UNA FIERA ASUSTADA

Domus Aurea, Roma

Finales de mayo de 70 d. C.

Domiciano buscó y encontró a Antonia Cenis en uno de los grandes peristilos de lo que quedaba de la gigantesca Domus Aurea de Nerón. Antonia estaba leyendo un rollo y, en apariencia, parecía muy absorbida por la lectura, pero el joven Domiciano se vio sorprendido cuando Antonia empezó a hablarle sin tan siquiera haber despegado los ojos del papiro que ya enrollaba con cuidado.

—Siempre es una agradable sorpresa que el hijo de Vespasiano me busque.

Domiciano comprendió que no tenía sentido negar lo evidente y que fingir que pasaba por allí por casualidad era banal. Ella quería ir al grano. Sea. El también. Eso le haría ver a Antonia Cenis que ella no le imponía nada en absoluto. No importaba que fuera la actual concubina de su padre; eso podía cambiar en cualquier momento, mientras qué él era César por mandato imperial y siempre sería el hijo del emperador. Siempre. Era cierto que Tito iba por delante de él en la sucesión; eso era cierto. Pero ahora tenía que ocuparse de Antonia Cenis. Se dirigió a ella con frialdad pero con precisión.

—Partenio me dio a entender que si estaba interesado en Domicia Longina debía hablar contigo. —Calló un segundo, pero como no obtuvo respuesta alguna, subrayó sus palabras con una afirmación tautológica—: Bien, por todos los dioses, pues aquí estoy.

Antonia lo miraba atenta. Aún dudaba si hacer lo que iba a hacer o no, pero su mente se decidió al final en sentido positivo: debía asegurarse la confianza de aquel hijo del emperador o, al menos, que no la odiara para que la dejara en paz durante el tiempo que le quedara de vida. No se sentía fuerte físicamente, como antaño, y sólo quería un poco de paz.

—Partenio te ha informado bien. Domicia está casada, pero se puede persuadir a un marido para que se divorcie y así su actual esposa quedaría libre.

Domiciano preguntó con sequedad, sin rodeos.

—¿Cómo?

La mujer apretó ligeramente los labios antes de responder y luego vertió sus palabras con la destreza de quien escancia un vino seleccionado con esmero.

—Los hombres son siempre ambiciosos. Si tu padre le ofrece a Lucio Elio un puesto de gobernador en alguna provincia lejana de Roma a cambio de que deje a su esposa, Lucio Elio se divorciará sin dudarlo.

—¿Y por qué iba a exigir mi padre que se divorciara de Domicia?

—Porque Domicia es hija de Corbulón, como Partenio te habrá explicado, y Corbulón estuvo, muy posiblemente, implicado en una conjura para eliminar a Nerón, es decir, que el padre de Domicia pudo haber sido el instigador de una rebelión contra un emperador. Eso es un estigma en esa familia. A ningún emperador le gusta que un gobernador esté casado con la hija de un legatus que promovió una rebelión de esa magnitud.

Domiciano escuchó interesado lo que decía Antonia Cenis. Tenía sentido, sí, pero había otras cosas que le preocupaban.

—Pero ¿cómo vamos a convencer a mi padre para que nombre a Lucio Elio gobernador de una provincia?

—De eso me ocupo yo —respondió Antonia con seguridad. No estaba segura de que eso fuera a agradar a Domiciano, pero tampoco estaba mal que el muchacho viera que ella también tenía poder efectivo y que podía ejercerlo, en este caso, intercediendo a favor suyo para que consiguiera algo que anhelaba en ese momento.

—¿Y Lucio Elio aceptará? —Domiciano no parecía convencido.

—Aceptará —confirmó Antonia con seguridad absoluta—. Le ofreceremos la Tarraconensis; es una provincia rica, bien romanizada y con sólo una legión. Tu padre no le concederá demasiada importancia y, si resulta ser un inútil, no se pone en peligro ninguna frontera.

Domiciano asentía mientras paseaba por el jardín. De pronto se detuvo y se giró rápido hacia a Antonia Cenis.

—Pero si luego yo quisiera casarme con esa patricia, el mismo argumento que hemos usado para promover el divorcio se volvería en mi contra.

Antonia lo tenía todo pensado.

—Tu padre siente admiración por el viejo Corbulón; estoy seguro de que un acercamiento tuyo a la joven Domicia no sería mal visto por su parte. Además, el asunto del motivo del divorcio será privado y no seremos ni tú ni yo ni Vespasiano los que empleemos todo ese argumento de la posible rebelión de Corbulón contra Nerón cuando se hable con Lucio.

—¿Quién entonces?

Antonia sonrió por lo torpe que podía llegar a ser aquel impulsivo joven.

—Partenio —dijo la concubina del emperador—. Partenio hablará con Lucio Elio, éste dejará a Domicia y luego es asunto tuyo lo que desees hacer con ella. Lucio Elio irá a Hispania y nos olvidaremos de él, tu padre se olvidará de él, Roma entera se olvidará de él, pero tú habrás conseguido lo que anhelas. Domicia es una joven muy hermosa.

Domiciano empezaba a estar satisfecho con aquel plan pero le quedaba una última duda, la más intrigante.

—Pero ¿y tú qué ganas con todo esto?

Antonia lo miró parpadeando un par de veces como quien casi ni entiende la pregunta.

—La amistad del hijo del emperador.

Domiciano levantó la cabeza mirando a Antonia Cenis de arriba abajo. No, no le gustaba aquella mujer, no le había gustado nunca ni pasaría ahora a gustarle, pero, si todo salía según lo planeado, tampoco veía motivo por el que enemistarse con ella.

—Sea —dijo Domiciano—; mi amistad.

Dio media vuelta y se alejó de Antonia sin despedirse.

Antonia lo vio alejarse y le recordó algo, pero no sabía bien qué. Luego, varias horas después, por la tarde, en el circo, viendo a unas fieras alejarse ante la presencia de varios bestiarii, encontró el recuerdo perdido: Domiciano caminaba como una fiera atemorizada, sigiloso, algo encorvado, pero siempre dispuesto a atacar mortalmente al menor descuido. No dijo nada a nadie entonces, pero comprendió que aquella mañana había hablado con una fiera asustada. El pensamiento la dejó intranquila, pero ya había instruido a Partenio sobre el asunto de Lucio Elio y también había convencido al emperador. Todo estaba en marcha. Quizá no pasara nada que no hubiera previsto. Volvió a concentrarse en lo que ocurría en la arena, pero aunque sus ojos y sus oídos estaban allí su pensamiento seguía incómodo entre los pasillos del palacio imperial.

Los asesinos del emperador
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