuestras propias vidas. ¿Cuántos días pasarán antes de que los pretorianos rodeen este edificio y Norbano y Casperio ordenen que se nos ejecute a todos a no ser que nombremos a uno de ellos como emperador del mundo? Volvemos a los tiempos de Vitelio y eso, patres et conscripti, no es Roma. Yo recuerdo una Roma donde este Senado tenía que ser consultado sobre nobles causas, cuando aquí se ratificaban edictos y leyes y constitutiones principis dictadas por un emperador fuerte y decidido y noble que era respetado por todos y que luchaba por protegernos a todos, al Senado, a los equites, al pueblo. Eso viví con los divinos Vespasiano y Tito, y eso vivieron tantos otros con el divino Augusto, el divino Tiberio o el divino Claudio, pero de todo eso ya no queda más que el recuerdo. Vivimos en los restos que nos dejó la locura de Domiciano, abocados a una nueva guerra civil, tan cruenta y tan vil como la que sufrimos tras la muerte de Nerón, porque aunque nosotros doblemos nuestras rodillas ante los jefes del pretorio, habrá legati en los confines del Imperio que no se atendrán a nuestro forzado dictamen y se levantarán en armas y de nuevo el caballo de la guerra civil cabalgará desde Occidente a Oriente y decenas de miles de legionarios y civiles y mujeres y niños caerán por todas partes. Mientras nuestros ejércitos se desangraran entre sí, nuestros enemigos de Germania, Dacia y Partía se frotarán las manos y se lanzarán contra nuestras desprotegidas fronteras y barrerán nuestros puestos de guardia en el Rin, el Danubio y el Eufrates, y el Imperio será engullido por sus feroces enemigos mientras aquí, en Roma, seguiremos luchando los unos contra los otros, calle a calle, incendiando templos, asesinando a sacerdotes y vestales, desintegrándolo todo, pisoteándolo todo. Por eso os digo que Roma ya no existe.
Volvió a callar un instante; el silencio era aún más profundo que al principio de su discurso; era el momento adecuado.
—Y sin embargo, os he anunciado que Marco Coceyo Nerva, a quien designamos como emperador para conducirnos en estas difíciles circunstancias, quien no se ha mostrado lo suficientemente fuerte para gobernar sobre una guardia pretoriana incontrolable, el emperador Nerva, os digo, ha emitido una constitutio principis que requiere nuestra aprobación. Os añadiré una sola cosa, una sola cosa pero la más importante de cuanto he de deciros esta mañana: cuando os lea el contenido de esta constitutio muchos pensaréis que el emperador de Roma ha perdido la razón, pero yo os diré que antes de pensar eso penséis si veis otra salida, si acaso tenéis otra solución, porque yo no la veo, como el propio emperador Nerva, sin duda, no la ve tampoco. Pensad bien antes de decidir sobre el contenido de esta constitutio, porque si bien su mandato es inaudito, os aseguro que si se toma uno un instante de frialdad y calma para reflexionar sobre su contenido todos llegaréis a la misma conclusión: sólo votando a favor, todos, por unanimidad, a favor de esta constitutio, sólo así tenemos aún una posibilidad de salvar Roma y evitar la guerra civil. Sí, será una Roma diferente a la de nuestros antepasados, será con un cambio desconocido, impensable hasta hace apenas unos meses, días quizá, pero este único y gigantesco cambio es lo único que puede alargar la vida de Roma y, por encima de todo, esta decisión es la única que puede hacer que los pretorianos se retiren a sus castra y rumien en silencio, confundidos y asustados, sobre lo que han estado haciendo estos últimos días. —Elevó la voz al tiempo que exhibía el papiro con el edicto del emperador—. Sólo lo que contiene esta constitutio puede infundir en los pretorianos el miedo suficiente como para que vuelvan a ser controlables. Luego el tiempo dictaminará si hemos estado acertados o no, pero si votamos en contra ni siquiera habrá tiempo para saber si hicimos bien o mal: simplemente no habrá tiempo, no habrá nada; sólo muerte.
Volvió a inspirar profundamente, bajó el brazo, desplegó el papiro con las dos manos y empezó a leer en voz alta y clara y sus palabras retumbaron impresionantes entre la oprimente tensión contenida en aquellos gruesos muros del Senado de Roma. Era un mensaje breve, conciso, pero sorprendente, intenso y lapidario:
—«Yo, Imperator Caesar Nerva Augustus Germanicus Pontifex Maximus, he decidido que Marco Ulpio Trajano, gobernador de Germania Superior, sea mi hijo de acuerdo con el derecho y las leyes como si hubiera nacido del padre y la madre de esta familia en cuya potestad desea estar y sobre quien de ahora en adelante tendré derecho de vida o muerte…»
Hasta aquí Sura se había limitado a repetir, más o menos al pie de la letra, las palabras pronunciadas por el emperador en el templo de Júpiter. Hizo una breve pausa para, al momento, continuar, porque había más, mucho más:
—«haec ita uti dixit, ita vos, Quintes rogo [y luego de haber dicho esto, a vosotros, quirites, os propongo] que Marco Ulpio Trajano sea investido con la potestas tribunicia y el imperium proconsularisy, por fin, con la dignidad de César».
Sura dejó de leer, dobló el papiro y lo introdujo bajo su toga. Todos le miraban. Era como si esperaran su propio dictamen. No lo dudó.
—Yo estoy de acuerdo con el emperador de Roma —dijo Sura y fue entonces cuando empezaron los murmullos.
Eso no era bueno. Los conservadores, los pertenecientes a las más antiguas familias romanas, nunca aceptarían un emperador no nacido en Roma… ¿o sí? De pronto, el veterano Lucio Verginio Rufo se movió en su asiento. Hizo ademán de levantarse, pero sus huesos rotos no se lo permitían. Tendría que hablar sentado, pero, en cualquier caso, sólo al verlo moverse, todo el mundo calló; los murmullos se apagaron como una llama débil que extingue el viento que anuncia la gran tormenta. El viejo Lucio Verginio Rufo carraspeó un par de veces. Marco Coceyo Nerva, como una efigie, le obervaba atento. Sura había hablado bien, pero el emperador no tenía claro que aquella magistral retórica fuera a ser suficiente para persuadir al veterano Verginio Rufo. Sí, en realidad, todos los presentes esperaban una dura diatriba contra las palabras de Sura y contra la constitutio del emperador que concluyera con un inapelable nequamquam, ita siet [que de ningún modo sea así]. Incluso el propio Sura y el mismísimo Nerva, resignados, lo esperaban.
—Todos me conocéis, aunque hablo poco. —Lo poco que estaba diciendo le costaba; en su jadeo contenido al hablar era evidente que la cadera rota le atormentaba de forma brutal, pero Rufo continuaba—. Estos han sido tiempos en los que era más seguro permanecer callado.
Sonrió con cierto aire de tristeza; nadie rió, aunque todos compartieron el sentimiento de aquella tenue sonrisa, y le escuchaban. El propio Sura, que permanecía en pie, se hizo a un lado para acercarse al lugar donde estaba sentado Nerva; no quería quitar protagonismo al viejo senador que, sentado, proseguía con su discurso.
—No soy, nunca lo he sido, nunca lo seré, proclive a los cambios radicales. Roma ha sido fuerte durante siglos por ser fiel a sus costumbres. Alejarnos de éstas sólo puede conducirnos a la destrucción.
Sura suspiró; era como imaginaba: el Senado no estaba aún preparado para un emperador hispano; la sombra de la guerra civil crecía en su ánimo como algo seguro, pero Rufo continuaba hablando; era justo escuchar a quien tanto padecía y, sin embargo, allí estaba, en su asiento de senador, de donde ni la enfermedad ni el miedo podían alejarle.
—Sólo estoy de acuerdo con Lucio Licinio Sura en una cosa. —Miró a Sura fijamente a los ojos, como éste había hecho al principio de su propio discurso; Sura mantuvo la mirada mientras Verginio Rufo se explicaba—. Estoy de acuerdo en que Roma, la Roma que todos nosotros hemos conocido y admirado y amado y que nuestros enemigos más allá del Rin, el Danubio o el Eufrates han admirado también y, sobre todo, temido, esa Roma, es cierto, esa Roma ha muerto. Ya no queda nada de ella. Domiciano se llevó lo que quedaba de ella y nos dejó una pobre herencia en forma de una guardia pretoriana incontrolada y soberbia que ni tan siquiera obedece a aquel a quien más fidelidad deben. Sí, Sura, en eso estoy de acuerdo: Roma ha muerto. —Calló un momento y volvió a carraspear; era su forma de ocultar un leve gemido de dolor por sus huesos quebrados. Era cierto que no hablaba a menudo y le faltaba saliva; se rehizo; tenía que decir algo más—. Ahora bien, una vez que esa Roma que yo amé ha muerto y que algo diferente ha de venir, una vez que eso es así, porque o bien los pretorianos nos dirán quién de ellos ha de ser el nuevo emperador de Roma o nosotros nos veremos forzados por la debilidad de nuestras familias a elegir como sucesor de Nerva a alguien que no nació en esta ciudad, una vez que todo nos conduce a tener que elegir entre esas dos diferentes Romas, dos Romas que no serán ya nunca como nuestra vieja y amada Roma, llegados a ese punto, no tengo duda alguna.
Volvió a callar un instante, miró al suelo, inspiró un poco de aire, levantó la mirada y la volvió a confrontar con la de Sura.
—Moriré dentro de poco, mis huesos no me permiten ya casi andar, y cada vez me cuesta más respirar; he visto el ascenso y caída de muchos emperadores y nunca pensé que viviría lo suficiente para ver algo así, pero la vida es siempre sorprendente, siempre sorprendente hasta nuestro último aliento… Moriré pronto, pero moriré viendo una Roma donde sea el Senado quien elija un sucesor de Nerva y no viendo cómo los pretorianos campan a sus anchas por las calles de mi ciudad como antaño lo hicieron los vitelianos. —Más aire—. Trajano no es romano de nacimiento y por ello no me gusta, y lo digo alto y claro y con toda la fuerza que mi quebrantado cuerpo permite, pero diré también alto y claro que Nerva, en su debilidad y su desesperación, que, no lo olvidemos, en este caso es sólo reflejo de nuestra propia debilidad y desesperación, ha elegido el menor de los males posibles: el padre de Trajano ya fue senador y, aunque no estuve de acuerdo con él en muchos asuntos, siempre se mostró mesurado en sus opiniones y sirvió con honor bajo el mando de Corbulón, al que todos siempre echamos de menos. Luego sirvió bajo el mando de Vespasiano y Tito. Los Trajano siempre se han mantenido al margen de conjuras, y el Trajano que nos señala Nerva, hijo del anterior, ha luchado con honor en las fronteras de Oriente, del Rin y del Danubio. Es respetado por el ejército y, seguramente lo más importante en estos momentos, es temido por los pretorianos. —Volvió a callar; cerró los ojos, sacudió la cabeza, abrió los ojos de nuevo y paseó su mirada por los rostros atentos de los senadores que no dejaban de escucharle—. Mi Roma ha muerto y yo mismo soy el pasado. Trajano es el futuro, un futuro que se me antoja oscuro, pero siempre un futuro. Los pretorianos son el peor de nuestros pasados y coincido con el emperador Marco Coceyo Nerva y con nuestro colega Lucio Licinio Sura en que sólo alguien fuerte como Trajano podrá arrancar de raíz las malas hierbas que Domiciano sembró en sus largos años de locura. Mi voto es, pues… —le costó decirlo, le costó pronuciar aquellas últimas palabras, pero las dijo— … es favorable a la constitutio principis que nos presenta el emperador y que tan bien ha sabido defender Lucio Licinio Sura. —Suspiró profundamente para terminar mascullando unas palabras que sólo oyeron los senadores más próximos—. Roma ya no es mi Roma. No lo es. No sé hacia dónde vamos.
Sura no perdió un instante. Agradeció las palabras de Verginio Rufo y elevando su voz pidió que se hiciera una votación general con relación a la constitutio principis. El senador hispano miró primero hacia el emperador Nerva y luego fijó sus ojos en los legionarios de las cohortes urbanae que custodiaban las puertas. Estos asintieron y las empujaron hasta cerrarlas mientras se comenzaba una votación que debía cambiar el curso de la Historia.
Al cabo de una hora, Marco Coceyo Nerva emergió por la puerta del edificio de la Curia. Aulo, el pretoriano, estaba frente a las puertas, esperando junto al resto de pretorianos imperiales aún leales al emperador. Nerva se acercó a Aulo, puso su mano sobre el hombro derecho del guerrero y lo separó del resto.
—¿Tienes todavía ese segundo mensaje que te di ayer en la Domus Flavia?
—Sí, César.
—Bien —dijo el emperador—. Pues ya puedes entregarlo. Te queda un largo viaje hacia el norte, pretoriano. Cabalga rápido y lleva tu mensaje a Germania. Llevas la esperanza de Roma contigo. Que los dioses te protejan.