EL DISCURSO DE UN SENADOR
Roma, julio de 69 d. C.
En las gradas de tres niveles de los laterales del edificio de la Curia Julia se habían congregado aproximadamente cien senadores. Sabino, hermano de Vespasiano, miraba a un lado y a otro. Allí, al fondo, se levantaba el Altar de la Victoria que Augusto ordenara construir para rememorar eternamente su victoria sobre Marco Antonio en Actium. Verlo le dio fuerzas a Sabino. Cien senadores, sin embargo, eran pocos, pero era un principio. El resto estarían en sus casas, atrincherados en sus grandes domus, completamente atemorizados por los legionarios vitelianos que controlaban toda la ciudad, desde los accesos hasta las grandes avenidas e incluso patrullaban por el foro. Ya no se observaba ninguna ley en Roma que no fueran los desmanes que Vitelio permitía a todas sus tropas, las legiones de Germania que le habían encumbrado al poder. Pese a todo, la llamada a reunirse de Sabino había sido satisfecha por aquel centenar de senadores, que habían respondido convocados por su indudable prestigio, que permanecía intacto en medio de aquel año de locura que ya había visto morir a dos emperadores: Galba y Otón. Sabino había combatido bravamente en la conquista de Britania en tiempos de Claudio, junto a su hermano menor, Vespasiano, había sido cónsul en el 47 y gobernador de Moesia pocos años después y ostentado la prefectura de la ciudad desde hacía ya catorce años, bajo emperadores diferentes —Nerón, Galba y Otón—, sin que ninguno juzgara necesario relevarle del cargo. Entre todos ellos, Sabino había sabido moverse con habilidad estratégica y mantenerse firme en su puesto de prefecto de Roma; en la medida de sus posibilidades, con la ayuda de las escasas cohortes urbanae bajo su mando, había procurado mantener el orden público en cuanto los pretorianos se calmaban tras cada uno de los tumultuosos cambios de poder y regresaban a sus funciones y a sus castra praetoria. En una Roma que había visto caer a varios emperadores en pocos meses y en donde los prefectos del pretorio también caían junto con el poder imperial de turno, la continuidad de Sabino en la prefectura de la ciudad le había transformado en una de las pocas voces que tanto senadores como ciudadanos de toda condición respetaban. Sabino los había convocado en el Senado y por eso aquel centenar había osado cruzar las peligrosas calles dominadas por el más absoluto de los caos, para escuchar lo que el veterano prefecto de Roma tenía que decirles. De hecho, muchos intuían lo que iba a decir y tenían miedo, pero también el coraje suficiente para ir y escucharlo, porque sentían que si Sabino era capaz de decirlo en voz alta y ellos estaban allí para oírlo, quizá lo que iba a proponer fuera posible.
Tito Flavio Sabino había llegado hasta la escalinata de la fachada de ladrillo del edificio de la gran Curia Julia escoltado por una cincuentena de legionarios de las cohortes urbanae, lo que le había asegurado el camino libre frente a las patrullas de Vitelio. El emperador, de momento, parecía dejarle moverse por la ciudad, aunque Sabino estaba seguro de que aquella reunión llegaría a oídos de Vitelio más bien pronto que tarde y la reacción sería rápida y terrible. Estaba preparado, preparado para lo peor. Junto a Sabino marchó el joven Domiciano, su sobrino de dieciocho años, el hijo pequeño de su hermano Vespasiano, que lo miraba todo con ojos nerviosos.
Domiciano no estaba seguro de que todo aquello fuera una buena idea. Paseaba por el suelo decorado con todo tipo de motivos geométricos en rojo, verde y amarillo sin detenerse un instante, mientras seguían entrando algunos senadores más por las poderosas puertas de bronce.
—Deberíamos desconvocar al Senado y refugiarnos. Vitelio se va a enterar de lo que tramas y vendrá a por nosotros —dijo en voz baja a su tío justo a la entrada del edificio de la Curia.
—Vendrá a por nosotros de todas formas, sobrino. Quédate aquí, en la puerta, con la escolta, y envíame a un legionario si los vitelianos agrupan hombres en el foro, ¿está claro? —A Sabino le ponía nervioso la constante cobardía de su sobrino; qué lástima no disponer a su lado del valiente Tito. Su sobrino mayor, además de ser todo un hombre de treinta años, sí que era un apoyo firme, tal y como Vespasiano le confirmaba en las cartas que llegaban de Oriente. Domiciano, por el contrario, sólo mostraba interés en su vida por el vino y por yacer con cuantas mujerzuelas o patricias pudiera. No era aquél un bagaje de utilidad en aquellos días ni una actitud que augurara la fortaleza necesaria para afrontar aquella crisis, pero era parte de la familia y debía protegerlo—. ¿Podrás encargarte de eso, sobrino, de vigilar el foro? —apostilló mirándole fijamente.
Domiciano se sintió humillado. Sabía del desprecio de su tío hacia él, como sabía del desapego de su propio padre y de su hermano. Todos le despreciaban, pero él no era culpable de que nunca se le concediera la más mínima oportunidad.
—Haré tal y como dices, tío —dijo con la voz más firme que pudo.
—Bien —dijo Sabino, algo más satisfecho de aquella respuesta. Dio media vuelta y entró en el edificio de la Curia Julia.
Alrededor de Sabino estaban los bancos medio vacíos del Senado, pero él se esforzaba en darse ánimos y no dejaba de decirse que estaban medio llenos, medio llenos, y de que en cualquier caso eran suficientes para empezar lo que debía empezarse aquella mañana. Sin dilación se situó en el centro y empezó a hablar. No había ni presidente ni control en aquella reunión. No había tiempo para las formalidades del pasado. Sólo había tiempo para la acción.
—Quod bonum felixque sit populo Romano Quiritium referimos ad vos, patres conscripti…. [¡Referimos a vosotros, padres conscriptos, cuál es el bien y la dicha para el pueblo romano de los Quirites!] Os he hecho llamar, haciendo uso de una de las prerrogativas de mi cargo, porque Roma, y todos los sabéis bien, está sumida en el más absoluto caos. —Un murmullo de voces empezó a desplegarse por toda la sala, pero a las murmuraciones Sabino respondió levantando con fuerza su voz hasta silenciarlos a todos—. ¡Caos, sí, patres conscripti, caos, desorden absoluto, y no me importa que alguien piense que decir eso sea traición! ¡Nerón se suicidó, Galba fue asesinado y Otón cometió también suicidio! ¡Tres emperadores muertos en menos de un año! Ahora, Vitelio, gobernador de Germania, se ha erigido en nuestro nuevo emperador, y hasta gozó del voto favorable de este bendito cónclave en la esperanza de que un legatus del norte, veterano en la lucha contra los germanos, fuera al fin capaz de controlar a los pretorianos, devolver el orden a la ciudad y recuperar posiciones en nuestras endebles fronteras del Rin y el Danubio. Pero, por el contrario, ¿qué es lo que nos hemos encontrado? ¿Qué es lo que ha hecho Aulo Vitelio Germánico?
Sabino, con sus manos enjarras en el centro de la Curia guardó unos segundos de silencio para añadir un dramatismo intenso a lo que debía decir a continuación; un silencio antes de las acusaciones; un silencio antes de emprender un camino sin retorno.
—De Vitelio, sin embargo, Roma sólo ha recibido desprecio a sus leyes, sangre en forma de mujeres y niños violados por las calles, opositores asesinados, pretorianos sin gobierno, nombramientos de prefectos del pretorio y otros funcionarios del Estado totalmente sin sentido. Mientras, el culpable, y digo bien, el culpable de todos estos desmanes, el emperador Vitelio, permanece encerrado en el palacio imperial, sin atender ni a los desórdenes que destrozan las entrañas de Roma ni dar respuesta a los desafíos cada vez más descarados, más incontrolados y más temibles de bátavos, germanos, catos, dacios y judíos. El Imperio se deshace y Vitelio sólo piensa en comer y hundirse en un mar de orgías y banquetes entre las paredes de un palacio imperial que hace oídos sordos a los sufrimientos de los romanos y la sangre de todos los ciudadanos de nuestro Imperio que se derrama en la Galia, en Germania, en Moesia, en Panonia, en Siria y en tantas otras provincias. Y pregunto yo, pregunto yo, ¿es que ya no hay ningún lugar en todo el Imperio donde quede un vestigio de orden, de mando, de gobierno? ¿No queda ya ninguna provincia donde la vieja pero experta y poderosa mano de Roma, poderosa al menos en el pasado reciente, sepa regir los destinos de legiones, pueblos y reinos enteros?
Se detuvo en un nuevo silencio y paseó su mirada por los absortos rostros de los senadores presentes; que estuvieran escuchándole, que siguieran haciéndolo sin haber abandonado la sala después de la diatriba que acababa de lanzar contra Vitelio, los unía en un destino común. Eso le dio energía.
—Pues yo os digo, patres conscripti, que sí hay un lugar así, un lugar que reúne aún esas condiciones, y no es otro que el oriente de nuestro amado Imperio. —Señaló hacia el este con decisión—. Allí, patres conscripti, mi hermano Tito Flavio Vespasiano mantiene el orden, imponiendo el poder de unas legiones disciplinadas a la rebeldía eterna de los judíos, conquistando ciudades y rindiendo fortalezas, asegurando el flujo de trigo desde Egipto, desde Alejandría, para que todos en Roma tengamos qué comer sin preocuparnos por nuestro sustento, aunque estemos sumidos en enfrentamientos civiles sin fin. Sí, mi hermano mantiene el flujo de trigo hacia la capital del mundo y, al mismo tiempo, subyuga a los que se han rebelado contra Roma. ¡Por Júpiter Óptimo Máximo! ¿No añoráis ese orden, ese poder, ese gobierno en el corazón la urbe? —Hizo una nueva pausa, durante la cual Sabino comprobó que sus palabras empezaban a despertar la reacción que tanto anhelaba, traducida en varios de aquellos veteranos patricios asintiendo con vehemencia—. Sea pues, si realmente añoráis ese gobierno, esa rectitud en el mando, ese dominio sobre las legiones, ese sometimiento de los enemigos, lo que debéis hacer es dar el paso definitivo y nombrar a Tito Flavio Vespasiano, veterano de la conquista de Britania, anteriormente cónsul y gobernador y reconquistador de Judea, imperator de Roma y de todos los territorios del Imperio, desde Britania hasta el Oriente que él mismo ha recuperado para la propia Roma, una Roma que le necesita para devolver al Estado el gobierno, la razón y el respeto debidos a nuestros dioses y a nuestras costumbres.
Iba a proponer la votación cuando su joven sobrino entró en la sala de la Curia e hizo el más estúpido de los anuncios con voz temblorosa, casi como un gimoteo en voz alta.
—¡Los pretorianos…! ¡Los pretorianos de Vitelio están aquí… !
No hizo falta más. El pánico se apoderó de todos los presentes, que se aprestaron a levantarse y abandonar la Curia a toda velocidad sin hacer caso a las imprecaciones de Sabino, que intentaba calmar a los aterrados senadores de Roma.
—¡Esperad, esperad todos! ¡Juntos podemos contra ellos! ¡Hemos de votar la moción para proclamar un nuevo emperador…! ¡Esperad…! ¡Por Júpiter, esperad…! —Pronto se dio cuenta de la inutilidad de sus palabras. En sus vanos esfuerzos por detener a algunos senadores que se zafaban de sus manos llegó junto a su sobrino. Le miró con odio—. Te dije que enviaras a un legionario para avisarme, no que entraras como un loco para aterrar a todos los senadores de Roma.
Domiciano bajó la mirada y no supo qué decir. A su tío tampoco le importaba ya lo que tuviera que decir o lo que pensara. En su cabeza sólo había espacio para buscar la forma de seguir adelante. Su intento de rebelar al Senado llegaría a oídos de Vitelio en poco tiempo. La única esperanza que tenía ahora era atrincherarse en algún barrio de la ciudad a la espera de que su hermano Vespasiano pusiera en marcha el plan que le indicó en su última carta y que lo antes posible las legiones del Danubio llegaran a Roma para reestablecer el orden derrotando a los vitelianos. Entretanto había que sobrevivir día a día. Noche a noche. Los vitelianos les atacarían en cuestión de pocas horas.