SATURNINO Y LOS GERMANOS
Moguntiacum, Germania Superior, 87 d. C.
Los príncipes de los catos y de otras tribus germanas de la frontera entraron en el campamento de Moguntiacum escoltados por una veintena de legionarios armados, tensos y recelosos de los hombres que custodiaban. Los germanos sentían que los romanos les miraban con respeto y temor entremezclados. Aquellos jefes eran altos, fuertes, rubios y lo observaban todo con unos ojos azules como el mar. Centenares de legionarios se agolpaban alrededor de la via principalis sinistra por la que caminaban aquellos enemigos del norte. Enemigos que pronto podrían dejar de serlo. Todos sabían que Lucio Antonio Saturnino, el nuevo gobernador de Germania Superior en sustitución de Trajano, en consecuencia la máxima autoridad militar y civil en toda la provincia, tramaba algo. Algo grande. Todos estaban allí hastiados del emperador Domiciano. No llegaban suministros suficientes desde Roma. No llegó nunca nada de lo que necesitaron cuando los comandaba Trajano y ahora aún menos. En los últimos meses todo el grano, toda la carne, todas las armas nuevas, y, peor que todo eso, todo el vino, parecía haber ido destinado al Danubio. El emperador les había olvidado hacía años. Domiciano les visitó en el pasado reciente, consiguió una pequeña victoria contra los catos y se retiró para siempre a disfrutar de su supuesta gran victoria, de su triunfo. Dejó allí solas, como abandonadas, a las legiones XIV Gemina y la XXI Rapax. Durante unos años, bajo el mando de Trajano, un general tan hábil como querido y al que todos allí echaban de menos, habían sido capaces de mantener a germanos y catos a raya en diferentes batallas de las que apenas llegaron informes a Roma, pero luego el emperador, una vez más, desalentó a todos los legionarios de Germania superior al retirar a Trajano del mando y llevarlo al sur, a la lejana Hispania. Llegó entonces la ausencia absoluta de recursos, de comida, de armamento y, lo más duro, la ausencia de un líder que, como Trajano, les diera fe en sí mismos. Lucio Antonio Saturnino, no obstante, había acertado a encender otra llama en el pecho de aquellos legionarios que se sentían despreciados y olvidados por el emperador. El nuevo gobernador había sido enviado al norte por el César por despecho, como un castigo, según se comentaba, pero había sabido ganarse la confianza de la tropa repartiendo el escaso vino que le llegaba desde Roma, muchas veces obtenido con su propio dinero, y compartiendo en ocasiones el rancho con los legionarios de la XIV y la XXI como ya hiciera el propio Trajano en el pasado. Pero Saturnino no era Trajano y no fue capaz de saber cómo detener los constantes ataques de los catos y los germanos. Los legionarios empezaron a dudar y a caer en el desánimo de nuevo hasta que supo dar un giro completo a aquella situación de derrota.
—Nos aliaremos con los catos —dijo Lucio Antonio Saturnino en la comissatio de una cena de uno de los largos y gélidos inviernos germanos.
Todos los presentes, en su mayoría tribunos y oficiales de la XIV y la XXI, guardaron silencio un rato largo hasta que Cayo Ascanio, el primus pilus de la legión XXI Rapax, se atrevió a poner en palabras lo que todos se preguntaban.
—¿Y contra quién será esa alianza?
Las alianzas siempre eran contra algo o contra alguien, y una alianza entre legiones y bárbaros sólo podía tener un objetivo: atacar al emperador de Roma. Pero esto era algo tan enorme, tan inabarcable, que necesitaba oírlo con palabras claras.
Lucio Antonio Saturnino, al que el emperador Domiciano había humillado en público, sólo por divertirse, al acusarlo de ser poseído por todos los hombres que querían acostarse con él, tomó una copa de vino, bebió un buen trago, se aclaró la garganta y dejó caer en medio de aquella sobremesa el anuncio para el que llevaba meses trabajando. No, él no era Trajano; era diferente, pero no se consideraba inferior, sólo distinto. Enfrentarse a Domiciano, incluso con la ayuda de los catos, no era precisamente una empresa menor.
—Nos aliaremos contra el emperador, por supuesto, ¿contra quién si no? —Sonrió con satisfacción.
Las caras de sus oficiales no eran de sorpresa desmedida, pues todos sabían del desprecio de su legatus por el emperador, pero de ahí a una rebelión en alianza con pueblos bárbaros había un gran trecho que parecía que su nuevo gobernador ya había recorrido en su mente y con gusto. Por eso, aunque no sorpresa, sí había rostros de cierto asombro y de un temor razonable. Saturnino sabía que debía explicarse con más detalle.
—Los ojos del emperador están puestos en el Danubio desde hace años. El Imperio, mientras tanto, se descompone. Los partos se hacen fuertes en Oriente, los judíos pueden rebelarse por todo el Imperio en cualquier momento, en cuanto sientan que el emperador está débil, y aquí en el norte, nosotros mejor que nadie sabemos que, sin refuerzos, nos resultará imposible contener a los catos eternamente. Sólo tenemos dos caminos: permanecer en Germania Superior hasta que ésta sea atacada por hordas incontables de bárbaros y perecer protegiendo las fronteras de un emperador que ni gobierna ni dirige nada, sino que se limita a ir de banquete en banquete, de mujer en mujer y, entre medias, acudir a los combates de gladiadores en el anfiteatro de Roma.
Todos repararon cómo Saturnino eludía emplear el nombre oficial de anfiteatro Flavio, como si ya diera por finalizada la dinastía del emperador.
—Eso o tenemos otra posibilidad, otro camino diferente al de pudrirnos aquí hasta esperar nuestra muerte.
Saturnino observó cómo todos habían dejado de comer y de beber y cómo cada uno de los oficiales de la XIV y la XXI le escuchaban atentos, dispuestos a mucho. ¿Dispuestos a todo?
—Podemos aliarnos con los catos y con algunas de las otras tribus germanas más organizadas y rebelarnos contra el emperador. Podemos descender juntos desde Germania Superior hacia el corazón del Imperio, derrotar a aquellos que defiendan a Domiciano y hacernos con el poder en Roma. Apenas dispondrá de media guardia pretoriana, la otra media está muerta en la Dacia, y no puede recurrir a las legiones del Danubio porque entonces los dacios se harían con Panonia y Moesia. Nuestro avance será incontenible. Luego, una vez conseguido el poder, con el apoyo de las muchas legiones que están tan descontentas como nosotros, sobre todo después del desastre de Tapae al norte del Danubio, tendremos la suficiente fuerza para hacer que catos y germanos cumplan su parte de nuestra alianza. Entonces podremos concentrarnos en reforzar el resto de fronteras.
Fue Cayo, una vez más, quien volvió a indagar en los planes del gobernador.
—¿Y qué pactaremos con los germanos?
Saturnino volvió a sonreír.
—Les regalaremos esta maldita Germania Superior que tanto parece gustarles, donde no hay ni oro ni plata y donde sólo hay árboles y lluvia y más lluvia. A cambio de esta pequeña provincia, con su apoyo militar, obtendremos el control del Imperio.
Como aún se veían algunos rostros serios —pues a ningún legionario le gustaba ceder territorio al enemigo en ninguna circunstancia y bajo ningún concepto—, Saturnino añadió unas palabras más:
—Por supuesto, si le habéis cogido cariño a Moguntiacum, pasados unos años y controlado el Imperio, podemos volver aquí con el apoyo de varias legiones más y hacer que las fronteras vuelvan a su actual punto. —Los miró a todos a los ojos—. ¿Qué me decís, oficiales de la XIV y la XXI? ¿Estáis conmigo y la victoria o estáis con Domiciano y su eterno desprecio? Vosotros decidís. Yo os acabo de entregar mi alma. Podéis enviar a cualquiera de vuestros decuriones cabalgando hacia Roma acusándome de una traición que no pienso molestarme en negar o podéis cabalgar conmigo, todos juntos, hacia el dominio absoluto del Imperio. ¿Qué me decís? ¿Sois soldados de la derrota y del desprecio o sois oficiales del desafío y la victoria?
Todos los hombres reunidos en aquel praetorium estaban hartos de las quejas de sus soldados, de sus reclamaciones, que siempre tenían origen en la constante carencia de todo tipo de suministros militares y de provisiones; sí, todos los allí presentes estaban hastiados de luchar una interminable guerra invisible, como la llamó en su momento Trajano, una contienda que, desde la partida de éste, no hacían sino que perder un poco más cada día. Todos estaban infinitamente agotados de luchar para nada, de empaparse cada mañana, cada tarde, cada noche para nada, hartos de comer mal, cansados por dormir poco, asqueados de aquella vida de perros en los confines de un Imperio que les había olvidado. Así que nadie se planteó cuántas legiones estarían de su parte y cuántas permanecerían fieles al emperador. Por eso nadie se planteó siquiera de qué lado se posicionaría su antiguo general Marco Ulpio Trajano. Trajano era ahora sólo un nombre distante, ausente, al mando de una única legión en la lejana Hispania. Saturnino les proponía un objetivo tangible, algo que podían casi acariciar con las yemas de los dedos. Por eso todos brindaron juntos por la victoria cuando Cayo Ascanio, una vez más, el primus pilus de la XXI legión, se levantó y saludó a Lucio Antonio Saturnino como nuevo emperador de Roma.
—¡Ave, César! ¡Ave, César! ¡Ave, César!
Y por eso, apenas una semana después, los príncipes germanos entraron en el praetorium del gran campamento de Moguntiacum y se sentaron en varias sellae dispuestas frente a otro asiento igual donde Lucio Antonio Saturnino los saludaba con respeto para pasar de inmediato a ocuparse del asunto que les había traído allí.
—¿A cuántos hombres podéis reunir? —pronunció lentamente en latín el gobernador romano que acababa de ser proclamado César por la XIV y la XXI legiones de Roma.
Los jefes tribales se miraron entre ellos y al final fue el príncipe de los catos el que especificó una cifra con orgullo.
—Más de treinta mil —dijo el príncipe en un latín algo tosco pero suficientemente comprensible.
Saturnino no necesitó de más detalles. Hacía unas semanas esos treinta mil hombres iban a ser sus enemigos, pero ahora serían treinta mil aliados que sumar a los veinte mil legionarios de Germania Superior. Un fastuoso ejército con el que amedrentar a cualquier emperador. El pacto se selló esa misma mañana y los príncipes germanos se retiraron satisfechos. Pronto cruzarían el Rin. Por fin. Pronto iban a poder cumplir su promesa de hacerlo, dada al rey Decébalo de la Dacia, ayudados por parte del ejército romano y dando inicio así a una guerra civil que debilitaría al Imperio mortalmente. Décebalo estaría contento y ellos también. Sólo Roma perdería en aquella nueva primavera que se acercaba.
Tribunos, decuriones, centuriones y príncipes germanos abandonaron el praetorium. Todos tenían muchos preparativos de los que ocuparse para la próxima campaña, la más importante de su vida para todos y cada uno de ellos. Lucio Antonio Saturnino se quedó a solas y aprovechó para servirse él mismo una copa de vino; la miró, la levantó en dirección al sur, a Roma, y lanzó al aire su brindis más feliz.
—De hombre a hombre, Domiciano, veremos ahora quién es el que sabe poseer y quién es el poseído. Te va a doler haberme insultado y humillado ante todos. Te va a doler y mucho, Domiciano. Nunc videbimus qui scortum est [Veremos ahora quién es la puta]. Esto te va a doler hasta en las entrañas.