LOS CRISTIANOS
Roma, febrero de 92 d. C.
El emperador estaba inquieto. Partenio le observaba desde el otro lado de la mesa. Nada más entrar Partenio, Domiciano levantó los ojos mientras ocultaba una pequeña tablilla de madera debajo de otros documentos. Partenio sabía que el emperador iba perdiendo la confianza en él y que cada vez se fiaba más del criterio de sus nuevos jefes del pretorio, Norbano y Petronio Segundo, que habían reemplazado al veterano Casperio. A Domiciano no le gustaba que nadie estuviese demasiado tiempo en el mismo cargo, así que había situado a Norbano, que tanto le ayudara en la rebelión contra Saturnino, al mando del pretorio, junto con un Petronio más popular entre las legiones para mantener fuerte el apoyo del ejército. No obstante, el César de quien se fiaba sobre todo era de Norbano, a quien recibía de forma habitual, a solas, en la gran Aula Regia, mientras que al consejero Partenio le atendía sólo en la intimidad de su habitación. Eran cambios que se acentuaban desde que Norbano contribuyera de forma clara a aplastar la rebelión de Germania y que se habían agudizado desde que el propio Norbano fuera traído a Roma por orden del emperador después de haber ocupado la prefectura de Egipto. A Partenio no le incomodaba que su papel de consejero imperial se redujera ahora a un ámbito más íntimo, menos público, pero le preocupaba lo que eso implicaba en cuanto a pérdida de influencia, pues cuando dejabas de influir sobre Domiciano, éste, poco a poco, pasaba de la confianza a la sospecha. El emperador hacía tiempo que parecía desconocer la amplia gama de grises en las que se puede clasificar nuestra relación con los que nos rodean; para Tito Flavio Domiciano el mundo, cada vez más, se dividía con sencillez entre los que estaban con él y los que estaban en su contra. Pero, pese a todo, le seguía llamando. Sería, sin duda, por algún asunto en el que la limitada capacidad y el escaso conocimiento de los jefes del pretorio, ya fuera del veterano Casperio o de los nuevos prefectos Norbano y Petronio, debía de ser sobresaliente, tanto que hasta el emperador, aunque sólo fuera en la intimidad, estaba dispuesto a asumir que le era conveniente buscar consejo en aquellos que sabían más.
—Los cristianos —se limitó a decir Domiciano y se quedó callado, contemplando a un pensativo Partenio, que parecía esperar más información o una pregunta más precisa y, por ello, de forma irritante para el emperador, permanecía en silencio—. ¡Por Minerva, Partenio, los cristianos! ¡Están por todas partes, cada vez son más! —Como fuera que Partenio seguía sin dar respuesta, bajó la voz y lanzó una pregunta concreta—. No es bastante matar unos cuantos en los anfiteatros de Roma. Quiero acabar con todos ellos. ¿Quiénes son sus jefes?
Partenio sonrió por dentro. Esta era la información que ni el recién destituido Casperio ni los nuevos prefectos Norbano o Petronio Segundo, con toda seguridad, habían sido capaces de aportar. El consejero no se dejó engañar por el hecho de que la pregunta la planteara el emperador en voz baja. Cuanto más descendía el volumen de su voz, el Dominus et Deus del mundo más interesado estaba en recibir una respuesta clara, precisa y directa. Cualquier rodeo sólo conduciría a la ira imperial, y la ira imperial solía conducir a la arena del anfiteatro Flavio. Partenio había tenido que responder con habilidad muchas de esas preguntas en los últimos meses. El consejero repasaba sus opciones en su mente con rapidez: si daba la información que se le pedía iba a ser el detonante de mucha sangre y mucha muerte entre aquellos hombres que abrazaban aquella extraña religión, incomprensible para él pero por la que tampoco sentía ni temor ni desprecio; por otro lado, si conducía la ira imperial a una sola de aquellas personas que se consideraban a sí mismos cristianos, quizá así podría hacer que la rabia creciente y casi ya sin límites del emperador se saciara, al menos por un tiempo, y se alejara de un Senado diezmado por una larga lista ya de ejecuciones sumarísimas que no hacían sino debilitar las entrañas del Imperio y, cada día, agudizar una división ya casi irreconciliable entre el emperador y los senadores, una división que debilitaba Roma y, en consecuencia, fortalecía a los enemigos de las fronteras de Germania, de Dacia o de Partía. Distraer al emperador de ese enconado enfrentamiento con el Senado era un objetivo que a Partenio le pareció adecuado.
—Jesús, su Cristo, su profeta, su líder máximo —empezó Partenio con tono didáctico pero sin caer en un paternalismo que enervara al emperador—, se rodeó de doce hombres, de doce fieles.
—Como los doce Víctores de un cónsul —intervino Domiciano satisfecho de haber encontrado esa comparación.
Partenio nunca había pensado en esa curiosa coincidencia, pero así era.
—Exacto, el Dominus et Deus lo ha resumido perfectamente. —Partenio se sintió cómodo al ver que el emperador parecía satisfecho y muy interesado en aquella conversación, así que continuó hablando—. Doce, doce lictores que los cristianos denominan apóstoles. Esos eran los hombres de máxima confianza.
—¿Eran? —inquirió el emperador con rapidez, pues no le había pasado desapercibido el uso del pasado por parte de su consejero.
—Sí, Dominus et Deus, pues no sólo su líder máximo, el Cristo, está muerto, sino que la mayoría de los apóstoles también están muertos.
Partenio miró un momento al suelo mientras hacía memoria y empezaba un pormenorizado repaso a una vieja lista sobre la que trabajó ya en tiempos de Nerón y sobre la que había vuelto apenas hacía unos meses en previsión de una pregunta como la que se le acababa de plantear.
—Veamos… un tal Pedro fue crucificado por Nerón hace ya tiempo; también un tal Pablo, que no estaba en los doce apóstoles iniciales pero que llegó a tener tanto poder o más que éstos. Este último, como era ciudadano romano, en lugar de crucificarlo, fue decapitado por orden imperial. Volviendo a los doce, estaba un tal Santiago que fue degollado en Oriente por el rey Herodes Agripa; Andrés, que fue crucificado; Bartolomé, ejecutado por el rey Astiages de Armenia por soliviantar al pueblo con las prácticas cristianas.
Partenio seguía con la mirada en el suelo, pero sentía la admiración del emperador por la precisión en aquel torrente de información y sabía que con ello recuperaba, aunque tan sólo fuera un poco, algo de la antigua capacidad de influencia que tenía sobre el César. Continuó con aquel listado, uno por uno.
—Un segundo Santiago también fue ejecutado, lapidado por los propios judíos, y los que se llamaban Mateo y Felipe murieron en Partía, el primero quizá en Etiopía, pero en todo caso están muertos. Del resto conocemos poco, pero los que se llamaban Judas Tadeo, Simón el cananeo y Tomás no sabemos bien dónde o cuándo pero todos los cristianos los dan por fallecidos hace un tiempo. Queda Judas Iscariote, que fue el único de los doce que traicionó a su profeta pero se suicidó. El resto eligió entonces a otro para sustituirle, alguien con el nombre de Matías, pero también ha fallecido. Sin embargo… —levantó la cabeza para confrontar sus ojos con los del intrigado emperador— …sin embargo, queda uno, uno de esos doce apóstoles, Dominus et Deus, un tal Juan que parece ser era muy joven cuando el líder de los cristianos los seleccionó. Vive aún y es muy admirado y respetado por todos ellos. Quizá sea su líder.
El emperador completó el razonamiento que Partenio se limitó a dejar implícito en su relato.
—¡Por Minerva! ¡Uno de los doce que eligió su profeta sigue vivo! El hecho de que ese tal Juan siga vivo les dará mucha fuerza a esos cristianos.
—Sin duda, Dominus et Deus, sin duda.
El emperador asintió un par de veces antes de volver a preguntar.
—¿Sabemos dónde está ese hombre?
Partenio había esperado esa pregunta desde el principio. No sonrió por dos motivos: por no irritar con su arrogancia al emperador y porque cuando envías a alguien a la muerte de forma injusta lo mínimo que puedes hacer es no sonreír.
—Estuvo en Jerusalén largo tiempo, pero después del asedio que destruyó la ciudad se refugió en Efeso y allí sigue, Dominas et Deus.
Domiciano sí que se permitió una marcada sonrisa en su rostro pétreo.
—Pues quiero a ese Juan aquí, en Roma, pronto y lo quiero vivo. Quiero hablar con él antes de torturarlo y matarlo ante los ojos de todos los cristianos de Roma. Eso les bajará los humos a esos malditos. La muerte de la Vestal Máxima traidora ha puesto en su sitio a los que se sienten y se saben romanos, pero necesito destruir a los cristianos y lo necesito ya —y levantó la mano para que Partenio saliera y le dejara solo. El consejero se inclinó y antes de volverse pudo ver con el rabillo del ojo cómo el emperador, a tientas, con los dedos de su mano izquierda, rebuscaba entre los documentos de la mesa en busca de aquella tablilla que había ocultado al entrar él en la habitación. Aquel gesto del César intrigó tanto a Partenio que el destino de aquel cristiano de Efeso quedó en un segundo plano entre los atribulados pensamientos de su mente. ¿Qué escondía el César en aquella tabla?