EL CONTRAATAQUE DE TETIO JULIANO
Valle de Tapae, Dacia, 87 d. C.
Vanguardia del ejército romano
Tetio Juliano, de acuerdo con las nuevas instrucciones del emperador Domiciano, comandaba ahora el ejército del Danubio. Un contingente que, tras la derrota de hacía unos meses, había quedado reducido de seis a cuatro legiones escasas, según el número de efectivos, y para ello habían tenido que recurrir a vaciar los campamentos de toda la frontera en un intento por cumplir la orden del emperador: contraatacar. La legión IV Flavia Félix se les había unido, pero aun así era un ejército menor que el que había tenido bajo su mando el malogrado Fusco. Los refuerzos de Germania, claves para derrotar a los dacios, no llegaban y el nuevo legatus no entendía por qué.
—Contraatacar —dijo Tetio Juliano, y escupió en el suelo. Junto a él, el veterano Nigrino oteaba el horizonte en busca del enemigo; Juliano carraspeó, escupió de nuevo y se dirigió a Nigrino—. Están ahí, están ahí aunque no los veamos.
Ante ellos y ante sus legiones estaba, una vez más, el infausto valle de Tapae, repleto de troncos caídos entremezclados con esqueletos envueltos en andrajos sucios y a medio corromper; sin embargo, la lorica segméntala de las armaduras legionarias, los gladios, los pila, y sobre todo el cargamento de todas las acémilas y las pesadas catapultas, había desaparecido. En el valle, los dacios y sus aliados sólo habían dejado los cuerpos sin vida de los miles de legionarios atravesados por sus falces, sus espadas y sus hachas afiladas.
—Ni siquiera los enterraron —añadió Tetio Juliano.
—Es un aviso —completó Nigrino—; un aviso para que no volvamos a adentrarnos en ese valle.
—Pues la orden del emperador es contraatacar —recordó Tetio Juliano.
Nigrino asintió y ahora fue él quien escupió en el suelo.
—¿Cómo lo hacemos?
Pero en ese mismo instante, desde el fondo del valle, emergieron centenares, miles de guerreros dacios armados con sus temibles falces, hachas y sicae.
—¡Por Júpiter, parece que nos esperaban! —acertó a decir Tetio Juliano al tiempo que se ponía el casco de nuevo, se lo ceñía bien y montaba sobre su caballo. Nigrino le imitó con el ceño fruncido, sin entender bien lo qué ocurría.
—¿Por qué salen esta vez los dacios a nuestro encuentro en lugar de tendernos una nueva emboscada? —preguntó Nigrino desconfiando de aquel ataque sorpresa del enemigo. Juliano, no obstante, le respondió sonriente, exultante.
—No les quedan árboles que cortar en el centro del valle. Esta vez será una batalla campal, en espacio abierto. Mejor así. Mejor así. ¡Por Marte, así venceremos! —y sin esperar respuesta alguna de Nigrino partió con su caballo, escoltado por doce jinetes hacia el centro de la vanguardia del ejército romano al norte del Danubio. Nigrino no parecía convencido de que todo fuera a ser tan fácil, pero era Juliano el que tenía el mando y lo que decía tenía sentido. Los dacios avanzaban. Nigrino se volvió hacia su espalda: su sobrino estaba en la caballería del ala izquierda. Esta vez tendría que combatir sin el apoyo de Lucio Quieto. Aquélla era una gran pérdida para el ejército del Danubio: Quieto, incomprensiblemente para Nigrino, había sido trasladado a Hispania junto con Trajano. El emperador parecía empecinarse en alejar del Danubio a los mejores hombres. Eso le hizo dudar, por un instante, de su propia valía, pero sacudió la cabeza, apretó los dientes y fue hacia la segunda línea de combate, donde se encontraba la segunda legión del ejército. Era el momento de cumplir con su cometido. La política y la estrategia para preservar las fronteras del Imperio eran asunto del emperador. El sólo era un soldado. Un soldado en medio de una locura.
Vanguardia del ejército dacio. Centro del valle de Tapae
Diegis avanzaba al frente de las tropas dacias. Lo hacía con gallardía y con decisión pero su ánimo estaba preocupado. No le gustaban las órdenes que había recibido de Decébalo, ahora ya recién coronado nuevo rey de la Dacia, toda vez que Douras, tras la gran victoria de Decébalo en Tapae el año anterior, cumpliera con su promesa de abdicar si los romanos eran derrotados. Diegis respetaba a Decébalo desde los primeros combates en Moesia, pero la actitud del ahora nuevo rey era extraña, muy extraña, ante el contraataque de los romanos. Las palabras de Decébalo en la ciudad de Sarmizegetusa, por inexplicables, parecían grabadas en piedra en la memoria de Diegis.
—Irás a Tapae, mi buen Diegis —le había dicho Decébalo con solemnidad, a solas, en el palacio real—, y te enfrentarás a los romanos en el valle donde les derrotamos hace un año.
Diegis había dudado, pero al encontrarse a solas con el rey se atrevió a formular sus dudas de forma precisa.
—Pero, por Zalmoxis, necesitamos que el rey de la Dacia convoque a los sármatas y a los roxolanos y a los bastarnas, como hizo Douras el año anterior. Sólo así podremos detener a los romanos, mi rey.
Decébalo, que hasta entonces había estado paseando por la gran sala real de audiencias del palacio de Sarmizegetusa, dejó de caminar y se sentó en el trono real. Diegis sabía por la mirada de Decébalo que éste, sin querer herirle con palabras, le iba a mandar un mensaje claro sobre la jerarquía en la nueva gran Dacia.
—Convocaré a los sármatas, a los roxolanos y a los bastarnas, Diegis, cuando sea necesario, eso tenlo por seguro, pero por Bendis que ahora lo importante es que te desplaces a Tapae y te enfrentes allí con los romanos en el mismo punto donde les vencimos. ¿Está claro, Diegis?
El general asintió, pero su rostro descompuesto por las dudas reclamaba refuerzos aun sin hablar. El rey descendió del trono, se puso a su lado, le tomó por el brazo y le habló en voz baja.
—No necesitamos una victoria, Diegis. Sólo que haya una batalla, ¿entiendes? Una batalla y, a poder ser, sin demasiadas bajas por nuestra parte. Una batalla campal, una retirada a tiempo y las murallas de Tapae te ofrecerán la suficiente protección para resistir un asedio; éste no será largo, eso por Zalmoxis y por Bendis y por todos nuestros dioses te lo prometo. Sé que son órdenes extrañas, pero siempre has confiado en mí y yo siempre he confiado en ti. Yo sueño en una Dacia mucho más grande de la que Douras concibió nunca, incluso más grande de la que tú puedas imaginar, pero los grandes sueños se construyen por caminos que a veces parecen no conducir a grandes victorias. Debes confiar en mí, Diegis, debes confiar en mí como cuando en Moesia te dije que pronto sería rey. —Guardó un momento de silencio para dejar que sus palabras permearan profundamente en la mente de su mejor hombre y, a continuación, añadir un último comentario que empujara a Diegis hacia Tapae sin más dudas ni más dilación—: Podría enviar a Vezinas, pero sé que sólo tú puedes llevar a término mis órdenes de forma precisa. Vezinas intentaría transformar lo que no puede ser una victoria en la peor de las masacres; tú, sin embargo, sabrás hacer lo que digo. Pero si crees, pese a todo lo que te he dicho, que no puedes hacerlo, entonces tendré que recurrir, aunque no quiera, a Vezi…
El rey no pudo terminar el nombre del otro gran pileatus de la Dacia.
—Haré lo que mi rey ordena —respondió Diegis con seriedad— y lo haré tal y cómo el rey ordena: una batalla, una retirada, un asedio.
Se inclinó entonces ante el gran rey de la Dacia y desapareció para encaminarse hacia el valle de Tapae, ese mismo valle que ahora mismo pisaba seguido por veinte mil guerreros dacios contra cuatro legiones de Roma que les doblaban en número. El rey no sólo no había convocado a los sármatas y bastarnas y roxolanos, sino que además sólo le había dado la mitad de los guerreros dacios disponibles. Estaba claro que no era posible conseguir una victoria. El único alivio era pensar, saber que Decébalo no esperaba tal cosa: sólo un combate fuerte y una retirada lo más organizada posible. Lo esencial era evitar que la caballería enemiga les desbordara por las alas y les impidiera retroceder hacia las murallas de Tapae.
Ala izquierda del ejército romano
Bosque del monte Semenic
El sobrino de Nigrino había sido ascendido a decurión por Tetio Juliano por su valor en la anterior batalla de Tapae, pero el joven no tenía claro que estuviera a la altura del bravo Lucio Quieto. El nuevo decurión cabalgaba junto a otros oficiales en la vanguardia de la caballería de las legiones en el ala izquierda del ejército romano. Allí, en la ladera, a diferencia de la llanura del valle, el bosque seguía erguido, orgulloso y espeso ante ellos. El lugar perfecto para una nueva emboscada. Tetio Juliano les había dicho que sólo entraría en el bosque la caballería, porque, como se comprobó en la anterior batalla de Tapae, sólo ésta era lo suficientemente rápida para escapar de una emboscada si tenía lugar. Al joven Nigrino aquélla le pareció una pobre justificación, pero las órdenes eran muy concretas: debían superar la formación de la infantería dacia en el centro del desfiladero y atacar al enemigo por la retaguardia impidiendo su huida hacia las murallas de Tapae.
El decurión, al igual que otros muchos jinetes, advertido ya de la anterior estratagema de los dacios, miraba con recelo los troncos de los árboles que les rodeaban, pero no se veían hendiduras en ninguno de ellos ni regueros de resina o savia. Los árboles parecían intactos. Era un alivio, pero el silencio que les envolvía sólo les hacía intuir que algo iba a ocurrir en cualquier momento.
Avanzaban en varias filas, al paso, con las manos asiendo las riendas con fuerza, un poco por seguridad, un mucho por nervios.
Primero fueron las flechas.
—¡Protegeos con los escudos! ¡Por Júpiter, protegeos todos! —gritó el joven Nigrino con toda su energía.
Luego empezaron a llover lanzas y los escudos romanos no podían evitar todas las armas arrojadizas que se venían sobre ellos. El avance de la caballería de las legiones se detuvo. Por fin, llegaron los propios dacios aullando como bestias, emergiendo de detrás de los árboles, golpeando con sus hachas a los caballos o a las piernas de los jinetes romanos. Los relinchos de los animales heridos, enloquecidos por el dolor, se confundían con los aullidos agónicos de decenas de caballeros romanos alcanzados por algún arma enemiga.
—¡Atacad, por Marte! ¡Atacad, por Roma! —vociferó Nigrino. Respondió con habilidad a la embestida de dos dacios hiriendo en el hombro a uno y golpeando al otro en el casco, con tal fuerza que éste se derrumbó sin sentido. Pero venían más dacios, decenas, centenares. No podrían contra todos.
Vanguardia del ejército romano. Centro del valle
Los auxiliares iban en primera línea de combate. Tetio Juliano no tenía mucha fe en ellos, pero servían para abrir la batalla y ver de qué forma se comportaba el enemigo. Para su sorpresa, en la primera embestida, los auxiliares consiguieron detener el empuje con el que avanzaban los dacios. Juliano no lo dudó: aprovechó la confusión creada en las filas enemigas ante lo inesperado de ver su progresión frenada por los auxiliares romanos y ordenó que los legionarios de las dos primeras legiones pasaran al frente reemplazándolos. La llegada de estas tropas de refresco fue suficiente para que los dacios cedieran terreno y comenzaran a replegarse. Todo iba a ser sencillo, infinitamente sencillo. Una maravillosa victoria con la que congraciarse con el emperador y afianzarse en el gobierno de las provincias limítrofes con el Danubio.
El veterano tribuno Nigrino, próximo ya a la primera línea de combate, veía cómo los dacios retrocedían ante la formación ordenada de las apretadas filas de legionarios. El enemigo oponía golpes de sus afiladas y largas falces a las puntas de los pila romanos o a los gladios legionarios, pero los soldados romanos habían aprendido a protegerse de aquellas guadañas mortales con grebas en ambas piernas y con protecciones similares a las que utilizaban los gladiadores en ambos antebrazos. De esa forma, la eficacia mortal de la más temible de las armas dacias veía reducida su capacidad destructiva notablemente. Aun así, el experimentado Nigrino, fruncido el entrecejo, se extrañaba de la facilidad con la que las legiones que hacía un año habían sido repelidas con brutalidad podían ahora, por contra, avanzar haciendo retroceder a un enemigo que parecía amedrentado en el primer choque y acudía a la batalla sin la asistencia de sus aliados sármatas, roxolanos y bastarnas.
—Quizá sea eso —se decía en voz baja Nigrino mientras supervisaba el relevo de los legionarios de vanguardia por otros de la segunda legión—, quizá sea eso: sin sus aliados los dacios no valen tanto.
Pero en el fondo de su ánimo presentía que había algo más que no acertaba a entender.
Retaguardia del ejército dacio
Diegis miró hacia los bosques en ambas laderas del valle. Dos numerosos contingentes de sus tropas se habían adentrado tanto en los montes Semenic como en los Banatului y de momento nadie salía de allí, pero el general dacio observó cómo la caballería romana se adentraba en aquellas laderas. Era muy posible que sus guerreros pudieran contenerles durante un tiempo o incluso bloquear su paso por completo, pero también era posible que parte de la caballería romana cruzara por entre ambas emboscadas. «No espero una victoria.» Las palabras de Decébalo rey resonaban aún frescas en la memoria de Diegis.
—¡Retroceded! ¡Por Zalmoxis, retroceded! —ordenó Diegis a sus hombres. Estos, sin dudarlo, empezaron a ceder terreno frente al empuje de los legionarios de Roma.
Ladera de los montes Semenic
Los dacios se batían con crueldad y fiereza inusitadas. El joven Nigrino vio cómo abrían las tripas a más de un caballo y cómo las bestias caían y una decena de guerreros enemigos se abalanzaban como lobos sobre los jinetes abatidos para despedazarlos en cuestión de instantes. Otros jinetes, más hábiles, se las habían arreglado para seguir adelante con el avance, pero aquello era una carnicería aún más brutal que la que había presenciado en la primera batalla contra los dacios en aquel mismo valle de sangre y muerte. Y caían más flechas. Volvió a protegerse con el escudo. Entonces, de forma inesperada y más teniendo en cuenta cómo marchaba el enfrentamiento, los dacios empezaron a desaparecer. ¿Se volvían a ocultar tras los árboles? ¿En qué consistía aquella nueva estrategia? El bosque quedó sin enemigos. Sólo se oían los gemidos ahogados de decenas de heridos, dacios y romanos, que agonizaban entre la hojarasca del bosque. Muchos jinetes se detuvieron, confundidos ante la ausencia de golpes y hachas y flechas enemigas.
—¡Adelante, adelante! —ordenó el decurión Nigrino a los jinetes más próximos a su posición.
Las instrucciones eran desbordar a los dacios por las alas, y para ello debían salir del bosque; si los enemigos atacaban había que abrirse camino entre ellos como habían hecho; si desaparecían, no era asunto suyo. La caballería romana se agrupó en una formación más compacta. Habían perdido a un tercio de los hombres en la emboscada, pero seguían avanzando hacia el final del bosque. Se veía la luz fuerte del sol justo donde terminaba la última línea de árboles. Hasta allí llegaron y emergieron de aquella espesura bien pasado el centro del valle, en el punto idóneo para revolverse y atacar la retaguardia del ejército dacio, pero cuando salieron de entre los árboles Nigrino comprobó que el mundo a su alrededor había cambiado: los dacios se habían replegado más de dos mil pasos, hasta situar su vanguardia casi fuera en el valle, próximos ya a las murallas de la ciudad de Tapae. La llanura estaba dominada por las legiones. Se había conseguido una gran victoria por parte de los legionarios. Al joven Nigrino le invadió una mezcla de satisfacción por la victoria del valle y por haber superado la emboscada, pero salpicada de frustración ante el repliegue dacio que había impedido que la maniobra diseñada por el legatus Tetio Juliano de rodear al enemigo hubiera podido llevarse a término. Era una victoria sí, pero una victoria parcial y a costa de muchas bajas. Si los dacios hubieran seguido en el valle, si les hubieran podido rodear, les habrían aniquilado.
Al pie de las murallas de Tapae
Diegis se dirigió a sus hombres a la entrada de las murallas.
—¡Al interior! ¡Todos al interior de la ciudad! ¡Ordenadamente!
Obedecían ayudados porque los romanos, por su parte, habían detenido sus ataques. Vezinas, el noble al mando de la fortaleza de Tapae, recibió al ejército de Diegis para evitar que éste fuera destruido, pero no dudó en dirigirse con desprecio a su líder.
—¡Por Zalmoxis, si yo hubiera estado al mando en el valle, esta retirada nunca se hubiera producido!
Diegis lo miró y no dijo nada, pero recordó las palabras de Decébalo: «Vezinas intentaría transformar lo que no puede ser una victoria en la peor de las masacres; tú, sin embargo, sabrás hacer lo que digo.» Diegis se detuvo, se volvió hacia Vezinas que se reía de él junto con varios de sus pileati más leales y decidió dar respuesta a su insulto.
—No, Vezinas no habría retrocedido nunca. Vezinas habría perdido el ejército entero en lugar de replegarse para presenciar cómo, al final, son los romanos los que se retiran de la Dacia sin que tengamos necesidad de que mueran miles de nuestros hombres.
Antes de que Vezinas pudiera formular una nueva réplica, Diegis se desvaneció entre la escolta que le proporcionaban sus propios hombres.
Vanguardia romana. Salida del valle de Tapae
El repliegue dacio había sido tan rápido que Tetio Juliano tuvo miedo de acercarse demasiado a un enemigo que se hacía fuerte bajo unas murallas repletas de arqueros, los cuales protegerían a los guerreros de su patria si las legiones se aproximaban y quedaban bajo el alcance de sus flechas.
—Una gran victoria, sí, por todos los dioses, una gran victoria —dijo Tetio Juliano quitándose el casco y cogiendo una copa con agua que le servía un calo.
El tribuno Nigrino, que le había imitado para así sentir el aire fresco de la Dacia en su frente sin el pesado metal sobre su cabeza, cogió otra copa de agua y sació su sed sin decir nada. Juliano se sintió molesto por el silencio de Nigrino y lo manifestó con cierto desprecio.
—No pareces contento, Nigrino, con nuestra victoria.
El veterano Nigrino extendió su mano con la copa para que le sirvieran más agua. La bebió y entregó el vaso al calo que se alejó con el odre al hombro y su mirada clavada en el suelo para no despertar más suspicacias por parte de un legatus que parecía nervioso.
—Ha sido demasiado fácil —respondió Nigrino ahondando en la irritación de Juliano.
—¿Fácil? —replicó Tetio Juliano abiertamente indignado, sobre todo porque respetaba el criterio de un veterano como Nigrino y porque, en el fondo de su ser, sentía que estaba en lo cierto, aun cuando no estaba dispuesto a admitirlo en modo alguno. Un legatus al mando nunca acepta que una victoria suya haya sido fácil.
—¿Han caído centenares de legionarios y lo llamas una victoria fácil?
Nigrino negó con la cabeza y miró hacia la caballería, pero, como reconoció a su sobrino vivo a lomos de uno de los caballos de Roma, suspiró aliviado y volvió a centrarse en la conversación que mantenía con Tetio Juliano.
—No, yo no he querido decir que no haya costado hacerles retroceder y hacernos con el valle; no quiero que me malinterpretes, pero tú mismo estuviste aquí, en este mismo valle hace un año, y las cosas fueron muy distintas, no ya por el resultado de la batalla, sino por la sorprendente furia con que combatía el enemigo; esa furia ha estado ausente hoy en el valle.
—En el valle es posible, pero no tenían el bosque para defenderse como hace un año —se defendió Juliano incómodo por el razonamiento del tribuno Nigrino—. Además, según me han explicado los decuriones de la caballería, entre los que está tu propio sobrino, los dacios han combatido con ferocidad en las alas. Con tanta o más ferocidad que el año anterior, Nigrino, en palabras de tu propio sobrino.
Nigrino se vio atrapado. No quiso entrar en el hecho de que eso lo único que probaba con claridad era que los dacios no estaban dispuestos a dejarse rodear, pero no explicaba la facilidad con la que habían cedido el centro del valle para replegarse en el interior de la ciudad. Cambió de tema.
—¿Mi sobrino ha combatido bien, a tu satisfacción?
Tetio Juliano relajó las facciones tensas de su rostro ante la pregunta de Nigrino, que no dejaba de ser la preocupación de un tío que anhelaba confirmar que su sobrino había sido valiente en el combate.
—Tu sobrino ha combatido bien, Nigrino. Es un buen jinete y un bravo soldado. No ha llegado a tiempo de rodear a los dacios pero ha combatido bien.
Nigrino asintió y decidió someterse a la valoración del legatus sobre la batalla.
—Una gran victoria, Juliano. El emperador estará satisfecho —dijo.
Pidió permiso para ir a ver a su sobrino, permiso que Juliano, gustoso de verlo marchar con sus dudas, le concedió. Y es que el propio Tetio Juliano, en cuanto se quedó solo, volvió sus ojos hacia las inmensas murallas de Tapae y comprendió que había gran parte de verdad en las palabras de Nigrino: era una victoria extraña, fácil en el valle, difícil en las laderas, y ahora se avecinaba un asedio complicado. Aquellos muros dacios de enormes sillares de piedra podrían resistir durante semanas, meses quizá. Todo dependía de lo bien pertrechados que estuvieran los dacios en el interior de Tapae. Además, el enemigo siempre podía enviar refuerzos, o recurrir de nuevo a los sármatas y roxolanos y bastarnas y otros pueblos bárbaros en busca de ayuda y que todo se convirtiera en una nueva Alesia, en cuyo asedio Julio César se vio a su vez asediado por decenas de miles de enemigos que acudían al rescate de sus aliados. El, Tetio Juliano, no era Julio César. Nunca habría otro como él, nunca. Quizá los sármatas y demás bárbaros quisieran aprovechar el momento de debilidad de Decébalo y su reino para anexionarse territorios que el ahora nuevo rey de la Dacia no podría defender. Todo era posible. Juliano lamentaba, no obstante, no haber recuperado aún los estandartes de la V legión, pero todo se andaría. Por el momento, podía enviar un reconfortante mensaje al emperador Domiciano sobre una gran victoria que vengaba en gran medida la derrota del año anterior y que, sin duda, mejoraría su posición con relación a recibir el favor del emperador de Roma.
Palacio imperial de Sarmizegetusa en el corazón de la Dacia
Vezinas pasó entre los pórticos flanqueados por columnas con una sonrisa cínica en el rostro. Antes de que los romanos hubieran completado su cerco a Tapae, había podido salir por la puerta norte de la ciudad y llegar así hasta Sarmizegetusa, la capital de la Dacia, escoltado por sus más fieles oficiales. Traía malas noticias para el rey, pero no podía evitar estar contento por todo lo ocurrido; tan feliz que no había dudado en ser él mismo el mensajero de la noticia de la derrota en el valle de Tapae. Todo por culpa de aquel incompetente y cobarde de Diegis. Era a él, a Vezinas, a quien Decébalo debía haber confiado el mando del ejército del sur del país. Ahora los romanos les habían derrotado y todo se complicaba. Quizá el viejo rey Douras tuviera razón y Decébalo, después de todo, era un incapaz que había accedido al trono aupado por sus amigos nobles, animados por unas pequeñas victorias conseguidas sólo con el apoyo de sármatas, roxolanos y bastarnas que ahora, incomprensiblemente para todos, el propio Decébalo había rehusado convocar para defenderse del nuevo ataque romano. «No hay que agotar a los amigos pidiendo su ayuda constantemente», recordaba Vezinas que había dicho el rey Decébalo en uno de los últimos consejos reales al que había asistido. Una consideración estúpida. A ver qué decía ahora, con el ejército de Diegis encerrado en los muros de Tapae, asediado y sin posibilidad de derrotar a los romanos.
Vezinas llegó ante el trono del monarca de la Dacia y, pese a sus pensamientos de creciente desprecio, se arrodilló ante su rey y éste le habló con solemnidad.
—Levántate y di qué noticias hay del sur —dijo Decébalo ante la atenta mirada de un Vezinas que, aunque arrodillado, miraba a los ojos a su rey a modo de desafío silencioso. Decébalo no dijo nada porque estaban a solas. Sabía que Vezinas estaba más atento a las formas en público. En todo caso, tomó nota. Realmente Vezinas sólo servía para que Diegis tuviera un competidor que no le permitiera dormirse en los laureles.
—Ha habido una gran derrota, mi rey —respondió Vezinas levantándose despacio—. Los romanos se han hecho con el control de todo el valle de Tapae y Diegis ha tenido que refugiarse con los supervivientes del desastre en los muros de Tapae.
—¿Cuántas bajas ha habido? —preguntó el rey con una frialdad que puso a Vezinas aún más nervioso. ¿Qué importaba el número de bajas? De acuerdo, habían sido pocas, pero precisamente por eso se había perdido: por no luchar con suficiente bravura.
—No han sido demasiadas. Quizá mil hombres, entre muertos y heridos, pero hemos perdido el control del paso de Tapae, mi rey. Los romanos pueden avanzar ahora sin oposición hasta la mismísima Sarmizegetusa.
Decébalo sonrió ante la candidez de Vezinas.
—No lo harán, general. Si lo hacen, corren el riesgo de que Diegis salga con su ejército de Tapae y les ataque por el sur mientras nosotros descendemos desde Sarmizegetusa con otro ejército por el norte. No, el nuevo legatus romano al mando se concentrará ahora en asediar Tapae.
—Entonces deberíamos enviar un ejército en ayuda de Tapae —respondió Vezinas, orgulloso de tener una idea que él consideraba particularmente original—. Así les cogeríamos entre las murallas y sus arqueros, por un lado, y las tropas que tenemos en la capital, por otro. De esa forma haríamos que los romanos volvieran a retroceder hacia el sur.
El rey negó con la cabeza y suspiró. Era absurdo intentar explicar a Vezinas nada. Llevaría horas y, al final, Vezinas seguiría convencido de que su idea era la mejor.
—No. No haremos nada de eso. —Decébalo decidió fingir enfado hacia Diegis y su derrota para calmar un poco así la rabia de Vezinas—. Diegis ha hecho el estúpido. Ahora deberá afrontar las consecuencias de su derrota, al menos por un tiempo. Tendrá que defenderse solo. Eso le hará combatir con mayor bravura la próxima vez, ¿no crees?
Vezinas se encogió de hombros.
—Quizá, mi rey. Quizá —y vio como Decébalo levantaba la mano indicando que le dejara a solas. Vezinas dio media vuelta convencido de que el rey era un inútil desde el punto de vista militar, pero contento de que estuviera decepcionado de Diegis. Vezinas se veía ahora con muchas más posibilidades de conseguir sus sueños. Para empezar volvería a cortejar a la distante Dochia, la hermana de Decébalo. Ese era un asedio mucho más entretenido y placentero, especialmente aprovechando que Diegis estaba rodeado por miles de romanos y a centenares de millas de distancia.
Decébalo se quedó a solas en su gran sala de audiencias de su majestuoso palacio imperial. Descendió del trono y cruzó la sala hasta quedarse frente a la colección de trofeos de las últimas campañas militares. Durante un tiempo, en aquella esquina de la sala, se habían exhibido varios estandartes con la cabeza de un balaur que representaban la victoria de los dacios sobre varias tribus sármatas, pero, desde que se habían aliado para luchar contra los romanos, los propios dacios habían asumido esos estandartes con cabeza de dragón como insignias propias de su nuevo ejército, un gran ejército que bajo la cabeza del balaur combatía uniendo a dacios, sármatas, roxolanos y bastarnas contra las legiones de Roma. Esa alianza había hecho inapropiado seguir exhibiendo los antiguos trofeos de las viejas victorias y Decébalo, hábilmente, los había reemplazado por los flamantes estandartes de la legión V Alaudae, capturados en la primera gran batalla de Tapae. Todos los que entraban en la gran sala de audiencias admiraban asombrados esos trofeos que dejaban claro que el rey de aquel palacio sabía cómo derrotar a los romanos. Decébalo se detuvo entonces frente a esos estandartes aún manchados de sangre romana que el rey había ordenado no limpiar. Nunca molesta la sangre enemiga. Nunca. Sabía que Vezinas pensaba que estaba loco, pero sólo él, Decébalo, alcanzaba a ver la envergadura de las fuerzas que él mismo acababa de poner en movimiento. Un hombre como Vezinas era incapaz de tan siquiera intuir la potencia de la nueva gran guerra que estaba a punto de estallar. Decébalo se acercó muy, muy despacio a los estandartes hasta quedar a sólo un paso de uno de aquellos remates en forma de elefante y le habló como quien habla a un niño. Se dirigía a toda Roma, representada allí por aquellos estandartes ensangrentados y arrebatados a miles de legionarios muertos.
—Estáis vencidos —dijo el rey dacio en voz baja, muy baja, como quien cuenta un secreto—; estáis vencidos, todos vosotros, estáis vencidos y no lo sabéis, no lo sabéis.
Calló sin dejar de mirar aquellos estandartes que tantas victorias habían dado a sus poseedores en el pasado pero que ahora, impotentes, escuchaban en silencio. De pronto, sonrió de forma enigmática.
—Pronto lo sabréis. Muy pronto.
Campamento general romano frente a las murallas de Tapae
El asedio proseguía después de días de intercambio de flechas y armas arrojadizas por un bando y por otro. Tetio Juliano seguía mostrándose tranquilo y seguro de sí mismo.
—Veremos lo que resisten cuando tengamos aquí todas las catapultas y empecemos a arrojarles rocas en vez de pila. Veremos entonces —dijo.
El veterano Nigrino le vio alejarse para supervisar la instalación de las primeras armas de asedio que debían llegar en pocos días desde el sur, ya que Tetio Juliano, prudentemente, no había querido traerlas con la vanguardia del ejército para evitar que, en caso de una nueva derrota, cayeran en manos del enemigo como pasara el año anterior con las catapultas de la legión V Alaudae. Parecía que al fin Tetio Juliano, gracias a su victoria y a su cautela, sería el que llevaría a efecto el sueño del fallecido Fusco de bombardear a los dacios en sus propias ciudades con decenas de catapultas. Eso le recordó todas las catapultas que el propio Fusco había llevado y que tuvieron que dejar abandonadas a su suerte tras la primera batalla de Tapae. ¿Qué habría sido de ellas? Seguramente los dacios las habrían despedazado, hecho trizas y utilizado para encender grandes hogueras en sus bárbaras fiestas de celebración por la victoria del año anterior. Nigrino sintió una mano en el hombro y se revolvió rápido.
—Perdón, tío —dijo su sobrino dando un paso atrás ante su violenta reacción—. Te he sorprendido, discúlpame.
Nigrino tío se relajó en seguida y no dudó en abrazar a su sobrino, pero al tiempo le advirtió sobre su gesto.
—Nunca vuelvas a hacer eso con un oficial de las legiones mientras estemos al norte del Danubio, ¿entiendes, muchacho?
—Sí, tío.
—Pero vamos, vamos. Por todos los dioses, estoy satisfecho de ti. Hasta Tetio Juliano ha reconocido que combatiste bien en la ladera. No hemos tenido mucho tiempo para hablar desde la batalla. Vamos a mi tienda.
Los dos caminaron juntos hasta una tienda levantada para el veterano tribuno junto al praetorium en el que Tetio Juliano seguiría revisando el plan de asedio. Una vez dentro, el joven Nigrino fue directo al asunto que más le preocupaba en aquellos días.
—¿Conseguiremos conquistar Tapae?
Su tío enarcó las cejas y tomó la copa de vino y agua que un esclavo le acercaba. Su sobrino le imitó. El mayor habló mirando la copa, aún sin beber. Su sobrino escuchó también sin beber, por respeto.
—Han combatido de forma extraña los dacios; no han luchado igual, no, al menos en el valle no. —Miró a su sobrino un instante—. Dice Juliano que sí lo hicieron en los bosques de ladera, muchacho, eso me dijiste tú a mí también…
—Sí, allí lucharon con ferocidad.
Nigrino tío asintió ante la confirmación de su sobrino y volvió a hablar mirando la copa que sostenía en la mano.
—No querían ser desbordados por las alas. Eso está claro, pero ¿por qué ceder el valle con tanta facilidad? ¿Por qué replegarse en seguida en su ciudad? Todo hace parecer que conseguimos una gran victoria en una gran batalla pero tengo la extraña sensación de que la de hace dos días no era la gran batalla que suelen luchar los dacios. Es como si… como si… —calló un momento mientras meditaba, mientras en algún lugar de su cabeza surgía una idea—… como si hubiera otra batalla pendiente. —Asintió para sí—. Es eso, sin duda es eso. Hay otra batalla pendiente. —Miró de nuevo a su sobrino—. Hay otra batalla pendiente en algún sitio, pero no sabemos dónde ni cuándo.
—¿Tetio Juliano lo sabrá? —preguntó con cierta ingenuidad el joven Nigrino.
Su tío negó con la cabeza.
—No, por Marte, no. Juliano es un buen legatus, no es el estúpido de Fusco, pero no tiene la clarividencia especial que tienen los auténticos legati augusti, los que saben ver más allá de lo que ven otros.
Volvió a callar. Su sobrino no pudo evitarlo y lanzó la pregunta evidente.
—¿Y tú, tío, eres uno de eso legati?
Nigrino el mayor volvió a mirarle, esta vez con profunda simpatía. Le había conmovido que su sobrino pensara tan bien de él, pero fue sincero.
—No, muchacho. Yo soy lo suficientemente bueno para presentir que algo no es lo que parece en esta guerra, pero hoy día, después de todos los legati que Domiciano ha desterrado primero —y bajó la voz— y ejecutado después…
—Como Agrícola —interrumpió su sobrino.
—Como Agrícola, sí, muchacho —confirmó su tío sin sentirse molesto por la interpelación de su sobrino, pero bajando aún más la voz—; después de tantos buenos legati muertos sólo se me ocurre uno que pudiera ver más allá de lo que nosotros vemos.
—¿Quién, tío?
El veterano tribuno miró a su sobrino largamente antes de responder. Todavía no era un hecho evidente entre las legiones. ¿Cuánto tardarían en darse cuenta de quién era el mejor de todos ellos? En cualquier caso, esa ignorancia de la mayoría era la que lo preservaba vivo. Por eso dijo su nombre como un susurro.
—Marco Ulpio Trajano, muchacho. Trajano —y echó un buen trago de su copa.