UN COMBATE BAJO TIERRA

18 de septiembre de 96 d. C.

Hora séptima

Marcio corría por el pasadizo que descendía desde la cámara de la emperatriz hacia el hipódromo. A sus espaldas sentía la respiración agitada del samnita, del provocator y del tracio herido. Todos estaban empapados en sangre de pretorianos muertos, pero muy cerca, apenas treinta pasos por detrás, la guardia imperial descendía en su busca. Tenían que llegar a las cloaculae antes que ellos. Sólo el laberinto de las alcantarillas podría salvarles. Era una opción de pocas posibilidades de éxito, pero no había otra. Los pretorianos eran cada vez más y pronto todo el palacio del emperador estaría atestado de ellos. Allí no tenían nada que hacer; incluso era sorprendente que quedaran algunos de ellos con vida. Marcio tenía claro que Partenio tendría que pagar mucho oro a los que salieran vivos de allí. Mucho oro y la libertad para compensarles por toda aquella locura.

—¡Vamos, vamos! ¡Por Némesis, vamos! —exclamó Marcio para animar a los que le seguían.

No tenía afectos con aquellos luchadores de la arena, pero el hecho de haber luchado juntos en la Domus Flavia contra los malditos pretorianos le hacía sentirse cercano a ellos. Todos compartían ahora el mismo destino: huir o ser capturados para morir de la forma más horrible que se les ocurriera a los pretorianos. Una ejecución al uso sería demasiado poco para ellos. Si escapaban, en cuanto se eligiera un nuevo emperador, Partenio estaría en condiciones de pagar lo prometido; la clave era salir vivos de allí y esconderse unos días.

—¡Vamos, vamos! —repetía Marcio, animado, pensando en que había vengado a Atilio, pensando en Alana, feliz porque llegaban al final del pasadizo cuando, al girar el último recodo, observó sombras proyectadas por la luz de la salida del túnel: había pretorianos esperándoles en el hipódromo y estaban entrando en el pasadizo también por ese extremo. Y pretorianos siguiéndoles. Estaban atrapados.

Norbano abrió los ojos y vio el cielo azul sobre su cabeza. Los volvió a cerrar. Parpadeó varias veces.

—Aaggghhh —rugió como un lobo herido. Se echó de costado—. Mi cabeza…

Se llevó las manos al casco pero no podía quitárselo. Se apoyó con una mano en el suelo y se sentó. Volvió a llevarse las manos al casco y, con dificultad, pudo quitárselo al fin. El aire alrededor de su pelo le hizo bien. Se palpó la cabeza hasta que detectó la sangre caliente, la herida. No parecía mortal ni muy grande. El casco había cumplido su misión y le había salvado la vida. La lucha desorganizada que se había entablado luego y la confusión habían hecho el resto. No le remataron, y ése fue su error. Un error que Norbano pensaba hacer pagar a aquellos malditos traidores con sangre. Paseó la mirada por el hipódromo. El suelo estaba lleno de cadáveres, en su mayoría, de pretorianos, pero también había una buena cantidad de gladiadores. ¿Cuánto tiempo había pasado? Había algunos otros pretorianos heridos que parecían estar recuperando el aliento perdido durante el combate.

—¿Ha sobrevivido alguno? —preguntó Norbano al tiempo que se levantaba y sostenía en una mano el casco y en otra el gladio, dispuesto para volver a luchar en cualquier instante. El jefe del pretorio tuvo que repetir la pregunta—. ¿Ha sobrevivido alguno de los gladiadores que nos han atacado?

No es fácil reconocer una derrota ante un superior. Norbano se acercó a uno de los pretorianos heridos que estaba recostado junto a una de las paredes, bajo las columnas del hipódromo, le asestó un puntapié inmisericorde en el estómago y volvió a preguntar.

—¿Ha escapado alguno?

El herido soltó un bufido y empezó a vomitar, pero entre arcada y arcada acertó a decir algo que hiciera que el jefe del pretorio le dejara en paz.

—Unos pocos… han subido… por un pasadizo que hay al fondo… hace un rato… no han vuelto aún…

Norbano fue directo a la entrada del pasadizo. Sus peores presentimientos cobraban cada vez más fuerza. Iban a por el emperador.

—¡A mí la guardia! —aulló Norbano, pero, excepto un pequeño puñado de pretorianos heridos del hipódromo, nadie más respondió a su llamada. Uno de los recién incorporados al grupo aventuró una explicación.

—He oído ruido de espadas, de lucha en el interior del palacio.

Norbano iba a dirigirse hacia el camino que conducía a las cámaras del emperador, pero dudaba en dejar aquel pasadizo sin vigilancia. Pasara lo que pasase, hubieran conseguido o no su objetivo, lo esencial era que ninguno de aquellos miserables escapara con vida. Justo en ese momento se oyeron las inconfundibles pisadas de hombres que corren. El ruido provenía del pasadizo.

—Preparaos —dijo Norbano con voz gélida.

Marcio no detuvo su carrera lo más mínimo, sabía que les seguían más pretorianos, así que embistió como un toro al primero que encontró en su camino. Como fuera que el legionario imperial estaba ya herido, cayó de espaldas y Marcio, pisando sobre su estómago, pasó por encima para arremeter con su espada contra el segundo pretoriano que se le opuso. Se abrió camino matándolo y con ello consiguió emerger de nuevo a la luz del hipódromo. Tras él salieron el samnita, el provocator y el tracio. Marcio vio al jefe del pretorio contra el que habían luchado antes poniéndose un casco para cubrir una importante herida en su cabeza. Aquel jefe del pretorio increpaba al resto de pretorianos para que les detuvieran, pero aquéllos eran los guardias que habían dejado heridos antes y ya no oponían gran resistencia. A Marcio no le preocupaban aquellos centinelas atemorizados y heridos, sino los que les seguían por el pasadizo, que no tardarían en llegar y unirse a los del hipódromo. No olvidaba que los que vinieran del túnel serían pretorianos que sabían lo que acababa de ocurrir en las cámaras del emperador: vendrían con la rabia adicional de saber que Domiciano había muerto, su jefe supremo, el que más dinero les había pagado nunca. Sólo se combate con rabia brutal por dos motivos: por un asunto personal o por dinero; los pretorianos tenían ahora los dos. Había que alcanzar las cloaculae ya mismo.

—¡Aaaah! —Marcio miró atrás un instante. El tracio, lento por su herida en el brazo, había caído en una emboscada improvisada en las columnas entre tres pretorianos y lo habían atravesado con una lanza. El provocator le ayudó hiriendo a dos de ellos y ambos se zafaron de los guardias imperiales, al principio, y corrieron para unirse a Marcio y el samnita, pero un pretoriano arrojó un pilum con precisión y éste se clavó en la espalda del provocator que cayó de bruces, agonizando. Fue rematado en un instante. Marcio, no obstante, ya estaba junto a la entrada de las alcantarillas.

—¡Entrad, por Némesis, entrad! —gritó a los dos gladiadores supervivientes.

El samnita, aunque algo perplejo por el gesto de generosidad de Marcio, entró sin dudarlo en la abertura de la alcantarilla. El tracio, no obstante, caminaba con dificultad. Marcio permaneció en pie. El jefe del pretorio se acercaba amenazadoramente. Iba a atacarle por la espalda pero Marcio, de pronto, vio un reflejo extraño en uno de aquellos espejos que estaban pegados a cada columna y se revolvió como un jabato. El jefe del pretorio que iba a atacarle se detuvo.

—¡Estáis todos muertos, todos muertos! —dijo Norbano, pero era cauto y no se aproximaba, quedando fuera del alcance de la espada de Marcio. Entonces llegó el resto. Por la boca del pasadizo, como si fuera un vomitorio del anfiteatro Flavio, empezaron a salir decenas de pretorianos armados con sus espadas y con la rabia incontrolable de la venganza. El veterano gladiador comprendió que no había nada que hacer ya allí. Aquel maldito espejo le había salvado la vida, pero ahora sólo podía huir. Escapar a toda velocidad. En cuanto el tracio herido consiguió, medio a rastras, entrar en la cloaca, Marcio dio media vuelta y se metió en la alcantarilla.

Norbano se giró hacia el recién llegado Petronio. Tenía muchas preguntas para él, en particular, por qué había reducido la guardia en el hipódromo contraviniendo sus órdenes, pero Norbano tenía otras urgencias en ese momento.

—¿Y el emperador? —preguntó Norbano. Petronio se limitó a negar con la cabeza. Norbano no se sorprendió, pero tomó el mando sin que Petronio se atreviera a discutir nada—. Sea. Ahora lo importante es capturar a esos miserables. Estos pretorianos me seguirán. Tú reorganiza la guardia en el palacio y asegúrate de que ya no se mate a nadie más. A nadie. Hasta que yo vuelva.

Entonces Norbano se volvió hacia los pretorianos y les gritó las nuevas instrucciones señalando la apertura de la alcantarilla.

—¡Por ahí! ¡Por ahí! —repetía una y otra vez señalando la entrada a las cloaculae de Roma.

Como algunos dudaban, él mismo dio ejemplo, se arrodilló, y sin importarle si los gladiadores le esperaban agazapados o no, se introdujo en el interior de un salto. Al instante el hedor de Roma penetró por todos sus poros. No veía nada. Todo estaba completamente oscuro.

»Maldita sea, por Marte —aulló mirando hacia el haz de luz que entraba por la abertura que daba al hipódromo—. ¡Antorchas, imbéciles! ¡Traed antorchas! ¡Estamos perdiendo un tiempo precioso! ¡Imbéciles!

Los pretorianos trajeron antorchas y, uno a uno, fueron entrando en la alcantarilla. Petronio Segundo se quedó solo. Norbano seguía vivo. Ese era un grave error. Partenio tendría que haberse asegurado la muerte de Norbano a manos de los gladiadores. Esa era una parte del plan que no había salido bien y Petronio Segundo estaba seguro de que aquel error traería consecuencias graves, a no ser que… A no ser que los gladiadores fueran capaces de terminar lo que habían empezado en palacio en las profundidades de las alcantarillas de Roma.

La oscuridad absoluta, al principio, fue un buen aliado. Marcio y el samnita corrieron unas decenas de pasos hasta que la negrura era tal que no sabían si iban a toparse en cualquier momento con una pared, por lo que de forma instintiva ralentizaron la marcha. Esto permitió que el tracio, que seguía perdiendo mucha sangre, se les uniera. Por los túneles de las cloacas retumbaba la voz aquel maldito jefe del pretorio pidiendo antorchas. Pronto dispondrían de ellas e irían en su busca.

—¿Ahora qué? —preguntó el samnita.

Marcio, que seguía avanzando gateando, hundiendo sus manos en el fango pútrido del suelo de las cloaculae, no dijo nada. Si el samnita tenía alguna idea mejor, que informara a los demás. Nadie dijo nada. Los tres siguieron gateando, medio asfixiados por el mal olor y sin ver nada. Sólo querían alejarse de sus perseguidores, pero si éstos conseguían antorchas era muy probable que avanzaran mucho más rápido y les atraparan en seguida. Si las cosas hubieran salido bien, el propio Partenio les tenía que haber acompañado de regreso al hipódromo y les habría proporcionado las antorchas necesarias para la huida, pero nada había salido como habían pensado. Nada excepto una cosa.

—¿Está muerto?

Todos se quedaron inmóviles. Era la voz sibilante de una garganta quebrada por el tiempo y el dolor. Llegaba algo distorsionada al rebotar contra aquellas paredes húmedas y sucias, pero Marcio no tardó en reconocer la voz del viejo curator, que repetía su pregunta:

—¿Está muerto? ¿Habéis matado al emperador de Roma?

Marcio se dio cuenta, de forma curiosa, de que eran preguntas diferentes, aunque para el curator probablemente la diferencia debía de ser inapreciable. No veían nada. El viejo les hablaba arropado por las sombras. Podía estar en cualquier parte: delante de ellos, detrás, en un lado. Imposible saberlo. Los ecos rebotaban en todas las paredes.

—El emperador está muerto —pronunció Marcio con rotundidad. Aquel anuncio fue como un salvoconducto. De pronto apareció una fuente de luz justo una veintena de pasos por delante de ellos. El viejo sostenía una antorcha que debía de haber tenido encendida pero escondida en algún recoveco de un pasadizo lateral, de forma que había resultado invisible hasta que se sintió satisfecho con la respuesta de Marcio.

—¿Muerto? —No parecía convencido del todo.

—Muerto —reiteró Marcio aproximándose despacio. A sus espaldas el samnita y el tracio asentían corroborando las palabras de Marcio, quien, a su vez, para fortalecer aquel anuncio, resumió la situación con rapidez—: El emperador ha caído apuñalado en su cámara imperial, pero ahora nos siguen decenas de pretorianos y si no tienes algún plan acabarán con todos nosotros.

El curator parecía no oírle; se limitaba a repetir una palabra como si se tratara de una oración secreta.

—Muerto… muerto… muerto… —Aun repitiéndolo una y otra vez, le costaba creerlo.

Se oyó un golpe seco y un chapoteo. Marcio, el samnita y el curator se dieron media vuelta: era el tracio. Se había desplomado. No podía seguir avanzando con sus heridas abiertas. Había perdido demasiada sangre y la pestilencia del aire en aquellos túneles no ayudaba a recuperar el aliento de un malherido. Marcio retrocedió unos pasos y se arrodilló a su lado.

—Tienes que levantarte y seguir con nosotros.

Pero el tracio negó con la cabeza. Marcio no se dio por vencido y, sin saber bien por qué, quizá por sentirse diferente a los pretorianos, quizá porque se sentía libre, perseguido por toda la guardia imperial pero libre, se ofreció a ayudar al tracio.

—Yo mismo te haré andar. Vamos, por Némesis, vamos…

Tiró del tracio, pero éste era grande y no hizo nada por colaborar.

—No —repitió con decisión—. Incluso si salgo de aquí no duraré más de dos días.

Marcio dejó de tirar de él. El curator los miraba entre curioso e intrigado. El tiempo pasaba y los pretorianos se acercaban y, sin embargo, allí estaban aquellos guerreros, detenidos, en su propio mundo.

—No quiero que me cojan vivo —dijo el tracio—. Si lo hacen me torturarán hasta matarme y… —le costaba hablar; no obstante, sonrió— y ni siquiera tengo nada que decirles. Sólo tú sabes quién ordenó esta locura. No me dejes en sus manos, Marcio. —Le asió con toda su fuerza del brazo—. ¡No me dejes en sus manos! —repitió mirándole a los ojos.

Soltó el brazo de Marcio y escupió sangre por la boca. Este se levantó despacio, sin dejar de mirar al gladiador herido. El tracio, con las pocas energías que le quedaban, se apoyó en la pared húmeda de la alcantarilla y haciendo un esfuerzo sobrehumano se incorporó hasta quedar con una rodilla en tierra, mirando al suelo repleto de agua hedionda. Era la postura en la que los gladiadores morían. Marcio miró al samnita, y el samnita asintió. Marcio se colocó detrás del tracio y desenfundó su espada. Este cerró los ojos mientras pensaba en la diosa Némesis y Marcio la clavó con rapidez. No se trataba de hacer daño, sino de matar deprisa. El tracio estaba ya muy débil por las heridas recibidas en la lucha contra los pretorianos y su cuerpo se desplomó inerte sobre el suelo de las alcantarillas de Roma. La sangre del gladiador muerto se mezclaba directamente con el agua sucia que discurría alrededor de todo el cadáver. Era sangre de un gladiador más que, como la de tantos otros, terminaba en las alcantarillas de Roma, navegando en dirección a la gran Cloaca Máxima. Se habían saltado los sumideros del anfiteatro Flavio, eso era todo; los sumideros y la autoridad del emperador. Marcio y el samnita se miraron un instante. Actuaban libres. Por lo menos sentían que, si les pasaba como al tracio, que si no eran capaces de salir vivos de todo aquello, morirían libres. No era la recompensa por la que habían luchado, pero ver la faz del emperador cuando se vio apuñalado por la espalda y sentir aquella libertad ya era algo. Algo que les daba fuerzas para seguir luchando.

El curator pareció asumir al fin que el emperador estaba muerto. Sólo unos hombres que eran capaces de ejecutarse entre sí mismos para no caer en manos del enemigo serían a su vez capaces de una hazaña semejante. Se oyeron entonces las voces de sus perseguidores. La guardia pretoriana se acercaba.

—¡Seguidme! —dijo Postumo, el viejo curator, con autoridad pero sin levantar la voz en exceso.

Norbano caminaba en medio de la la unidad de más de cien pretorianos que se habían adentrado en las alcantarillas de Roma. La estrechez del túnel les obligaba a marchar, no obstante, en fila de a uno. Cada cinco hombres había un soldado con una antorcha encendida. Norbano sabía que en cualquier punto podrían emboscarse los gladiadores y atacarles. Caerían dos o tres pretorianos, pero el resto de la guardia les apresaría.

—¡Recordad que los quiero vivos! —aulló el jefe del pretorio, y su voz retumbó por todos los recovecos de aquella cloaca. Luego añadió unas palabras más entre dientes, como quien lanza una maldición—: He de preguntarles quién está detrás de todo esto, quién ordenó este ataque; he de preguntárselo y he de sacarles la verdad aunque para ello tenga que arrancarles las entrañas con mi espada…

Marcio y el samnita siguieron al curator unos cien pasos cuando éste se detuvo en seco.

—Cuidado —dijo Postumo en voz baja—. Estamos en la cisterna de decantación. Tenéis que rodearla y tomar el túnel de la derecha y seguir recto por él. Dejaréis siete túneles a ambos lados. Debéis entrar por el octavo a la izquierda y seguirlo hasta el final. Es muy largo, pero al cabo de mil pasos saldréis a la superficie lejos de la Domus Flavia, más allá del foro, en medio de la Subura. Allí la confusión es siempre grande, las calles, estrechas. Aún tardarán en entrar los pretorianos en el barrio. Es el último sitio donde buscan. Eso os dará el tiempo que necesitáis para huir.

Marcio asintió, pero había algo que no tenía claro.

—¿Por qué no vienes con nosotros?

El viejo sonrió.

—Avanzan rápido los pretorianos. Nos cogerán antes de que lleguemos a la salida, pero yo los distraeré y eso os dará una oportunidad. —El curator leyó el asombro en los ojos del gladiador—. No me agradezcas nada. No lo hago por salvaros. Tengo una cuenta pendiente con esos esbirros del emperador. La muerte de Domiciano me alivia, pero mi odio es demasiado grande y necesito más, mucho más para saciarme; cuando has odiado durante años, una sola muerte no parece suficiente. —Miró a Marcio a la cara, desde la lejanía de unos ojos ahogados en las tinieblas del rencor absoluto—. Ojalá no tengas nunca esta sensación, gladiador; ojalá no la tengas nunca; no eres un viejo aún y puedes encontrar otras cosas en esta vida por las que te merezca la pena seguir en pie, pero yo no, muchacho; yo hace tiempo que no tengo nada por lo que vivir. —Dejó pasar un instante cargado de enigmático silencio que Marcio no supo descifrar—. Ahora marchad, marchad.

Les alargó una antorcha nueva que acababa de prender con la vieja que sostenía en su mano y que iba consumiéndose poco a poco.

—Yo ya no necesito mucha luz. La de esta antorcha agonizante me bastará, me bastará.

Marcio y el samnita bordearon la gran cisterna de decantación alumbrados por la nueva antorcha y tras ellos, mucho más despacio, lo hizo el viejo, pero el curator, llegados al otro extremo de la piscina, ya no les siguió, sino que se detuvo y los vio alejarse llevándose consigo sus largas sombras de guerreros indómitos.

—Bien —dijo el viejo Postumo en voz baja—. Ha llegado la hora.

Norbano caminaba con paso veloz. El aire que respiraban era hediondo, asfixiante. Había poca ventilación en aquellos malditos túneles, pero, si los gladiadores los habían usado para entrar en palacio, también podía avanzar la guardia pretoriana por ellos.

El curator vio las primeras sombras de los pretorianos proyectarse en el túnel que estaba al otro lado de la gran cisterna. El anciano retrocedió y se escondió con su antorcha en el pasadizo de la izquierda, al otro lado de la piscina. Avanzó unos pasos por él, pero no demasiados para que los pretorianos pudieran ver aún su luz y le siguieran. Se detuvo.

—¡Aaaagghh!

Norbano oyó gritos al frente de la formación. Y otro más y otro. Y chapoteo.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Por los dioses!

—¿Qué ocurre? ¡Maldita sea! ¡Haceos a un lado, a un lado!

Estrujando su cuerpo contra los pretorianos que le precedían se hizo camino por el estrecho túnel hasta llegar a la abertura que daba a la gran cisterna. Media docena de pretorianos habían caído en el centro de la misma al intentar cruzarla por el medio y parecían estar atrapados por las aguas sucias y pantanosas de aquella piscina de desechos. Norbano alzó la mirada y vio la luz que proyectaba una antorcha al otro lado de la piscina, en el túnel izquierdo.

—¡Hay que alcanzar el túnel izquierdo! —Volvió a mirar la cisterna y empezó a pisar con cuidado a ambos lados hasta que pisó en firme apoyándose siempre en el borde de la cisterna, caminando muy pegado a la pared—. ¡ Hay que vadearla, imbéciles!

Se puso al frente de la formación cruzando la piscina antes que nadie. Los pretorianos atrapados en el fango imploraban ayuda.

—¡Que vaya uno de los hombres de regreso a palacio y traiga cuerdas para sacar a esos idiotas del agua antes de que se ahoguen!

A Norbano no le importaba que murieran, pero en los días que iban a venir necesitaría el apoyo de toda la guardia pretoriana y no podía perder a seis soldados por algo tan estúpido como una alcantarilla pantanosa; igual que no podía dejarlos morir delante del resto sin hacer nada por salvarles el cuello; pero tampoco iba a detener la persecución de los gladiadores: eso nunca.

—Nosotros seguiremos por aquí.

Se adentró en el túnel izquierdo. La luz parecía moverse despacio. Quizá estuvieran heridos. Pronto los tendrían, muy pronto. ¿Quién había ordenado todo aquello? ¿Quién? Iba a sacarles el nombre de todos los conjurados aunque estuviera días enteros arrancándoles la piel a tiras.

El viejo curator zigzagueaba. Primero tomaba un túnel hacia la izquierda y, en la siguiente intersección, otro a la derecha. No era una ruta al azar. No lo era. Y se preocupó de no tomar ningún túnel sin antes estar seguro de que los pretorianos veían su luz. Ascendían, ascendían ligeramente. En realidad, era sencillo: siempre cogía el túnel que ascendía. Eran túneles demasiado poco profundos, a demasiada poca distancia de la superficie. Eso fue el principio del todo. De pronto los desagües de las paredes tenían salpicaduras rojas, espesas, sucias. También se empezaron a ver trozos de carne: primero de bestias, colmillos, pedazos de una garra, restos de pieles de fieras salvajes; luego venían algunos dedos, falanges humanas, dientes de hombre o de mujer o de niño. Estaban bajo el anfiteatro Flavio. No, para ser exactos, estaban bajo los pasadizos que los arquitectos imperiales habían excavado por debajo de la arena del anfiteatro. La mayor parte de los desechos humanos de los cadáveres de los juegos terminaban en los estómagos de las fieras, pero los trozos pequeños, los dientes, uñas a veces, caían al suelo y, arrastrados por la sangre, terminaban deslizándose hasta llegar a las cloacas de Roma, hasta terminar su macabro viaje en la gran Cloaca Máxima y el Tíber. El anciano curator llegó donde quería. Volvió a detenerse. Levantó su brazo derecho, el que sostenía la antorcha, para iluminar mejor a su alrededor. Examinó el fondo del túnel y luego las paredes a ambos lados. Varias vigas de madera apuntalaban aquella sección. Miró al suelo. Cerró los ojos y asintió muy lentamente. Se oyeron las voces de los pretorianos. Ya estaban allí. Ya estaban allí.

Norbano vio los despojos humanos y de animales salvajes e intuyó rápidamente por dónde se encontraban. Los gladiadores regresaban a su lugar natural. Era lógico. Los cogerían allí mismo y, si escapaba alguno, iría ludus a ludus, recorrería cada escuela de lucha, hasta tenerlos a todos. Luego empezarían las torturas. Vio la luz delante de ellos una vez más; ahora parecía detenida. Norbano levantó su mano derecha y sus hombres ralentizaron la marcha.

—¡Desenvainad! —dijo e hizo lo propio sacando su spatha y blandiéndola hacia delante—. ¡Están ahí! ¡Por Júpiter, los tenemos ahí!

El jefe del pretorio había bajado la voz sin darse cuenta. Veía la sombra de un hombre proyectada en el túnel. ¿Sólo uno? Habría jurado que quedaba más de uno. Giró con cuidado y, al asomar la cabeza, vio a aquel viejo con una antorcha, inmóvil, en medio del largo pasillo de aquella alcantarilla.

—¿Quién eres tú? —preguntó Norbano confundido, pero el viejo no respondía ni tampoco se movía—. ¿Dónde están los gladiadores?

Postumo sonrió.

—Lejos —dijo—; aquí no los encontraréis. Arriba, en vuestro mundo, no lo sé. Eso ya es cosa suya y vuestra. —Guardó un instante de silencio mientras Norbano se acercaba amenazadoramente—. Pero eso ya no es asunto que os interese.

Norbano frenó en seco y dejó que una docena de pretorianos fueran, uno a uno, adelantándose y situándose entre él y el viejo. Norbano había desarrollado un astuto instinto de supervivencia y algo le decía que era bueno ser cauto con aquel viejo loco. A tiempo de matarlo estaban siempre. El jefe del pretorio repitió su pregunta inicial mientras sus hombres, en aquel pasadizo más ancho que los anteriores, rodeaban a aquel viejo absurdo.

—¿Quién eres?

El curator volvió a sonreír de forma enigmática.

—No soy nadie. Nunca lo he sido para vosotros. ¿Qué importa ahora mi nombre? Nunca lo habéis querido saber antes. ¿Qué importa ahora quién sea yo o lo que haga?

Norbano sabía que estaban perdiendo un tiempo precioso y decidió cortar por lo sano.

—¡Matadlo y sigamos!

Pero, cuando fueron a ejecutar la orden, el viejo esgrimió la antorcha con sorprendente agilidad para sus años y la llama mantuvo a distancia a los pretorianos, pero no por mucho tiempo. Tampoco quería más el anciano.

—No podéis matarme. —El curator se echó a reír con carcajadas largas que resonaron tenebrosas en las profundidades de la ciudad—. No se puede matar a un muerto.

Los pretorianos se detuvieron; los soldados imperiales podían contra cualquiera, pero, como todos los soldados, legionarios o pretorianos, eran muy supersticiosos. El viejo detuvo su carcajada en seco y miró fijamente a los ojos de aquellos hombres que le rodeaban y que ahora vacilaban.

—El día que mi hijo murió aquí mismo, al final de este túnel, ese día morí yo también. Por eso no podéis matarme ahora. —Dio la vuelta sobre sí mismo, encarándolos a todos, sin miedo—. Pero yo sí puedo haceros daño. Mucho daño. —Volvió a reír de forma convulsa—. Llevo años esperando este momento, para llevarme por delante a tantos como pueda de vosotros; primero al emperador, luego a sus guardianes.

Norbano había mirado a un lado y otro del pasadizo y vio las débiles vigas de madera que no estaban en otras secciones de la red de alcantarillado por las que habían pasado, así que, instintivamente, empezó a retroceder. El viejo, por su parte, sin dejar de reír, golpeó con su antorcha, con toda la fuerza que da el odio, una de aquellas maltrechas vigas, que cedió y se vino abajo y con ella una parte de la pared. Luego, la presión de la pared caída y de la tierra que arrastraba hizo que cayera una segunda viga y luego otra y otra y otra y todo se transformó en una cegadora nube subterránea de polvo y tierra que se extendía por todas partes sin dejar sitio para nada ni para nadie. Las risas del viejo resonaban por todas partes hasta que las carcajadas mismas callaron, pero, para entonces, ninguno de los pretorianos que había superado la posición de Norbano podía oír ya nada. Sólo tragaban tierra y querían gritar y de pronto les reventaba el pecho por la presión de la tierra que los estrujaba sin piedad y estaban ciegos y sordos y mudos y muertos.

Era un pequeño callejón de la Subura. El sol caía a plomo y mucha gente estaba recluida en sus insulae para protegerse del calor. Se veían algunas putas bajo los dinteles de las casas de peor apariencia, con el pelo tintado de vivos colores, naranja o rubio sobre todo, azul en ocasiones, las más de las veces cansadas y siempre aburridas en su soledad. Marcio fue el primero en salir. Una puta le vio y se quedó inmóvil. No estaba segura de lo que había visto. Aquel hombre parecía haber salido de la nada y, al instante, había otro más. Eran gladiadores. Y estaban cubiertos de sangre y emergían de la tierra misma.

Marcio avanzó con paso firme por aquella calle. Tenían que esconderse en algún sitio de inmediato. No podían pasearse por las calles de Roma, ni siquiera en la alocada Subura, armados y manchados con la sangre de decenas de pretorianos muertos.

—Te pagaremos mucho —dijo Marcio a la prostituta. La joven, con el pelo tintado de color azul, asintió sin dudarlo, pues el dinero le venía bien incluso si procedía de seres del infierno y les hizo un gesto para que la siguieran.

Norbano se arrastró a ciegas por el suelo de aquel túnel. Apenas podía respirar y no veía nada. Oía los gritos de pánico de sus hombres huyendo, como él, de aquellas malditas cloaculae. Al fin, a fuerza de reptar como una serpiente, consiguió alejarse lo suficiente de la sección que acababa de derrumbarse como para poder ponerse en pie. La diosa Fortuna le había salvado y él sabía por qué. Sabía por qué. Se rehizo al momento y empezó el camino de regreso. Caminó por todos aquellos túneles con la mirada fija en el suelo, los puños apretados, sin espada. La había perdido en el derrumbamiento de aquella galería. Llegó a la cisterna. Ya se había rescatado a los que habían caído en ella, excepto a uno para quien la ayuda había tardado demasiado: se veía una mano emergiendo petrificada en el centro de la cisterna, hundiéndose muy lentamente. Norbano sabía que se había perdido una batalla, una batalla bajo tierra, pero la guerra seguiría y esta vez sería en las calles de la ciudad. Ahí se sentía más seguro. El emperador estaba muerto y varios de los asesinos habían huido.

—Han escapado —dijo Norbano a un Petronio que lo miraba atónito cuando el primero emergía de la boca de la cloaca de desagüe del hipódromo del palacio imperial—. Han escapado —repitió al tiempo que cogía un gladio que le proporcionaba uno de los pretorianos de su confianza—. Al menos, dos.

—Les cogeremos —dijo Petronio con rotundidad estudiada.

Norbano sonrió y le miró a los ojos.

—Por supuesto. Y les cogeremos vivos y nos dirán quién les ha ayudado. Nos lo dirán. —Se alejó por el hipódromo rodeado de sus pretorianos más fieles sin dejar de repetir aquellas palabras—. Nos lo dirán.

Petronio tragó saliva y guardó silencio.

Los asesinos del emperador
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