LOS CATAFRACTOS DE PARTIA
Frontera oriental del Imperio, sur de Armenia
75 d.C.
Aún era de noche. Trajano hijo, al frente de una cohorte, avanzaba junto con Longino. A quinientos pasos, en paralelo, otra cohorte, bajo el mando de Manió Acilio Glabrión, hacía lo mismo, despacio. La orden fundamental era hacer poco ruido. Las colinas les protegían pero el legatus augusti había insistido una y otra vez en que lo fundamental era mantenerse ocultos al enemigo.
—¿Crees que lo conseguiremos? —preguntó Trajano hijo a Longino en voz baja.
—Tu padre parece seguro de lo que hace —respondió Longino sin añadir más.
Ambos permanecieron ya en silencio. Trajano observó bajo la luz de la luna cómo un mensajero llegaba hasta la altura de Manió. Este leyó una tablilla y alzó su mano mirándoles. Trajano hijo le imitó y la cohorte se detuvo. Ahora debían esperar. Si se aproximaban más a las colinas serían descubiertos.
—Es la hora de la caballería —dijo Longino. Trajano hijo asintió.
Trajano padre intentaba escudriñar bien la posición de sus tropas, pero, pese a la débil luz de la luna, era difícil distinguirlas entre las sombras de la noche. Estaban aún en la tertia vigilia. En cualquier caso, esa dificultad que él tenía era la misma circunstancia que les ayudaba a permanecer ocultos. Al otro lado de las colinas estaba el campamento de los partos. Se dirigió al jefe de su caballería.—Adelante… y que los dioses nos protejan —dijo.
Trajano padre quizá no fuera un genio en el arte militar. En el asedio de Jerusalén no se disitinguió por nada novedoso, sino por recordar a unos y a otros acciones sobresalientes en el pasado de la historia de Roma, como levantar un muro en torno a la ciudad como hiciera Escipión Emiliano en Numancia. Sí, destacó por eso y por su tenacidad. Ahora se trataba de algo parecido: tenían que emular la estrategia de Escipión el Africano y su hermano Lucio Cornelio en Magnesia.
Trajano padre vio cómo la caballería romana se ponía en marcha, primero al paso y luego, de inmediato, al trote. A aquellos jinetes les correspondía servir de cebo para atraer la atención de los catafractos partos mediante un ataque nocturno. Si éstos respondían persiguiéndoles y alejándose del campamento general sería cuando las dos legiones de las que disponía se lanzarían en un vertiginoso ataque nocturno contra las posiciones partas. Un ataque nocturno como el que hizo también Escipión en África contra los númidas. No, Trajano padre no era un genio militar, pero sí un gran conocedor de toda la historia de Roma con el valor suficiente para pensar en repetir lo que en el pasado funcionó bien. Incluso a riesgo de su vida. O de la vida de su hijo. Aquello era lo único que realmente le preocupaba, pero su hijo tenía que fajarse ya en una batalla campal. No había forma de mantenerlo siempre protegido. Hasta la fecha, el muchacho se había portado bien en diferentes escaramuzas de frontera. Faltaría ver qué pasaba aquella noche en pleno combate campal.
La espera se hizo mortalmente lenta en los corazones de Trajano hijo y de Longino. Se oían gritos al otro lado de las colinas y el fragor de lo que parecía un combate.
—Esa es nuestra caballería —dijo Trajano hijo.
Longino asintió. Pero no veían nada. Sólo quedaba esperar. Un nuevo mensajero llegó junto al puesto de Manió y éste, nada más leer la nueva tablilla, asintió en dirección a Trajano hijo.
—Parece que los catafractos se alejan en persecución de nuestra caballería —dijo Longino. Fue Trajano el que asintió entonces, al tiempo que alzaba su brazo y ordenaba a toda la cohorte que reiniciara el avance. Longino se ajustó el casco apretando bien las correas y Trajano le imitó.
Las cohortes bajo el mando del joven avanzaron con rapidez. El terreno era irregular. Eso les había beneficiado para aproximarse sin ser vistos, pero, en cuanto empezó el combate, aquellas mismas ondulaciones del terreno hicieron que fuera complicado tener una visión de conjunto. Una temida lluvia de flechas partas recibió el avance de los romanos. Los partos usaban arcos más grandes de los habituales, lo que permitía que sus dardos adquirieran aún mayor potencia, de forma que al caer sobre las legiones atravesaban escudos y corazas.
—¡Por Júpiter! ¡Hay que avanzar rápido, rápido, rápido! —aulló Trajano hijo, que comprendió que un avance lento sólo haría que incrementar el número de muertos. Longino le siguió, así como muchos oficiales y gran parte de los legionarios, pese a que la lluvia de flechas no arreciaba y eran muchos los que caían malheridos o muertos. Los romanos, al fin, alcanzaron la primera línea parta. Las flechas dejaron de caer y los gladios empezaron a impactar contra los escudos partos. La batalla campal comenzaba a parecerse más a lo que los romanos deseaban, pero habían sido muchos los caídos y Trajano hijo, sin saber bien cómo, se encontró pronto con demasiados partos a su alrededor. Longino le protegía el flanco derecho y por la izquierda los legionarios respondían bien a los partos, pero el joven hispano intuía que éstos les estaban rodeando. Pensó en ordenar una retirada temporal, pero el miedo a una nueva lluvia de flechas si se separaban de la primera línea de combate parto le hacía dudar. Longino se batía con furia denodada, recibiendo innumerables golpes en su escudo atado al brazo derecho tullido, y él, por su parte, había acertado a herir por debajo de su propia arma defensiva a varios partos de primera línea, pero era como si estuvieran en un callejón sin salida. Miró alrededor. Las primeras luces del alba permitían vislumbrar una larga y confusa primera línea de combate. Necesitaban la ayuda de la caballería romana. Con ésta atacando por los flancos se desbloquearía aquella maraña de combatientes de un bando y otro, y las legiones tomarían la iniciativa, pero su padre había tenido que usarla para alejar a los catafractos. En su momento le había parecido una buena idea, pero ahora todo parecía más difícil.
—¡Aagghh! —gritó Trajano hijo.
Un parto se había adelantado y le había herido en el hombro derecho con la punta de una lanza. Longino le embistió por el lateral y le clavó su gladio cortándole la yugular. La sangre les salpicó a los dos. Trajano hijo asintió al tiempo que veía cómo otro parto se aproximaba por la espalda contra Longino y, agachándose, protegido por su escudo, acertó a herirle en el muslo. El parto herido cayó al suelo aullando. Longino y el propio Trajano le remataron y dieron un paso atrás para alinearse con el resto de legionarios. Todo seguía igual, sólo que había más sangre por todas partes y Trajano estaba herido. No parecía grave, pero si seguían allí estancados quizá aquella sólo fuera la primera de muchas heridas. De pronto los partos se retiraron por el lado de Longino. Una cohorte de infantería romana había quebrado sus líneas en aquella zona y había iniciado una maniobra envolvente.
—Es Manió —dijo Longino. Trajano hijo cabeceó afirmativamente y se volvió hacia el resto de sus hombres.
—¡Mantened la posición, mantened la posición!
Si se mantenían firmes y Manió atacaba por el flanco, los partos lo pasarían mal. Así fue. Los legionarios de Manió Acilio Glabrión pillaron casi por sorpresa a los partos y éstos caían a decenas. Al fin las tropas de Trajano hijo pudieron volver a avanzar. Caminaban hacia la victoria.
El campo de batalla era un mar de sangre. Trajano padre cabalgaba al paso por encima de los cadáveres y los heridos. El legatus augusti se detuvo en medio de aquella masacre. La mayoría eran partos, pero las bajas entre las filas romanas habían sido también cuantiosas. No había sido una lucha épica, sino una batalla más de Roma que sería olvidada en el inexorable paso del tiempo, pero se había desmantelado el grueso del ejército parto. Eso era lo esencial. La gloria era para los Césares, la guerra para sus legati.
—Que lleven los heridos al valetudinarium —dijo Trajano padre.
—¿A los partos también? —preguntó confuso uno de los tribunos que cabalgaba a su lado. El legatus augusti asintió.
—Sí; que los médicos se ocupen primero de los nuestros, pero luego que curen a los partos que se pueda. Serán rehenes. Esta frontera es complicada. Unos rehenes siempre pueden venir bien.
Siguieron avanzando y llegaron junto al hijo del legatus, que compartía agua de un cazo con Longino y Manió.
—Ha sido una gran victoria, padre… legatus augusti—dijo Trajano hijo.
Trajano padre sonrió y desmontó del caballo.
—Ha sido una victoria razonable, pero dura.
En ese momento llegaron los oficiales de la caballería. Estaban cubiertos de sangre, mucha, y, a la vista del mal aspecto de aquellos jinetes, debía de ser sangre romana. El más veterano desmontó y se situó frente a Trajano padre.
—Los catrafractos se alejan. Han visto que la infantería parta ha sido derrotada y se retiran hacia el este, pero han caído muchos de los nuestros, legatus, muchos. Sus malditas corazas, las cotas de malla de sus caballos, les hacen casi invulnerables. Era como atacar una pared. Les alejamos de la batalla de la infantería, pero nos han… nos han… masacrado.
Trajano padre fue directo al asunto más delicado.
—¿Cuántos muertos? —preguntó.
El oficial de caballería se pasó la mano izquierda por una sudorosa y ensangrentada barba.
—Sólo hemos sobrevivido un tercio. El resto cayó en combate, legatus augusti.
Fue en ese momento cuando Trajano hijo comprendió lo inapropiadas que habían sido sus palabras. Sí, se había derrotado a los partos, pero el coste había sido brutal y el caso es que nadie parecía dudar de todo lo hecho. Poco más parecía que pudiera hacerse con los catafractos que alejarlos de la batalla principal, sacrificando gran parte de la caballería propia. A Trajano hijo aquello le parecía una barbaridad. Tendría que encontrarse otra forma, otra manera de acometer un combate contra los partos.
—Retiraos a descansar —dijo Trajano padre al oficial de caballería— y que un médico os vea esas heridas.
El jinete saludó con el puño cerrado sobre su pecho, volvió a montar a lomos de su caballo y se alejó con el resto de oficiales de caballería. Trajano padre suspiró profundamente. Se volvió hacia el este. Habló en voz baja, desvelando sus pensamientos, pero de modo lo suficientemente audible como para que los tribunos le oyeran.
—Partía es un problema sin resolver. Un problema.
Nadie dijo nada. El legatus augusti desestimó coger las riendas de su caballo que le ofrecía uno de los legionarios. No le parecía digno cabalgar sobre los muertos romanos de aquel campo de batalla. Antes lo había hecho para reconocer el terreno, pero ahora, consciente del elevado número de bajas, no le parecía un gesto honorable. Así, Trajano padre regresó acompañado por su hijo, Manió, Longino y el resto de tribunos al campamento fortificado más allá de las colinas.
Una hora después, a solas, en la tienda del praetorium, Trajano padre recibió a su hijo.
—Me dicen que has luchado con valentía, hijo.
—Longino también, padre, pero realmente fue Manió el que ganó la posición. Nosotros, padre, ya no podíamos avanzar. —Dudó un momento, pero se decidió a ser lo más honesto posible—. Esto no es como cazar linces, padre. Esto no es como nada que hubiera hecho antes. Manió es mil veces mejor en el mando y en el combate que yo.
Su padre le miró en silencio. Se tomó un rato antes de responder.
—Manió lucha mejor, sí, hijo, pero eso no debe hundirte. Debes fijarte en él. Debes aprender de él. Todos le respetan, se sienten seguros bajo su mando. De ti todos piensan aún que eres el hijo del legatus augusti, mi hijo, pero eso es lo que pasa con todos los hijos de los senadores. Estás herido en un brazo, no creas que no lo he visto antes, pero no era correcto preocuparme más por ti que por el resto de heridos y muertos de la legión; y aun así mantuviste la posición en primera línea de combate. Nadie se avergüenza de luchar bajo tu mando. No saben aún si serás un gran legatus pero todos saben que no eres un cobarde. Ese es un buen principio, hijo. —Sonrió—. Ahora deberías curarte bien esa herida y descansar.
Trajano hijo se inclinó levemente y se dio media vuelta. Empezó a caminar, pero la voz de su padre le detuvo en el umbral de la tienda. El joven cerró la tela que daba acceso a la salida y volvió a entrar.
—¿Se te ha ocurrido algo ya para luchar contra los catafractos, hijo?
El joven tribuno miró a su padre con los ojos encendidos de quien piensa con intensidad.
—Tengo una idea, padre, pero no estoy seguro aún. He de pensarlo bien.
Su padre le miró de forma inquisitiva.
—Tú sigue pensando en ello. Yo nunca he sido muy ocurrente. Tú eres diferente; quizá eso sea bueno. Si alguna vez se te ocurre algo, dímelo. El Imperio te lo agradecerá infinitamente.
—Sí, padre. —Y salió del praetorium.
Trajano padre meditaba en silencio. No conocía a su hijo. Sabía que podía leer en latín y griego, que era un buen cazador, que no sentía interés alguno por las mujeres y que sí sentía pasión carnal por hombres, aunque, al menos, no perdía la cabeza por ninguno; intuía que era hombre de honor, amigo de sus amigos, con los que le gustaba beber pero sin emborracharse, y sabía que en aquella jornada había demostrado que, sin ser el mejor en el campo de batalla, no era ni un cobarde ni un incompentente. Pero más allá de eso no conocía a su hijo. Es decir, no conocía lo que latía en lo más profundo de su ánimo, cómo podría reaccionar en situaciones límite. Y esas situaciones, en Roma, siempre llegaban, pues más tarde o más temprano siempre terminaban por surgir circunstancias excepcionales en las que un hombre tenía que tomar decisiones clave en muy poco tiempo y, si erraba, estaba perdido. Para Trajano padre, el futuro de su hijo era una gran incógnita. Sacudió la cabeza. Tenía que informar al emperador de todo lo ocurrido. Se inclinó sobre la mesa.
Tomó una pluma de bronce, la mojó en un tintero azul de loza que contenía atramentum y empezó a escribir sobre una hoja de papiro.
A Tito Flavio Vespasiano, imperator augustus:
Los partos han concentrado una parte importante de su ejército en la frontera próxima a Armenia. La concentración era de tal magnitud, con arqueros, infantes y catafractos, que suponía un peligro para la seguridad de las fronteras del Imperio. En consecuencia, hemos atacado y derrotado al enemigo que ha sido dispersado. Los partos supervivientes se retiran hacia el este.
MARCO ULPIO TRAJANO,
legatus augusti en Siria
Trajano padre no era hombre de dar rodeos en sus informes y sabía que Vespasiano apreciaba la concisión.