LA LIBERTAD
Marzo de 99 d.C.
Las heridas de Marcio no fueron mortales pero le habían dejado demasiado débil y aquello ralentizó el viaje durante semanas. Además se veían obligados a rehuir las magníficas calzadas del Imperio para evitar las casas de postas donde legionarios, correos imperiales y funcionarios de todo tipo y condición descansaban o comían con regularidad.
Se sabían más seguros cuanto más alejados de Roma estuvieran, pero Marcio y Alana nunca bajaron la guardia. Una herida en el costado de Marcio se infectó. Eso les llevó a quedarse en unas cuevas entre Ariminium y Ravenna. Alana cazó liebres y hasta un jabalí que cortó a pedazos y trajo en varios viajes al refugio que habían encontrado en aquellas colinas. Marcio se recuperó, y con cada bocado de carne que le traía Alana no podía evitar admirar cada vez más a aquella guerrera del norte que no perdía nunca la decisión en su mirada. Y es que, desde que salieron de Roma, algo había cambiado entre ellos: en Roma, en el colegio de gladiadores, en el gran anfiteatro Flavio o en las calles de la Subura, allí siempre había sido Marcio el que dirigía todo, el que tomaba las decisiones, primero sobre él mismo, luego sobre los dos; pero desde que salieran de Roma, en medio de aquella inmensidad del mundo, Marcio se sintió torpe, sin rumbo, perdido. Era cierto que sus heridas le tenían debilitado, pero no era eso. Ahora se recuperaba y su cuerpo volvía, poco a poco, a ser el de antes, pero su cabeza estaba embotada, confusa. Marcio se dio cuenta de que, si no hubiera huido de Roma con Alana, hacía tiempo que le habrían capturado. De ella fue la decisión de rehuir las calzadas y las casas de postas y la idea de avanzar siempre de noche, bajo la luz de la luna o las estrellas y ocultarse de día. De ella era siempre la decisión de qué ruta seguir, siempre hacia el norte. Desde Ravenna llegaron a Aquileia, en el extremo más septentrional de la costa adriática. Las ciudades siempre quedaban lejos; nunca osaban entrar en ellas, pero parecía que a Alana le ayudaban a asegurarse de la ruta.
—Es la misma que hice cuando me trajeron —le explicó un día Alana a la luz de la hoguera. De eso hacía ocho años. Ella tenía diecisiete cuando la capturaron y ahora tenía veinticinco, y sin embargo parecía no haber olvidado esa ruta, como si se la hubiera grabado a fuego en la memoria para siempre, como la F de fugitivus que le grabaron en su frente, como si siempre hubiera albergado la esperanza de desandarla, de deshacer todo el pasado de aquellos últimos años y volver atrás. Marcio se sintió bien de que ella decidiera ir con él y no dejarle. Podría haberlo hecho y, seguramente, habría llegado ya a su destino hacía semanas, meses, pero se había quedado con él, le había curado las heridas con agua, le había cambiado las vendas y le había besado y amado por las noches. Marcio sabía que sin que él hubiera luchado contra los pretorianos no habrían cruzado jamás esa puerta, pero eso tampoco significaba nada: Alana, hermosa como era, podría haber engatusado a cualquier oficial pretoriano y conseguir un salvoconducto para salir de la ciudad. Los pretorianos nunca preguntaron por una gladiatrix cuando buscaban a los asesinos de Domiciano. Podría haberlo hecho y, sin embargo, Alana permaneció con él.
En Aquileia, Alana cambió la dirección del viaje. Ya no iban hacia el norte sino hacia oriente. Marcio no preguntó. Por lo que podía recordar de algunos mapas que viera alguna vez en el colegio de gladiadores, debían de avanzar entre las provincias de Panonia y la de Dalmacia. Marcio se interesó un día por los mapas porque tenía curiosidad por ver de dónde venían muchos de los nuevos gladiadores. Llegaron a la ciudad de Sirmium, que nuevamente dejaron atrás, en el horizonte, unas murallas mal mantenidas, una ciudad de frontera, pero Alana continuó hacia el este, siguiendo el curso de un enorme río.
—Es el Danubio —dijo Alana.
Pero mantuvieron la marcha hacia oriente. La siguiente ciudad se llamaba Singidunum; eso leyeron en un miliario de la calzada a la que se acercaron una noche de luna para intentar orientarse; leyeron aquella larga palabra con dificultad porque ninguno de los dos era hábil con la lectura y porque había parte de la inscripción borrada a golpes de escoplo, pero desentrañaron el nombre con paciencia. Alana asintió.
—Sí, me trajeron por aquí, pero he de ver el amanecer para estar segura de por dónde seguir.
Dejaron la calzada y se olvidaron de aquel miliario. Ninguno de los dos reparó en que las palabras borradas eran Imperator Caesar Domitianus, borradas por orden de la damnatio memoriae de un Senado de Roma que pese a encontrarse a miles de millas de distancia había conseguido que su mandato de eliminar de la Historia el nombre de Domiciano, sus estatuas y hasta su efigie de todas las monedas, poco a poco, como una mancha de aceite, fuera extendiéndose y cumpliéndose por todo el Imperio.
El sol despuntó al fin y mostró a Alana y Marcio una ciudad bien fortificada, con muros recién reparados y un mar de legionarios rodeando la fortaleza. Los dos callaron mientras evaluaban la situación. Era evidente que allí había alguien que sí mantenía la posición de frontera con fuerza. Marcio comprendió entonces por qué Roma controlaba el mundo. Nunca había visto tantos miles, no, decenas de miles de legionarios juntos. Tuvieron que retroceder varias millas para alejarse de aquel lugar. Esperaron al anochecer y entonces Alana reemprendió la marcha buscando el gran río una vez más, pero mucho más al este, lejos de aquella ciudad repleta de legionarios.
Llegaron a otra fortaleza, Vinimacium [55], la capital de Moesia Superior. Nuevamente repitieron la operación de rodear aquella ciudad y siguieron más hacia el este, pero de pronto no era posible seguir el curso del río porque unas enormes montañas custodiaban sus orillas y el gran Danubio transcurría por un despiadado desfiladero por donde sólo se podría navegar. Alana no sufrió ninguna decepción, sino que parecía feliz.
—Sígueme —le dijo, y Marcio vio cómo la muchacha se adentraba en la espesura que bordeaba las primeras montañas de aquella brutal garganta del Danubio y desaparecía. Marcio apartó la maleza por donde ella se había desvanecido y entró en una enorme cueva.
—Vamos —insistió ella. Era una red de túneles medio naturales medio excavados por el hombre—. Los romanos no conocen esto. Al final suele haber barcas —continuó la muchacha.
Y le condujo por aquellos pasadizos con la misma habilidad con la que el curator de Roma les guió a través de las cloacas debajo del palacio imperial. En efecto, al final de uno de los túneles, llegaron a una pequeña ensenada donde el agua del río llegaba suave a la boca de aquellas cuevas. Alana buscó entre el frondoso sotobosque circundante y, al fin, se volvió hacia Marcio sonriente. Apartó unos arbustos y allí, tal y como había predicho ella, había una pequeña embarcación.
—¿Sabes nadar? —le preguntó Alana mientras empujaban la barca hacia la corriente del río.
—No —respondió Marcio.
—Pues sube y no te caigas —le dijo Alana sin borrar de su boca una nueva sonrisa—. Tan grande y tan torpe —añadió, pero lo hacía con su rostro iluminado y Marcio compartió que en gran medida ella llevaba razón: Marcio, el gran gladiador de Roma, no sabía nadar. Nunca le enseñó nadie.
—¿Es segura esta barca? —preguntó poco después él, algo preocupado por el ligero vaivén al que la corriente del Danubio sometía a aquel pequeño esquife. Alana miraba hacia el desfiladero.
—No te preocupes, Marcio. He cruzado muchas veces las Puertas de Hierro. Pronto estaremos en la otra orilla del Danubio.
La corriente del río los arrastraba con fuerza hacia un mundo indómito y desconocido para Marcio. Y como si fuera un niño, pese a sus músculos y su fuerza y su adiestramiento, el veterano gladiador preguntó con curiosidad infinita. —¿Adonde vamos, Alana?
La gladiatrix se sintió feliz de que le hiciese aquella pregunta.
—Vamos a casa, Marcio, vamos hacia la libertad.