LA FURIA DEL VESUBIO

Pompeya, otoño [19] de 79 d. C.

Dos días antes de la llegada del centurión a la residencia del emperador al norte de Roma.

Prima vigilia

Era de noche en Pompeya. Sólo algunos legionarios patrullaban las calles, sobre todo en torno a los edificios que aún estaban en reparación tras el terremoto de hacía unos años. Las autoridades no querían que se perdiera el dinero invertido en recuperar aquellas construcciones por el pillaje de unos pocos. Legionarios y putas; eso era todo en la noche de Pompeya. Y todo estaba en calma.

Un perro empezó a aullar en la distancia. Y otro perro. Y otro. Los esclavos los callaron a golpes, pero seguían nerviosos. Había uno en particular que aunque hubiera dejado de ladrar no dejaba de morder la gruesa cadena con la que le habían atado, pero sus dientes no podían contra el metal. Estaba fuera de sí, como loco. Volvió a ladrar. El atriense de la casa se levantó por segunda vez aquella noche y lo molió a palos hasta que el maldito animal calló.

—Como se despierte el amo te matará y así me hará feliz —fue la despedida del esclavo.

El can estaba con el cuerpo pegado al suelo y las orejas gachas, pero seguía alterado. En cuanto se quedó a solas volvió morder la cadena. Tenía que liberarse, tenía que liberarse.

Quarta vigilia

(primera erupción)

La gente se arremolinaba ante las dos aberturas de la puerta de Neptuno de la ciudad de Pompeya, una estrecha para viandantes y otra más grande para los carruajes, pero ambas se mostraban ahora insuficientes para dejar paso a tantos como querían escapar de la ratonera de cenizas y gas en la que se había convertido su amada ciudad. Entre las columnas del foro porticado de la población se vivían escenas similares de confusión y carreras a ciegas bajo la intensa lluvia de restos volcánicos. Hombres y mujeres, niños, niñas, esclavos y libres, todos se medio arrastraban mirando al suelo empedrado de aquella gran explanada, pero no se veían ya las piedras, sino sólo aquel eterno manto de cenizas. Algunos se habían refugiado en el templo de Júpiter, aún en restauración después del terremoto del año 62, y allí imploraban al gran dios para que detuviera la ira del Vesubio.

De igual forma, por las cinco puertas de la gran basílica de Pompeya, unos entraban en busca de refugio y otros, asfixiados por un edificio atestado de gente, salían buscando una huida de aquel mundo de destrucción que los envolvía a todos. Frente a la basílica, en el templo de Apolo se vivía el mismo pánico, sólo que aquí unos y otros tropezaban en la escalinata de acceso. Allí mismo, el reloj de sol instalado sobre una columna jónica parecía una broma del destino, pues en medio de aquella densa nube de cenizas volcánicas no pasaba ni un solo rayo de luz. No sabían dónde estaban. No sabían qué hora era. Muchos no sabían siquiera si era de día o de noche. El templo de Vespasiano y su gran altar, el gran Macellum de la ciudad, el templo de los Lares, todo había quedado sepultado bajo la constante lluvia de cenizas. El edificio de la sacerdotisa Eumaquia, sede del gremio de los tintoreros y los lavanderas, aún muy destrozado por el terremoto del 62, veía cómo era enterrado poco a poco, esta vez ya para siempre. Toda la ciudad se hundía, como tragada por la tierra bajo aquel manto irredento e imparable de restos volcánicos que el Vesubio arrojaba a los cielos para que cayeran sobre una Pompeya que se desintegraba, que se borraba, que desaparecía del mundo sin que nada ni nadie pudieran hacer nada para evitarlo. En el lupanar, clientes y prostitutas, ricos mercaderes y esclavas griegas y orientales subían al piso de arriba en busca de visión para ver qué era lo que estaba ocurriendo en el exterior.

Fuera, en aquella tormenta de ceniza y fuego, el templo de Isis, recientemente reabierto tras haber sido completamente rehabilitado después de los muchos daños que sufrió en el último terremoto, aún pugnaba, desafiante, con sus estatuas de Isis, Anubis y Harpócrates, hijo de Isis y Osiris, por subsistir al nuevo desastre que el Vesubio extendía sobre la ciudad donde eran adorados. Pero el fin era irrefrenable. Los contornos del templo de Minerva en lo alto de la colina del foro triangular también se difuminaban, y lo mismo pasaba con el gran teatro de Pompeya, cuyas gradas descendían por la ladera de aquel monte; y se desvanecían las termas Estabianas y las termas Centrales y la lujosa mansión de Sila, el sobrino del antiguo y famoso dictador de Roma, y las termas del foro; y desaparecía también otra mansión donde podía leerse en el suelo «cave canem» [cuidado con el perro] y allí al lado, casi sobre la inscripción misma, un perro encadenado, incapaz ya de seguir luchando por liberarse, iba cubriéndose de ceniza hasta desaparecer por completo y quedar oculto a los ojos del mundo durante siglos.

Al día siguiente, hora prima

(segunda erupción)

El Vesubio parecía haberse cansado de explotar y escupir lava y fuego y horror de sus entrañas, así que los pocos que se habían quedado escondidos en sus casas aprovecharon la calma para salir con antorchas e intentar escapar de una ciudad que ya no era ciudad sino una inmensa tumba. Una pareja salió corriendo con una pequeña llave como todo equipaje. Estaban convencidos de que cuando todo pasara podrían regresar y recuperar sus pequeños tesoros. No llegaron lejos. Antes de salir de la ciudad, la lluvia de escorias volcánicas se reinició y sucumbieron a las cenizas que los envolvieron hasta enterrarlos. Otro grupo más grande de personas se vio igualmente sorprendido por la reactivación del volcán: se trataba de un hombre armado con un puñal y otros que apenas llevaban nada; eran las mujeres las que portaban amuletos y enseres, como una estatuilla de la diosa Fortuna, cajitas diminutas de plata, más llaves, joyeros, collares, pendientes y hasta cucharas de plata. Y todos habían cogido tanto dinero como pudieron, aunque entre todos los del grupo no sumaran más de quinientos sestercios. Corrieron, corrieron, y pensaban que lo iban a conseguir, pero entonces una ola de gases y piedra fundida que avanzaba irrefrenable los barrió a todos a la altura de la tumba de Marco Obelio Firmo. Algunos intentaron asirse a ramas de árboles, y abrazados, a éstas serían encontrados centenares de años después, aún intentando huir, siempre intentando escapar, eternamente luchando contra la lava y las cenizas, así, sin fin, durante siglos, petrificados sus cuerpos por la lava y las cenizas que amordazaron sus gritos, sus llantos y su dolor para siempre.

Otra familia lo intentaba en el otro extremo de la ciudad.

El padre abría la marcha. Se trataba de un hombre alto, fuerte, corpulento, que parecía poder con todo. Le seguían sus dos hijas pequeñas y cerraba la marcha la esposa, que se había arremangado el vestido para avanzar con mayor rapidez. La mujer llevaba también amuletos de la diosa Fortuna y plata y un espejo. Tampoco lo consiguieron y, como tantos otros, quedaron al fin inmóviles, detenidos en el tiempo como efigies, testigos de un horror que nadie supo prever. [20]

Interim e Vesuvio montepluribus loas latissimae flammae alfaque incendia relucebant, quorum fulgor et claritas tenebris noctis excitabatur.

[Entretanto, en muchos puntos del monte Vesubio resplandecían unas altísimas llamas y unas enormes columnas de fuego, cuyo fulgor y claridad se veían aumentados por las tinieblas de la noche.]

PLINIO EL JOVEN, Epistolario, Libro VI, 16, 13.

Residencia imperial al norte de Roma

—Caía ceniza sin parar, César. —El centurión hablaba con dificultad y atrepellaba unas palabras con otras en su intento por transmitir con la máxima concisión la brutalidad de lo acaecido en el sur—. Fueron muchas horas. Todo un día entero. Hubo gente que intentó huir en medio de la erupción y muchos murieron. Plinio, al mando de la flota de Miseno, intentó acudir con la flota imperial, pero no pudo desembarcar más que en Stabia; el resto resultaba inaccesible por unas corrientes extrañas. El mar parecía moverse solo, agitarse de forma peculiar como había hecho antes la tierra al principio de la erupción. El almirante Plinio lo intentó todo, César, y mis noticias son que quizá haya muerto en Stabia por los gases que siguen emanando del Vesubio. Hubo entonces un descanso en la lluvia de cenizas y los que se habían mantenido en el interior de sus casas intentaron de nuevo la huida. Era el amanecer del segundo día desde la primera erupción, pero entonces el volcán volvió a rugir, si cabe con tanta o más fuerza que en la primera ocasión. La lluvia de cenizas se intensificó de tal forma, César, que no podía verse nada, era como andar a ciegas. La luz del sol quedó apagada por la nube de polvo del Vesubio y la gente corrió despavorida de un lugar a otro sin poder escapar a aquella locura. La mayoría ha muerto, César. —Apretaba los puños con impotencia en un intento por contener las lágrimas—. Mi hijo y mujer se perdieron… muchos se han perdido… Pompeya, Herculano, César, ya no existen… ya no existen… Sólo hay cenizas y cenizas y cenizas…

Tito escuchó con emoción el relato terrible de aquel oficial. Cuando a éste ya no le quedaron palabras, el emperador ordenó que se le trajera de comer y de beber y que los médicos le atendieran por si tenía heridas. Él, entretanto, se levantó de su cathedra con decisión.

—El emperador no abandonará a los habitantes de Pompeya y Herculano. No, no los abandonará. —Miró a Partenio y los demás libertos de su consilium y al resto de oficiales allí presentes que tenían costumbre de desplazarse con el emperador cuando éste se retiraba al norte—. Quiero que se envíen víveres a estas ciudades. Tenemos grandes reservas en Roma y más en los almacenes del puerto de Ostia. Quiero que se use parte de estas reservas para ayudar a los supervivientes. Usaremos la flota de Miseno. Que los barcos accedan por la costa y que se carguen de comida, agua y aceite y de todo lo que haga falta. Luego que vuelvan hacia el sur.

Partenio vio cómo todos asentían y se esforzaban por asimilar las instrucciones del emperador para, desde el ámbito de sus responsabilidades, poder cumplir cada uno con aquellas órdenes. Admiró la presteza con la que el emperador había reaccionado ante aquella inesperada noticia, aunque, por otro lado, ya empezaba a entender el sentido de los informes que el aguador del Aqua Augusta había enviado semanas antes. Lástima que la conjura de Domiciano y la guerra de Britania los hubiera dejado a todos ciegos sobre lo que estaba a punto de ocurrir en Pompeya.

El emperador siguió hablando.

—Yo mismo acudiré a Pompeya en unos días para comprobar los efectos de las erupciones y para asegurarme de que mis órdenes de ayuda a esas ciudades han sido llevadas a cabo de forma rigurosa. ¡Por Júpiter, no abandonaré a los ciudadanos del sur! ¡No lo haré!

Partenio sabía que quedaba algo pendiente, pero intuía que era delicado recordarlo y, sin embargo, ése y no otro era su trabajo: evitar que un emperador se olvidara de cosas importantes. El consejero carraspeó fuertemente. El César se detuvo y se volvió para mirarle.

—¿Y bien? ¿Acaso Partenio considera inadecuado que el emperador en persona se desplace a las ciudades azotadas por la ira del Vesubio? Porque si es eso lo que vas a decir, ya puedes ahorrarte tus palabras. Has de saber que en Jerusalén combatí constantemente en primera línea, en Jerusalén y en toda la larga guerra de Judea. Esa ha sido mi forma de enfrentar los problemas siempre y así seguirá siendo.

La voz del emperador era atronadora. Todos los consejeros, libertos y oficiales se empequeñecían ante la fortaleza de la determinación de Tito, pero Partenio, que se inclinó varias veces dando muestra de sometimiento al emperador, alzó su voz, leve pero con fina precisión, y planteó una pregunta que llevaba tiempo en el aire y que ni las cenizas de todo el Vesubio podrían barrer jamás de su memoria.

—¿Qué hacemos con Domiciano, César augusto?

El emperador Tito se quedó inmóvil.

—¿Domiciano? —repitió de forma confusa. Claro. Eso quedaba por decidir. Volvió a sentarse. Domiciano, ¿qué hacer con él? Se tomó un instante, luego alzó la mirada y encaró a Partenio—: Primero nos ocuparemos del desastre de Pompeya, luego inauguraremos el nuevo anfiteatro, el Flavio, al que tanto cariño tenía mi padre, y después decidiré qué hacer con mi hermano. De momento, vigiladle.

Partenio volvió a inclinarse mientras el emperador salía con el resto de consejeros, pretorianos y esclavos y le dejaban a solas en la habitación. Se quedó en silencio en la penumbra de una esquina. No estaba convencido de que vigilar a Domiciano fuera a ser suficiente, pero sin autorización imperial no podía hacer nada más.

Los asesinos del emperador
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